En 1807 se hallaba Napoleón en la cumbre de su poderío. Merced a sus victoriosas campañas, toda la Europa continental se encontraba sometida a sus dictados, y hasta el colosal imperio ruso se había convertido en aliado de Bonaparte después de la paz de Tilsit.
De todos sus enemigos, solo Inglaterra, valida de su posición insular, se mantenía en pie, ejerciendo sobre los mares el mismo dominio incontestable que el emperador ejercía en el continente. Incapaz de vencer a los ingleses en el mar, por falta de potencial naval suficiente, Napoleón intentó arruinar el comercio de la potencia rival prohibiendo la entrada en el continente de productos británicos. Con tal objeto dictó en Berlín su famoso decreto de Bloqueo continental (21-XI-1806).
Pero como Portugal —ligada a Inglaterra vitalmente por el llamado tratado de Methuen (1703)— se resistiera a cumplir lo consignado en aquel decreto, Napoleón ordenó la entrada en España —aliada entonces de su imperio— de un cuerpo de ejército de tropas francesas mandado por el general Junot, para que, en unión de otras españolas, ocupara el vecino reino. La operación se efectuó en noviembre de 1807, sin encontrar resistencia por parte de los portugueses, cuyos reyes huyeron al Brasil. Sin embargo, con el pretexto de asegurar las comunicaciones entre Francia y el ejército de Junot, a fines de 1807 y principios de 1808, penetraron en España nuevas tropas francesas, ocupando, entre otras plazas, San Sebastián, Pamplona, Vitoria, Burgos, Valladolid y Barcelona.
En realidad, Napoleón se preparaba a intervenir en la política española, agitada últimamente por la creciente animosidad contra Godoy, favorito de nuestro rey Carlos IV, a quien se acusaba de excesivo servilismo hacia Francia y de haber permitido la entrada en España de tropas extranjeras. Se ha discutido cuándo concibió Napoleón el proyecto de destronar a los Borbones. España venía siendo un satélite de Francia hacía tiempo y se había plegado a las exigencias varias y cambiadas con frecuencia de Napoleón André Fugier.
Napoleón et l´Espagne. 1799-1808, 2 vols, París, 1930. Godoy por temor al futuro rey Fernando VII , su enemigo, se aproximó a Napoleón desde 1805, aspirando o a apartar al príncipe de Asturias del trono o a un reparto de Portugal, en que él recibiera una soberanía, lo que perfiló en 1806 de nuevo; la actitud de Napoleón impulsó a Godoy a publicar un manifiesto vago (6 de octubre de 1806), pero que venía a ser una aproximación a la Cuarta Coalición contra Francia; triunfante Napoleón, Godoy se apresuró a acercarse de nuevo a él, pero Napoleón vio que le había fallado la pero la pieza clave de su política hacia España - Godoy- y se aproximará a la oposición, es decir, el partido fernandino Carlos Seco, estudio preliminar a las Memorias del príncipe de Paz, 1956, I, XCIX.. A continuación vino el tratado de Fontainebleau (1807) y el proceso de El Escorial.
Tratado de Fontainebleau (1807). Se concluyó este tratado el 27 de octubre y fue firmado por el general Miguel Duroc, representante de Francia, y don Eugenio Izquierdo de Rivera y Lezama, por España. Se trataba en el del reparto de Portugal por las dos naciones en la forma siguiente: la provincia de entre Miño y Duero con la ciudad de Oporto quedaría para el rey de Etruria con el título de rey de la Lusitania septentrional. Las de Alentejo y los Algarves para el príncipe de la Paz, que se llamaría príncipe de los Algarves. Las provincias de Beira, Tras-os-Montes y Extremadura portuguesa quedarían en depósito hasta la paz general, en que las dos partes contratantes determinarían lo que se había de hacer con ellas. En caso de que al firmarse la paz fueran devueltas a la casa de Braganza a cambio de Gibraltar, la Trinidad y otras colonias, su poseedor reconocería como protector al rey de España como también se acordaba respecto a las otras partes. El rey de Etruria cedía además su reino al emperador y este reconocía a los monarcas españoles su plena soberanía sobre todos sus Estados. El tratado, ratificado en El Escorial el 8 de noviembre del mismo año, solo sirvió, en realidad, para que Napoleón, con este pretexto de invasión de Portugal, asentase en España las tropas que dieron lugar a la guerra de la Independencia. PUENTE O´CONNOR, Alberto de la, Diccionario de Historia de España, dirigido por Germán Bleiberg. 2ª edición. Ed. de la Revista de Occidente, 1969, T. F-M, págs. 125.
Godoy, que por aquel se creía ya en poder de su citada aspiración a una soberanía, se halló solo y en grave peligro, con la hostilidad de Napoleón, inclinado ahora por conveniencia a Fernando. Seco cree que ya estaba decidido Napoleón a la ocupación de España y a la expulsión de los Borbones.
Miguel Artola en Los afrancesados, M. 1953 supone que se pueden distinguir tres períodos en los planes de Napoleón sobre España: intervención en sus asuntos, de 1801 al proceso de El Escorial; desmembración, de noviembre de 1807 a marzo de 1808, en que quería anexionar a Francia el puerto de Pasajes o el país al norte del Ebro a cambio de la ocupación de parte de Portugal, y sustitución de los reyes, desde el Motín de Aranjuez; probablemente los planes no tuvieron una sucesión tan marcada y se entremezclaron en varios momentos. Fugier y Manuel Izquierdo Boletín de la Real Academia de la Historia, t. 137, 1955 creen que la idea del destronamiento surgió a raíz del proceso de El Escorial. Aun en los primeros meses de 1808 jugaba Napoleón con las dos probabilidades mientras acercaba sus tropas a Madrid con el pretexto de la alianza existente: destronamiento o cesión de territorios, figurando lo segundo en las proposiciones secretas que trajo Eugenio Izquierdo y que abrieron los ojos a Godoy y a los reyes, que tomaron la decisión de refugiarse en el Sur para ponerse a cubierto de Napoleón.
Así las cosas, se produjo el motín de Aranjuez, que ocasionó la caída de Godoy y la abdicación de Carlos IV en su hijo Fernando VII (19 de mayo de 1808). Pero Napoleón, temiendo que el nuevo rey de España se mostrara menos dócil a sus designios que el anterior, se negó a reconocerlo hasta que no se aclarasen sus intenciones en una entrevista a que le invitó, aunque ya estaba, decidido a destronar a los Borbones irremisiblemente. Tal entrevista se celebró, al fin, en Bayona, pero el emperador francés, lejos de otorgar a Fernando VII el prometido reconocimiento, le obligó con amenazas a devolver la corona a su padre, el cual la renunció a su vez en favor de Napoleón, quien terminó nombrando rey de España a su hermano José Bonaparte.
Desarrollo de la guerra
Indignado el pueblo español al conocer tales noticias se levantó en armas contra los franceses primero en la capital sucesos del 2 de mayo de 1808 donde el levantamiento fue ahogado en sangre por Joaquín Murat, lugarteniente de Napoleón en España, y, más tarde, en las provincias, donde la resistencia no tardó en adquirir las proporciones de una guerra a muerte contra el invasor.
La lucha no podía entablarse en condiciones más desfavorables para los españoles, pues el enemigo se había introducido subrepticiamente en el corazón de la Península, y las principales plazas fuertes se hallaban ya en su poder, encontrándose nuestras escasas fuerzas militares diseminadas por la periferia con el pretexto de la lucha que se sostenía contra los ingleses. Pero en las distintas provincias se organizaron Juntas encargadas de encauzar el movimiento, completando los recursos militares de que cada una de ellas disponía con los numerosos contingentes que les proporcionaba el levantamiento en masa de nuestro pueblo. Dichas Juntas enviaron, además, comisionados a Inglaterra que solicitaron y obtuvieron la ayuda de dicha nación contra el enemigo común.
Los franceses ocupaban ya Barcelona, Figueras, Pamplona y el camino de Irún a Madrid, donde había entrado Murat el 23 de marzo. El ejército de Dupont, destinado a Cádiz para salvar la escuadra francesa, refugiada allí desde Trafalgar, fue avanzando de Vitoria a Valladolid y Segovia, y las cercanías de Madrid hasta Toledo; Moncey, situado entre Vitoria y Burgos, avanzó hasta Aranda. Merle había ocupado Pamplona y Duhesme, Barcelona.
Al estallar el levantamiento español, Napoleón dio orden de seguir avanzando: Dupont marchó hacia Andalucía; Moncey, a Valencia; Lefebvre, a Zaragoza desde Pamplona; Chabran, desde Barcelona a Tarragona y Valencia; Duhesme, a Gerona; Bessières, desde Burgos envió a Verdier a Logroño, que tomó, y a Lasalle, al corazón de Castilla, tomando Torquemada, Palencia, venciendo en Cabezón a Cuesta y entrando en Valladolid (16 de junio); Merle, yendo al norte, ocupó Santander. Bessières derrotó luego, en Medina de Rioseco, a Cuesta y Blake (14 de julio), victoria que produjo gran satisfacción a Napoleón, creyéndola decisiva.
Antes de que se recibiese ninguna ayuda extranjera, ya habían logrado alcanzar nuestras tropas de Andalucía una victoria decisiva contra el cuerpo francés de Dupont, obligando a capitular a sus 18.000 hombres en Bailén (19/21-VII-1808). Esta derrota obligó a José Bonaparte a evacuar Madrid y a retirarse con todas las tropas francesas a la línea del Ebro (entre Miranda y Lodosa). A su vez, Moncey había fracasado ante Valencia (fin de junio), Schwartz y Chabran habían sido derrotados en el Bruch; Verdier hubo de levantar el primer sitio de Zaragoza, y Duhesme, el de Gerona. Mientras tanto, un cuerpo inglés mandado por sir Arthur Wellesley (el futuro lord Wellington) desembarcaba en Portugal y obligaba también a capitular en Cintra (30-VIII) al cuerpo de Junot, que fue repatriado a Francia en buques británicos.
Intervención de Napoleón
Para vengar tales desastres infligidos a sus tropas, hasta entonces victoriosas, se vio obligado el propio Napoleón a venir a la Península con lo más selecto de su Grande Armée. Gracias a la superioridad de sus tropas en cantidad y calidad y a su innegable genio militar, logró el gran caudillo restablecer el honor de sus armas derrotando a nuestros ejércitos —Zornoza, Gamonal, Espinosa de los Monteros, Tudela, Somosierra—, recuperando Madrid y haciendo reembarcarse precipitadamente en La Coruña a un ejército inglés enviado en socorro de España; sin embargo, no pudo terminar la campaña con una victoria fulminante como las que anteriormente obtuviera en Austerlitz, en Jena y en Friedland, viéndose obligado a regresar a Francia en enero de 1809 ante la amenaza de una nueva guerra con Austria.
Aunque dejó a sus mariscales el cuidado de pacificar nuestro país, transcurrió todo el año 1809 sin que estos mariscales (Soult, Ney, Víctor, Moncey y Mortier ) lograran domeñar la resistencia española, apoyada esporádicamente desde Portugal por los ingleses de Wellington. En 1809 se efectuó la invasión del norte de Portugal por Soult, con Ney en Galicia, que al final hubieron de retirarse; el segundo sitio de Zaragoza; el de Gerona, una entrada de Wellington en la Meseta con la victoria de Talavera, pero retirándose después a Portugal; las batallas de Tamanes, favorables a España, y las de Uclés, Medellín, Medina del Campo, Alba de Tormes y Ocaña, triunfos franceses, habiéndoles abierto la última el camino de Andalucía.
Terminada victoriosamente la nueva guerra con Austria, se decidió Napoleón a realizar, en 1810, un esfuerzo definitivo para acabar igualmente con la de España; para ello envió a nuestra península cuantiosos refuerzos, encargando de dirigir las operaciones a Massena, su mejor mariscal. Pero tampoco en esta ocasión consiguieron los franceses la victoria decisiva que esperaban, pues, aunque lograron penetrar profundamente en Portugal —tras la toma de Ciudad Rodrigo— y Andalucía con la conquista de Córdoba, Sevilla, Granada y Málaga, quedando libre, casi solo, la región levantina y Galicia, se vieron a la postre detenidos frente a las líneas de Torres Vedras y las fortificaciones de Cádiz, mientras que, a retaguardia de los invasores, nuestros guerrilleros desarrollaron una lucha sin cuartel que hacía muy precario el dominio de aquellos sobre los territorios conquistados.
De este modo, la iniciativa de los franceses en la Península se vio a la larga paralizada. En 1810 Suchet se apoderó de Lérida, Mequinenza y Tortosa, y en 1811 de Tarragona y Sagunto. Para auxiliar a Massena acudió Soult a Portugal, pero al fin fue derrotado cerca de Badajoz, en La Albuera (1811), por o Beresford.
Retirada de los franceses
A comienzos de 1812. Suchet se apoderó de Valencia. Pero emprendieron en este año nuestras fuerzas, en unión de las aliadas, un vigorosa contraofensiva, dirigida por Wellington, quien tomó Ciudad Rodrigo y Badajoz y ganó la batalla de los Arapiles, liberándose Madrid por breve tiempo, pero evacuando los franceses Andalucía y concentrándose en Valencia, desde donde recobraron la capital. En 1813 emprendió Wellington definitivamente la ofensiva; se recobró Madrid; salió José I de su última corte, Valladolid, y perdió la decisiva batalla de Vitoria, seguida por la de San Marcial.
Prosiguiéndose después la lucha al otro lado del Pirineo hasta la abdicación de Napoleón en Fontainebleau (6-IV-1814). Wellington aún triunfó en Toulouse (1814) y Suchet evacuó Cataluña.
Consecuencias
El propio César francés ha reconocido la importancia decisiva que en su caída tuvo la lucha desarrollada entonces en nuestro suelo. Suyas son estas elocuentes palabras: Esa desgraciada guerra me perdió; ella dividió mis fuerzas, multiplicó mis esfuerzos, atacó mi moral Memorial de Santa Elena, traducción española, Barcelona, 1944, página 556). La guerra española fue la más larga, la más difícil y la más dramática del primer imperio E. Guillon, Les guerres d'Espagne sous Napoléon, P., 1902, prefacio.
La guerra de la Independencia española fue una guerra de liberación, la primera de las que hubo en Europa contra Napoleón, y sirvió de ejemplo a las de Rusia y Alemania; fue asimismo, una guerra nacional, con la intervención de todo el pueblo, de la nación en armas, como lo había sido la lucha años antes de la República francesa contra las potencias enemigas de la Revolución francesa. No dominaron nunca los franceses toda la Península, pues siempre hubo regiones, más o menos extensas, libres de su presencia; el sudeste nunca fue dominado por ellos —ni las islas— y Galicia por poco tiempo; por otra parte, las guerrillas hacían precaria la seguridad del territorio ocupado. Típicas de esta contienda son la importancia alcanzada por las guerrillas y la tenaz resistencia de algunas ciudades, siendo característicos los sitios (Zaragoza, Gerona, Ciudad Rodrigo, Cádiz, etc.).
Por el carácter eminentemente popular de la lucha, fue una guerra no solo de batallas y asedios, sino también de emboscadas y sorpresas, empleo de todos los medios para combatir al enemigo. Este carácter y la difícil geografía peninsular le dieron un tono permanente y fragmentario a prueba de reveses, y así como en otros países europeos había bastado a Napoleón una o pocas batallas campales y decisivas para humillar a los monarcas enemigos e imponer sin límites sus condiciones, en España las victorias eran inútiles, pues no cejaba la resistencia popular, ni servían de mucho las conquistas de ciudades, ni la posesión de Madrid.
El rey José no podía sostenerse más que con el apoyo de los ejércitos franceses; a su vez, los generales franceses actuaban con gran independencia y gobernaban arbitrariamente los territorios conquistados, sin hacer caso al monarca. Los mejores mariscales napoleónicos fracasaron en España o solo obtuvieron triunfos efímeros. El ejército regular español no dio mucho de sí al principio de la guerra y sus generales mostraron escaso acierto. Con la marcha de la guerra mejoró la calidad y aparecieron jefes de valía, no solo los guerrilleros —Espoz y Mina, el Empecinado —, sino otros de tipo regular, como Morillo.
No faltaron adheridos al régimen de los Bonaparte, los afrancesados; pero la mayoría del pueblo español reaccionó violentamente contra la usurpación y la invasión, movidas las masas populares, más tradicionales, y con ellas el clero y las clases elevadas, por el afecto incondicional al monarca, ahora cautivo y objeto de una fervorosísima adhesión; a la religión, viendo en los franceses —muchos procedentes del espíritu y ejércitos revolucionarios— a unos herejes, y a la patria, invadida de modo artero; para los liberales, núcleo reducido, pero que se impondrá por algún tiempo, Napoleón les ha defraudado y ha hecho defección a los ideales revolucionarios; Fernando VII debe seguir siendo rey, pero ahora por la voluntad nacional, expresada por la guerra y por las Cortes.
En resumen, cabe decir que, como expresó el conde de Toreno en su famosa y clásica obra Historia del levantamiento, guerra y revolución de España (1835), hubo también una revolución, aprovechando el elemento liberal las circunstancias, el desquiciamiento de los organismos tradicionales de gobierno y el deseo de reformas —bastante general al principio— que evitaran los abusos de Godoy, el despotismo ministerial; reformas moderadas, para Jovellanos y sus seguidores, manteniendo las instituciones históricas, pero hondas, para los liberales, intentando una transformación radical del régimen, según los postulados de la filosofía política del siglo XVIII (Ilustración) y el ejemplo de la Revolución francesa, como se realizó en la labor legislativa de las Cortes de Cádiz y en la constitución de 1812, implantando la soberanía nacional y acabando con el régimen de la monarquía absoluta, aunque este cambio no perdurara por el momento.
Desgraciadamente, España no obtuvo de las grandes potencias entonces vencedoras (Inglaterra, Austria, Rusia y Prusia) la debida compensación de sus generosos sacrificios y de su decisiva contribución a la victoria común. Hasta la misma Francia vencida alcanzó mayor consideración que nuestra patria en el congreso que de 1814 a 1815 se reunió en Viena para arreglar el nuevo mapa de Europa. Desconsideración debida, en parte, a la incapacidad de nuestros negociadores, pero también a la impotencia y al desprestigio en que nos sumieron las enconadas luchas políticas que la terminar la guerra de la Independencia surgieron entre nosotros.
España salió en realidad derrotada, pues si demostró que no se hallaba tan decaída espiritualmente como se suponía en Europa y ya no se pondría en tela de juicio su existencia nacional, bajó de categoría internacional, sufrió un enorme retroceso económico por las devastaciones, que afectaron a casi todo el territorio, y el sacrificio que impuso a toda la nación; se perdió el gran avance experimentado en el siglo XVIII, y esta guerra dio la circunstancia o coyuntura a la América española para acometer la empresa de su emancipación, acabándose de perder el imperio. Por otro lado, quedó España dividida en dos bandos irreconciliables, absolutistas y liberales, cuyas luchas se prolongarían todo el resto del s. y entorpecerían el progreso económico de España, desfasándose de una, Europa en pleno triunfo de la revolución industrial.
Fuente: Historia de España - nubeluz
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