Faraón egipcio de la XVIII dinastía (?, h. 1372 - Tebas ?, 1354 a. C.). Uno de los más singulares reyes del Antiguo Egipto fue Amenofis IV o Akenatón, quien, rompiendo con tradiciones milenarias, emprendió una reforma religiosa que estableció con carácter casi monoteísta el culto a Atón, dios del Sol, movido probablemente por un afán de limitar las prerrogativas de la casta sacerdotal y concentrar el poder en torno a su persona. Esta tentativa de reforma (que lo llevó a adoptar el nombre de Akenatón, «el que es grato a Atón») sobrevivió apenas a su propio reinado, y aparte de su reflejo en un arte más realista y creativo, no hizo sino abrir un periodo de inestabilidad.
Durante mucho tiempo se supuso que Akenatón falleció sin dejar hijos varones, razón por la que le sucedieron sus yernos: en primer lugar, Semenkera, y tras su corto reinado, el jovencísimo Tutankamón, que accedió al trono hacia el año 1360 a. C. Investigaciones recientes basadas en el examen del ADN sugieren, sin embargo, que Tutankamón era hijo del mismo Akenatón, aunque no de su esposa Nefertiti. Hasta la muerte de Akenatón, Tutankamón llevó el nombre de Tutankatón, en honor del dios solar Atón.
Tres años después de acceder al trono, Tutankamón restableció el culto tradicional y, consiguientemente, el poderío de los sacerdotes de Amón, seriamente debilitado en el reinado de Akenatón. Al mismo tiempo, devolvió la capitalidad a Tebas, abandonando la capital creada por el faraón hereje en Amarna; y, como simbólica ratificación de estos cambios, sustituyó su propio nombre por el de Tutankamón (que significa «la viva imagen de Amón»). El reinado de Tutankamón no tuvo otro significado que este restablecimiento del orden tradicional del Egipto faraónico, bajo la influencia de los sacerdotes y generales conservadores. Llamado el faraón niño por la temprana edad en que asumió el trono, Tutankamón murió cuando sólo contaba 18 años y llevaba seis de reinado, probablemente en un motín palaciego.
Tutankamón debe su fama a que su tumba fue la única sepultura del Valle de los Reyes que llegó sin saquear hasta la edad contemporánea; su descubrimiento por Howard Carter en 1922 constituyó un acontecimiento arqueológico mundial, mostrando el esplendor y la riqueza de las tumbas reales y sacando a la luz valiosas informaciones sobre la época.
La tumba de Tutankamón
En comparación con las de otros faraones, la tumba de Tutankamón es de proporciones modestas y no presenta grandes ornamentos, posiblemente debido a la repentina e inesperada muerte del joven soberano, que obligó a preparar precipitadamente su mausoleo. No obstante, sus cuatro salas (la antecámara, la cámara del tesoro, la cámara sepulcral y el anexo) contenían intacto el ajuar funerario completo del faraón, y constituyen por ello un inapreciable tesoro arqueológico. El equipo de Howard Carter empleó diez años en catalogar más de cinco mil piezas, desde los objetos más sencillos y cotidianos hasta los adornos más exquisitos.
Las paredes de la cámara sepulcral eran las únicas que estaban decoradas con pinturas referentes al ritual funerario y al entierro del monarca. La antecámara contenía multitud de estatuas de animales que flanqueaban tres lechos de madera dorada: dos vacas que representan a Meheturet, diosa egipcia de la fecundidad, dos efigies de la leona Mehet y una figura de Anmut con cuerpo de guepardo y cabeza de hipopótamo. A ambos lados de la puerta de la cámara funeraria, como si fuesen centinelas, aparecían sendas estatuas de madera que representan en realidad al mismo faraón. Había además arcas pintadas con incrustaciones, vasos de alabastro y otros objetos.
De hecho, tanto la antecámara como la cámara del tesoro y el anexo se hallaban repletos de los innumerables y valiosísimos enseres que componían el ajuar funerario del faraón, dispuestos en un desorden y abigarramiento semejantes al de un trastero; tal revuelo y el hecho de que los sellos de la entrada estuviesen rotos ha llevado a suponer que la tumba sobrevivió a por lo menos un intento frustrado de saqueo.
Uno de los muebles más preciosos era el trono, recubierto de oro y piedras preciosas, con patas de león y serpientes aladas sobre los brazos. Otra pieza excepcional la constituye, entre los muebles, un arca de madera estucada; su superficie está adornada con escenas del faraón en lucha contra el caos, contra los enemigos y contra los animales de la estepa. De gran calidad artística son también los carros, arreos de caballos y bastones de mando. Un armario guardaba dos de estos últimos, uno en oro y otro en plata, primorosamente cincelados.
La cámara sepulcral estaba toda ella ocupada por un gigantesco armario o capilla de madera recubierta de oro, que se introdujo desmontada y que contenía otras tres encajadas en su interior, también de madera y oro. En el espacio comprendido entre las paredes y la capilla se encontraban los remos que servían para navegar por el más allá y otros objetos. Delante de las puertas de las capillas se depositó un vaso de perfume de alabastro, con aplicaciones de oro y marfil.
Dentro de la última capilla se hallaba un gran ataúd de cuarcita con tapa de granito rojo, que contenía también en su interior otros tres sarcófagos encajados. El último de ellos, de oro macizo, conservaba el cadáver momificado del faraón, con el rostro cubierto con un máscara de oro con incrustaciones de cornalina, lapislázuli, turquesas y otras piedras preciosas; por lo general, se piensa que tal máscara constituye un retrato idealizado del difunto. En los vendajes de la momia se habían depositado numerosas joyas y amuletos.
Todos los tesoros encontrados en la tumba se encuentran en la actualidad en el Museo de El Cairo, y su contemplación requiere varias horas al visitante, incluso para un examen superficial; considerando la escasa importancia histórica del breve reinado de Tutankamón y su prematura muerte, produce vértigo imaginar lo que se habría hallado en las tumbas de los grandes faraones de no haber caído en manos de los saqueadores.
La maldición de Tutankamón
Con todo, el descubrimiento de la tumba de Tutankamón fue uno de los grandes hitos de la historia de la arqueología, y sin duda el más mediático. La amplia resonancia y el interés que despertó en todo el mundo se prolongó artificialmente atribuyendo la muerte del mecenas de la expedición, lord Carnarvon, a «la maldición de Tutankamón», una afortunada invención periodística que pasaría a la literatura de terror y, a partir de La Momia (1932), protagonizada por Boris Karloff, al cine de serie B.
Es cierto que a la muerte de lord Carnarvon siguió la de otras personas vinculadas directamente o indirectamente con el hallazgo; hacia 1930, la prensa sensacionalista computaba ya veintitrés víctimas de la maldición. Sin embargo, la relación de muchas de ellas con las excavaciones era tangencial o nula, y la causa de su fallecimiento era casi siempre tan corriente como la del propio lord Carnarvon, que había fallecido en abril de 1923 por la infección de una picadura de mosquito. Creado ya un misterio donde no lo había, se buscaron también explicaciones científicas del mismo, y se atribuyeron las defunciones a esporas de hongos u otros tóxicos contenidos en el aire enrarecido de la tumba, obviando el hecho de que Carter y casi medio centenar de personas que participaron directamente en los trabajos seguían vivos.
Resulta irónico que esta morbosa fabulación, alimentada durante años, se originase precisamente en un descubrimiento egiptológico. A diferencia de las necrópolis de otras civilizaciones, en que se emplearon como estrategia disuasoria, las tumbas egipcias carecen de inscripciones destinadas específicamente a execrar a los sacrílegos. Por lo demás, casi cinco mil años de expolios y profanaciones (no sólo de aventureros y arqueólogos occidentales: los súbditos de todo recién enterrado faraón fueron siempre los primeros en intentarlo) no han dejado noticia alguna de venganzas de ultratumba anteriores a la de Tutankamón.
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