El monarca murió de tuberculosis ante la sorpresa de sus súbditos, que desconocían su enfermedad
El 25 de noviembre de 1885, España despertó consternada con la noticia de la muerte de Alfonso XII. El rey habría cumplido los 28 años tres días después y su –para muchos— inesperado deceso conmocionaba a una sociedad heredera de la vorágine política, social y económica de décadas anteriores. El motivo del fallecimiento, la tuberculosis que padecía desde hacía años y que siempre se había mantenido en secreto.
Desde 1868, España había vivido el destronamiento de Isabel II, una república, varios gobiernos provisionales y la entronización de una dinastía extranjera en la persona de Amadeo de Saboya, había tenido que batallar en una tercera guerra carlista y combatir la insurrección de Cuba. El joven monarca parecía haber puesto fin a aquella etapa frenética de su historia garantizando una cierta estabilidad institucional. Como había pasado a la muerte de Fernando VII en 1833, ahora la heredera, la infanta María de las Mercedes, era una niña y el reino quedaba en manos de una reina regente, María Cristina de Habsburgo-Lorena. La situación, además, se complicaba porque la reina estaba embarazada de tres meses y, en caso de que tuviera un varón, éste tenía mayor derecho al trono que la princesa de Asturias. Era evidente, pues, que durante unos meses existiría un vacío de poder cuyas consecuencias eran imprevisibles.
Alfonso XII, fallecido días antes de cumplir 28 años, dejaba una hija y una reina viuda embarazada de tres meses.
A la preocupación política se unía el halo romántico que rodeaba al difunto rey. El espíritu del Romanticismo aún estaba muy vivo entre el pueblo, y la corta vida del monarca fallecido tenía todos los ingredientes propios de las tragedias de la época. Se había casado por amor –"como se casan los pobres", según rezaba una copla popular– y contra la voluntad de su madre con su prima María de las Mercedes de Orleans, hija de los duques de Montpensier.
Pero la reina había muerto a los seis meses de la boda cuando sólo contaba dieciocho años, y el rey, pese a su desespero, se había visto obligado a contraer nuevo matrimonio con María Cristina de Habsburgo-Lorena. Aunque su nueva esposa acabó por convertirse en una de las reinas más amadas por los españoles, por entonces despertaba una profunda antipatía entre el pueblo, que la consideraba distante y fría, y una enorme desconfianza en los sectores políticos que erróneamente la creían incapaz para el gobierno.
EL AZOTE DE LA TUBERCULOSIS
La enfermedad que había acabado con la vida del rey, la tuberculosis, se había convertido en el mayor azote del siglo XIX. Su difusión en las ciudades europeas alcanzó casi rango de epidemia –se calcula que llegó a causar un cuarto de las muertes en el continente–, y se cebaba en los adultos jóvenes, de entre 18 y 35 años.
Los facultativos poco habían podido hacer ante un mal que el monarca arrastraba desde años atrás. Desde su viudez y aun después de casarse de nuevo, el rey mantenía una intensa vida galante que no excluía mujeres de la más variada condición, y se aseguraba que podía haberse contagiado en una de sus frecuentes escapadas nocturnas. Ante la escasa información sobre la enfermedad de su primera esposa, se decía también que podía haber sido la propia reina quien le transmitió la enfermedad, si bien recientes investigaciones parecen asegurar que la soberana falleció de tifus.
En cualquier caso, lo cierto es que Alfonso XII no vivió, como algunos de sus ancestros, encerrado entre los muros de palacio, por lo que el contagio de una enfermedad tan extendida como la tisis era poco menos que inevitable. A su muerte, el monarca se encontraba en la última fase de un largo proceso tuberculoso. A tal punto llegaba su estado que solía llevar un pañuelo de seda rojo para enjugar, sin que se notase, cualquier amago de hemoptisis. Por prescripción de los médicos de cámara, Esteban Sánchez Ocaña y Laureano García Camisón, desde el mes de octubre había permanecido retirado en el palacio del Pardo, y pese a que pareció que se reponía, en la tarde del día 24 de noviembre un empeoramiento súbito disparó todas las alarmas. Pocas horas después se le administró la extremaunción y falleció a las nueve de la mañana del día 25.
El ceremonial fúnebre fue solemne y complejo. Obedecía en su mayor parte al protocolo establecido por la dinastía de los Austrias, que los Borbones sólo habían simplificado ligeramente. La prensa informó de modo exhaustivo de todos los pasos que se siguieron en las exequias con la prosopopeya de la época, y sin escatimar detalles tan concretos e incluso íntimos como que la propia reina viuda, María Cristina, se encargó de lavar y preparar el cadáver para que los facultativos procedieran al embalsamamiento.
La capilla ardiente se abrió, horas después, en la misma alcoba del palacio de El Pardo donde el monarca había fallecido. Allí se celebraron varias misas y se procedió al velatorio. A las once de la mañana del día 27, el féretro fue introducido en el coche-estufa que trasladó los restos mortales del rey a Madrid, cubierto de terciopelo negro bordado en oro y tirado por ocho caballos negros lujosamente enjaezados. Le seguía una enorme comitiva, formada, entre otros, por la familia real y los Grandes de España en sus coches, miembros del clero, ayudantes del rey, el Real Cuerpo de Alabarderos, el Regimiento de Lanceros de la Reina y los distintos estamentos de servidores de la Casa Real que cerraban el cortejo fúnebre portando hachones encendidos. Se formó así un desfile entre teatral y fantasmagórico que fue seguido por miles de personas.
LAS EXEQUIAS DE UN REY
Tras realizar una parada en la ermita de San Antonio de la Florida, donde se rezó un responso, el cortejo enfiló el camino hacia el palacio real entre banderas a media asta, balcones con colgaduras negras y el respetuoso silencio de la muchedumbre, sólo roto por las salvas de los cañones. Una vez en palacio, el salón de Columnas acogió la capilla ardiente, que permaneció abierta a la ciudadanía. El 30 de noviembre, los restos del monarca, ahora con un acompañamiento más reducido, se trasladaron en tren desde la estación del Norte hasta el Panteón de Reyes del monasterio de El Escorial.
Una vez allí, los miembros de la comunidad agustina, ataviados con hábitos negros y enarbolando antorchas encendidas, recibieron el cuerpo y, tras celebrarse una misa funeral en el templo, lo trasladaron al panteón real. Allí, de acuerdo con el protocolo, primero el Montero Mayor y luego el jefe de Alabarderos pronunciaron tres veces el nombre del monarca para concluir diciendo: "Pues que Su Majestad no responde, verdaderamente está muerto". Acto seguido, siempre según el secular ceremonial, se rompió en dos pedazos el bastón de mando del monarca, que se depositó a los pies del ataúd.
El cortejo fúnebre hasta el Palacio Real fue un desfile entre teatral y fantasmagórico seguido por una muchedumbre silenciosa
El último acto fúnebre en honor de Alfonso XII tuvo lugar doce días después en el templo de San Francisco el Grande: un funeral de Estado con asistencia de representantes de las casas reales europeas que alcanzó su clímax cuando el tenor Julián Gayarre entonó el Libera me Domine de Francisco Asenjo Barbieri, responsable de la música de la ceremonia.
Acabados los primeros lutos por el monarca, hubo de escenificarse la nueva organización de gobierno. Ya en vísperas de la muerte del rey, el líder conservador Antonio Cánovas del Castillo y el liberal Práxedes Mateo Sagasta habían acordado sucederse alternativamente en el gobierno a fin de garantizar la estabilidad política. La regente, María Cristina, había jurado la Constitución justo después del fallecimiento del rey, pero hubo de reiterar el juramento ante las Cortes el 30 de diciembre de 1885. Cinco meses después, el 17 de mayo de 1886, nacía Alfonso XIII, rey desde el mismo momento de su nacimiento, y con el que se cerraría la Restauración borbónica.
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