El cardenal Richelieu ha arrastrado una fama siniestra por culpa de Alejandro Dumas. Lo cierto es que fue un gran estadista
Si algún personaje sale mal parado por su catadura moral en Los tres mosqueteros ese es el maquiavélico cardenal Richelieu. En la novela de Dumas, el cardenal representa el papel de antagonista de aquellos espadachines arquetípicos que encarnan los ideales caballerescos: la valentía (D’Artagnan), la nobleza de espíritu (Athos), la fuerza (Porthos) y la inteligencia (Aramis).
La verdad es que sus peripecias se desarrollaron bajo el reinado de Luis XIV y el gobierno del cardenal Mazarino, no con Luis XIII y Richelieu. Pero la transformación en héroes literarios de aquellos hombres, soldados como tantos otros, es lo que mantiene viva esa obra maestra del género de capa y espada. ¿Y Armand Jean du Plessis de Richelieu?, ¿quién fue en realidad?
De obispo a secretario de Estado
Destinado en principio a la carrera de las armas, el joven Richelieu (1585-1642) decidió tomar el hábito religioso con el fin de conservar el obispado de Luçon para su familia. Como aún no tenía la edad mínima requerida, tuvo que ir a Roma para obtener la dispensa canónica. Allí generó una impresión tan favorable en Pablo V que lo consagró obispo el mismo día.
Bajo el patrocinio de María de Médicis consiguió ser nombrado secretario de Estado
Durante sus años en la diócesis de Luçon, azotada por la pobreza, adquirió experiencia en los dos grandes problemas que afligían a Francia: la debilidad de la autoridad real y la autonomía de los hugonotes, que mantenían el espíritu de las guerras de religión y abrigaban esperanzas de construir un Estado dentro del Estado.
Después de un brillante discurso ante los Estados Generales en 1614 que causó sensación, la oportunidad para asaltar las más altas esferas políticas le llegó cuando Luis XIII iba a casarse con Ana de Austria (hermana del rey español Felipe IV) y la corte francesa se detuvo en Poitiers. Allí Richelieu conoció a la regente, María de Médicis, que necesitaba un limosnero, y bajo el patrocinio de esta consiguió en 1616 ser nombrado secretario de Estado.
Tenía entonces 31 años, y había logrado por fin entrar en el círculo mágico cortesano que lo llevaría a los más altos puestos de gobierno. Su posición inicial, como cliente de María de Médicis, se situó en la órbita política del partido de los devotos, que esperaba de él que restaurase la unidad religiosa de Francia y emprendiese la tan necesaria reforma de la Iglesia y del Estado, al tiempo que preservaba la paz con España.
Al año siguiente cayó en desgracia, cuando la regente fue desplazada del poder por Charles de Luynes (halconero real y favorito del joven Luis XIII) y su ministro Concini resultó ejecutado. María de Médicis tuvo que abandonar la corte, y Richelieu la acompañó en su exilio de Angulema. La reconciliación entre el rey y la reina madre permitió su retorno.
Proliferan los enemigos
En 1622 fue elevado a la dignidad cardenalicia, y dos años después sería nombrado ministro. “Puedo decir verdaderamente –escribió en su Testamento político sobre la situación que encontró en 1624– que los hugonotes compartían el Estado con Su Majestad, que los grandes se comportaban como si no fuesen sus súbditos, y los gobernadores de las provincias como si fuesen poderes soberanos”.
Al cabo de poco, en 1626, Richelieu desarticuló la conjura cortesana urdida por madame de Chevreuse, dama de honor de Ana de Austria, la marginada esposa de Luis XIII, que pretendía reemplazar al monarca por su hermano menor, Gastón de Orleans. El conde de Chalais, amante de la Chevreuse, fue ejecutado públicamente, y ella huyó primero a Londres y luego a Lorena, donde sedujo al duque Carlos e intentó organizar un complot internacional contra Richelieu: “Ese bribón de cardenal es una vergüenza”.
La conspiración de Chalais convenció al cardenal de la urgencia de someter a la nobleza levantisca y proteger su propia persona, para lo cual indujo a Luis XIII a proporcionarle una guardia armada permanente de cincuenta hombres. La supresión de las revueltas y la desarticulación de las conjuras devinieron, desde entonces, objetivos prioritarios en su política.
En 1628, vestido con un extraño uniforme que combinaba su dignidad de prelado con la bizarría de teniente general del rey, dirigió el asedio contra los hugonotes sublevados en La Rochelle y participó en las operaciones militares. La victoria impulsó enormemente su prestigio y su relación con Luis XIII, que empezó a considerarlo el arquitecto de su gloria.
En 1629 y 1630 cruzó la frontera de Italia al mando de los ejércitos invasores franceses, compartiendo las penalidades de los soldados a su paso por los Alpes. El 10 de noviembre de 1630, durante la famosa Jornada de los Engaños, cuando María de Médicis forzó a Luis XIII a elegir entre ella o destituirlo, el rey le ratificó su confianza y ordenó a su madre que abandonara definitivamente la corte.
Reforzando la monarquía
El cardenal fue taxativo en su decisión de concentrar el poder exclusivamente en las manos de la Corona. La ejecución de Montmorency-Bouteville en 1632, por batirse en pleno día pese a la reciente prohibición de los duelos, fue una señal inequívoca para la nobleza de que el rey iba a reservarse el monopolio de la fuerza, aplicando sin contemplaciones la acusación de crimen de lesa majestad y la pena capital.
A mediados de aquel mismo año tuvo que sofocar la revuelta de Enrique II de Montmorency, gobernador de Languedoc, al que apoyaban la monarquía española y Gastón de Orleans, el díscolo hermano menor de Luis XIII, que lanzó una invasión desde Lorena. Tras la derrota y ejecución de Montmorency, la Bastilla se llenó de presos ilustres, mientras otros emigraban a Flandes e Inglaterra y los que permanecían en el país eran vigilados por los espías del cardenal.
Las críticas contra el todopoderoso ministro arreciaron en 1636, cuando las tropas españolas se internaron en Francia y conquistaron Corbie, haciendo temer la caída de París. Un ejército rebelde de 10.000 hombres puso en jaque en Guyena a la monarquía durante meses. Poco después, el cardenal lograba restablecer el orden en el interior y recuperar posiciones en las fronteras de Francia.
En 1642, apenas unas semanas antes de su muerte, desbarató la postrera conspiración en su contra urdida por el joven marqués de Cinq-Mars, el nuevo amante y favorito del rey, que, coaligado con François de Thou y Gastón de Orleans, pretendía asesinar al cardenal y firmar la paz con España. Los espías de Richelieu interceptaron una carta secreta de Cinq-Mars a los rebeldes, y Luis XIII accedió a que fuera decapitado en Lyon.
Todo por Francia
Aun cuando los adversarios de Richelieu propagaron la imagen de un ministro que se había adueñado totalmente de la voluntad de Luis XIII, él siempre supo que su posición dependía del delgado hilo del favor real. En ocasiones estuvo a punto de perderlo, aunque en otras se permitió sermonear al monarca o amenazarle con su dimisión para obligarle a aceptar su propio orden de prioridades.
En última instancia, fueron los éxitos militares y diplomáticos los que convencieron a Luis XIII de que la contribución del cardenal era indispensable para fortalecer su poder y convertir Francia en una gran potencia.
Richelieu supo capitalizar su autoridad para impulsar su política con la atrayente perspectiva de que Luis XIII podía, si quisiese, convertirse en “el monarca más poderoso y en el príncipe más querido del mundo”.
No dudó en conquistar Pinerolo, Lorena y Breisach ni en aliarse con los países protestantes contra la católica España durante la guerra de los Treinta Años, aunque tuvo que recurrir a los teólogos para tranquilizar la conciencia real. Tras la rebelión de los catalanes y su incorporación a la monarquía francesa en 1641, Richelieu conquistó Perpiñán, capital del Rosellón entonces español, poco antes de su muerte.
Adicto al trabajo
Enjuto, pálido, de rostro anguloso y exquisitas maneras, no carecía de atractivo para las mujeres, pero, aunque sus enemigos le atribuyeron varios amoríos, ninguno pudo probarse. Permanentemente rodeado por un grupo de médicos que lo sangraban y purgaban implacablemente, el cardenal fue descrito por uno de sus adversarios como “infeliz en su felicidad”, inflexible, melancólico y colérico. Aunque él afirmaba que sus furores estaban todos inspirados en la razón de Estado, a veces incurría en cierto histrionismo al que aludió María de Médicis diciendo: “Llora cuando quiere”.
Notable hipocondríaco, caía en estados de postración y sufría constantes jaquecas. Gran parte de sus textos religiosos y comedias, así como los dictados, los escribió en largas noches de insomnio. Amante de la música y apasionado coleccionista de libros, pinturas y esculturas antiguas, le gustaba la pompa y el boato, que consideraba propios de una persona de su categoría política y de su estatus como príncipe de la Iglesia.
Acumuló títulos y cargos, amasó una enorme fortuna y gastó con prodigalidad. Pero, sobre todo, trabajó incansablemente por el fortalecimiento del poder monárquico en una Francia desgarrada por el cisma protestante y las rebeliones nobiliarias, dejándola pacificada y transformada en el árbitro de Europa. Sus cualidades de genuino animal político y su sentido de Estado lo posicionaron como uno de los más conspicuos estadistas de la historia.
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