Josefina logró hacer de la Malmaison el centro de la vida familiar y, durante la etapa previa al imperio napoleónico, también el de la escena política.
Cuando, en 1798, Napoleón Bonaparte regresó de su victoriosa campaña en Egipto, hubo de enfrentarse a un inesperado sobresalto financiero. Su esposa, Josefina Beauharnais, no solo había gastado 325.000 francos en la compra de una mansión prácticamente inhabitable, sino que precisaba de una suma tres veces mayor para acondicionar el edificio y reconvertir el extenso parque en torno a él en un espléndido jardín.
La finca se conocía como la Malmaison, tenía cerca de sesenta hectáreas, estaba rodeada de bosques y se ubicaba a pocos kilómetros de París. Había heredado su nombre de la villa de Rueil-Malmaison, a cuya circunscripción pertenecía, antigua guarida de piratas normandos y uno de los lugares en los que, durante la revolución, la etapa conocida como el Terror se había mostrado en toda su crueldad.
Pero, pese al enojo de Napoleón ante la compra, Josefina consiguió que olvidara sus reticencias y acabara por compartir su sueño. De la misma forma en que la futura emperatriz se había reinventado a sí misma, supo hacer de su carísimo capricho la residencia preferida de los Bonaparte y, con el tiempo, el buque insignia del bonapartismo.
La mujer reinventada
La criolla María Josefina Rosa Tascher de la Pagerie había nacido en la isla de la Martinica el 23 de junio de 1763. Allí residió hasta 1779, cuando, para mejorar la economía familiar, se concertó su boda con el vizconde francés Alejandro de Beauharnais.
Quince años más tarde, la vida de Josefina da un vuelco. Su esposo, con quien ha tenido dos hijos, Eugène y Hortense, es guillotinado. La joven viuda busca una salida frecuentando los medios revolucionarios, donde conoce a grandes figuras políticas del momento, como el vizconde de Barras o Jean-Lambert Tallien, que acabó convirtiéndose en su amante.
Por entonces era una mujer atractiva y elegante, dotada de un gran poder de seducción, cuyo único defecto físico residía en la dentadura, muy estropeada por su afición a mascar caña de azúcar. Era, además, inteligente, y, tras recuperarse de su estancia en prisión bajo la acusación infundada de haber tomado parte en conspiraciones contrarrevolucionarias, decidió que había llegado su momento.
Gracias a su amistad con Teresa Cabarrús conoció a un joven general corso, seis años más joven que ella, llamado Napoleón Bonaparte.
Reina absoluta en los salones de la nueva sociedad nacida tras la ejecución de Robespierre, el líder del Terror, mantuvo relaciones sentimentales con importantes personalidades, como el mencionado Barras o el general Lazare Hoche. Pero fue en 1795, gracias a su amistad con la española Teresa Cabarrús, con quien había coincidido en prisión y compartido el amor de Barras y otros hombres influyentes del gobierno, cuando su vida cambió definitivamente.
Conoció en su salón a quien poco tiempo después pondría fin a aquel gobierno, un joven general corso, seis años más joven que ella, llamado Napoleón Bonaparte. El entonces prometedor militar no tardó en caer rendido a sus encantos. Contrajeron matrimonio un año más tarde, y, dos días después, Napoleón partió para liderar el ejército francés en Italia.
Cuando Josefina visitó la Malmaison, estando ya Bonaparte en su victoriosa campaña egipcia, se encaprichó del lugar. La finca había pertenecido del siglo XIV a 1763 a los Goudet, una familia vinculada al Ejército, y pasó por un breve tiempo a ser posesión de una sociedad de banqueros.
Luego, en 1771, cuando las dificultades financieras acuciaron a sus propietarios, la mansión y los terrenos adyacentes fueron a parar a manos de un adinerado hombre de negocios llamado Jacques-Jean Le Couteulx du Molay, cuya esposa abrió en sus estancias un salón literario.
Fueron los Couteulx du Molay quienes, en abril de 1799, la vendieron a Josefina. Comenzaba una nueva época para la Malmaison. Tras las costosas obras de puesta a punto, entre 1800 y 1804, sus estancias fueron testigo de muchos de los más importantes acontecimientos de la Francia bonapartista.
Gracias a la iniciativa de Josefina, con la colaboración de los arquitectos e interioristas Charles Percier y Pierre François Leonard Fontaine, aquel pequeño castillo sin pretensiones se convirtió en un verdadero hogar donde Napoleón encontró el cobijo que necesitaba entre campaña y campaña.
La obra de los arquitectos e interioristas Percier y Fontaine convirtió el castillo de Malmaison en un edificio arquetípico del Neoclasicismo.
Por otra parte, el lujo y la exquisitez de la remodelación sirvieron para que quienes lo frecuentaban intuyeran las ambiciones del Primer Cónsul, ya que la residencia acabó por tener auténticos visos palaciegos.
La obra de Percier y Fontaine convirtió el castillo de Malmaison en un edificio arquetípico del Neoclasicismo. Los dos habían residido en Roma, y de su período italiano heredaron el gusto por las formas clásicas, los estucos y las pinturas murales, inspiradas en su mayoría en las de Pompeya y Herculano, cuyas ruinas se habían descubierto a mediados del siglo XVIII.
Mientras Percier era el responsable de dibujar las formas y diseñar la decoración, Fontaine tenía a su cargo la ejecución de los trabajos. Ambos fueron los artífices del gran vestíbulo de entrada que, a modo del atrium de una villa romana, daba paso al comedor, la biblioteca, las salas de audiencia y los salones de música y billar.
En el primer piso se encontraban los apartamentos privados de Napoleón y Josefina, los de los hijos de esta y unas habitaciones reservadas a madame Letizia, la matriarca del clan Bonaparte, así como la sala del Consejo.
Una hermosa galería acristalada en forma de tienda de campaña permitía a Josefina cuidar de sus plantas y exponer su colección de antigüedades, una de sus pasiones, que Napoleón había agrandado a su regreso de Egipto.
Finalmente, en los últimos años del Consulado, dado el elevado número de invitados –amigos, colaboradores y familiares– que frecuentaban la Malmaison, se habilitaron nuevas estancias y se construyó en el jardín un pequeño teatro con cabida para 250 espectadores.
El mobiliario también corrió a cargo de Percier y Fontaine. Utilizaron maderas nobles y siguieron líneas rectas, con el único adorno de pequeñas aplicaciones de distintos materiales.
La impronta de Napoleón se hizo evidente en el conjunto en una cierta sobriedad, muy bien reflejada en las telas que cubrían las paredes, prácticamente sin artificio y muy lejos de las ostentosas sedas brocadas o estampadas del palacio de Versalles o el castillo de Fontainebleau. Otro tanto sucedía con las cortinas, que vieron cambiar la blonda y el terciopelo por la muselina.
Pasión naturalista
Posiblemente fue la exuberancia tropical de su lugar de origen lo que llevó a Josefina a sentir una auténtica pasión por la naturaleza. Decidida a convertir el amplio parque de la Malmaison en “el más bello y curioso jardín de Europa”, según escribió en una de sus cartas a Napoleón, en 1800 mandó construir una orangerie lo suficientemente cálida para albergar plantas exóticas y, en 1805, un invernadero en el que funcionaban sin interrupción una docena de estufas de carbón.
La fama de su excelente colección de rosales traspasó fronteras y sirvió para consagrar artistas.
En un singular afán por la botánica, importó dos centenares de plantas desconocidas hasta entonces en Francia. Gracias a ella florecieron por primera vez en tierras galas magnolios púrpura, hibiscos, camelias y dalias.
La fama de su excelente colección de rosales traspasó fronteras y sirvió para consagrar artistas. Sus más de doscientas cincuenta variedades de rosas fueron cuidadosamente pintadas por Pierre-Joseph Redouté, quien, en 1805, recibió el nombramiento de “pintor de rosas de la Emperatriz”.
No fueron solamente las plantas. Josefina se interesó también por conseguir la aclimatación de algunas especies de animales exóticos en el extenso parque de la Malmaison. Logró que nadaran en sus lagos los cisnes negros de Australia y que, conocedores de su interés, le enviaran desde los rincones más recónditos del planeta ejemplares de avestruz, emú, canguro, orangután o cebra, que corrían libremente por una zona acotada.
No obstante, puesto que precisaban cuidados específicos, se acabó por trasladarlos al Museo de Historia Natural de París, mientras que la emperatriz se volcó en su colección botánica. Fue una labor más propia de un naturalista que de la mujer frívola que se suponía que era Josefina Beauharnais. Una labor callada y continuada que, tras su muerte, nadie prosiguió.
Retiro obligado
La Malmaison era el lugar donde el Primer Cónsul podía atender sus obligaciones políticas y militares y disfrutar a la vez de la compañía de sus amigos y familiares. Las memorias del escritor y político Benjamin Constant han dejado testimonio de las grandes fiestas que se celebraron allí.
En ellas, Josefina y otras damas de la alta sociedad del Consulado, como madame Recamier o las esposas de generales napoleónicos como Lannes o Savary, se divertían, mientras sus maridos atendían cuestiones de Estado. Fue en la sala del Consejo de la Malmaison, sin ir más lejos, donde se redactó el Código Civil, cuya versión reformada sigue vigente.
Bonaparte se acostumbró a trabajar en su jardín: “Cuando estoy en contacto con la naturaleza, mis ideas cobran vida y vuelan más alto. No concibo cómo hay hombres que puedan realizar un trabajo provechoso junto a una estufa y sin contemplar el cielo”, escribió a Josefina.
Tras su divorcio con Napoleón, Josefina emprendió unas reformas en Malmaison que reflejaban su melancólico estado de ánimo.
El Consulado fue el período de oro de la Malmaison. Luego, tras la proclamación de Napoleón y Josefina como emperadores de Francia, la mansión que había sido el auténtico hogar de los Bonaparte pareció impropia de su elevada condición, y se vio sustituida por el castillo de Saint-Cloud y el palacio de las Tullerías.
No obstante, la Malmaison seguía siendo el reino de Josefina. Al menos, el lugar donde retirarse para olvidar por unas horas su sometimiento al protocolo y la etiqueta. Posiblemente por ello, cuando, en enero de 1810, la evidencia de que no podía dar al emperador el ansiado heredero forzó su divorcio, quiso habitar en su querida mansión, que pasó a su propiedad, junto con una renta anual de cinco millones de francos.
Un año después, cuando Napoleón ya se había casado con María Luisa de Austria y de la unión había nacido Napoleón II el Aguilucho, la exemperatriz decidió hacer nuevas reformas en el lugar donde habían transcurrido las horas más felices de su matrimonio.
El encargado de ejecutarlas sería Louis-Martin Berthault. Fue el responsable de construir en el parque una fuente de trazas grutescas, un templete dedicado al Amor y, algo aún más significativo, un túmulo a la Melancolía. Unas obras que dicen mucho del estado de ánimo de quien las solicitó.
Asimismo, el salón se decoró con unas pinturas que reflejaban los trágicos amores de Dafnis y Cloe, y se remodelaron por completo las habitaciones de la propietaria. Desde ese momento, Josefina pasó su tiempo dedicada a sus rosales y a sus plantas exóticas. Nunca dejó de tener relación con Napoleón, con quien se comunicaba de forma epistolar.
Finalmente, el 29 de mayo de 1814, cuando solo contaba 51 años, falleció en su estimada mansión a consecuencia de una neumonía. Napoleón recibió la noticia durante su destierro en la isla de Elba. Regresó en dos ocasiones más a la Malmaison: tras escapar de aquella isla y tras el desastre de Waterloo.
La casa sin los Bonaparte
Aun sin sus inspiradores, la vida de la finca continuó. Si había sido refugio de una emperatriz sin corona, en 1842 se convirtió en retiro de una reina sin trono. Cuando el alzamiento del general Espartero obligó a María Cristina de Borbón, reina gobernadora de España, a dejar la regencia, la viuda de Fernando VII compró la residencia para habitar en ella junto a su segundo esposo, el duque de Riansares, y los hijos habidos de la relación.
Sin embargo, en 1861 la vendió a Napoleón III. Luis Napoleón (Napoleón III) era hijo de Hortènse de Beauharnais y, por tanto, nieto de Josefina. En su juventud, su madre había escrito que la Malmaison era “un lugar delicioso”, pero, sobre todo, seguía siendo un símbolo evocador del Gran Corso.
En la tarea de revitalizar los días gloriosos del Imperio y legitimarse como heredero del linaje Bonaparte, Napoleón III no podía dejarlo de lado. Se encontró, sin embargo, con una residencia casi vacía, que rápidamente procuró reconstruir mediante los recuerdos de su madre y algunos documentos originales. Recurrió a los almacenes reales para rescatar piezas del mobiliario, recuperó objetos, cartas, papeles, porcelanas y pinturas de Santa Elena, Saint-Cloud y las Tullerías, y convirtió la Malmaison en un auténtico santuario a la memoria de su héroe.
Napoleón III recuperó objetos, porcelanas y pinturas de otras residencias y convirtió la Malmaison en un auténtico santuario a la memoria de su héroe.
En 1877, pocos años después de la desaparición del Segundo Imperio, el Estado francés convirtió el castillo en cuartel, para luego venderlo a una sociedad de inversiones británica. Esta parceló el parque (que de las 726 hectáreas alcanzadas quedó reducido paulatinamente a las poco más de seis actuales) y dejó languidecer el edificio.
Hasta que, en 1896, un curioso personaje llamado Daniel Iffla lo compró. Iffla, más conocido en los ambientes financieros de París por el sobrenombre de Osiris, había hecho una gran fortuna en la banca (a lo que no había sido ajena su participación en las sociedades que impulsaron el ferrocarril en España).
Filántropo y mecenas, era un apasionado defensor de la figura de Bonaparte, y había conseguido hacerse con una buena colección de objetos del emperador. Convencido de que el destino de la Malmaison acabaría siendo el derribo, dado su precario estado, la compró, la hizo restaurar y la ofreció al Estado en 1903, con la condición de que sirviera de sede de un museo napoleónico.
El museo no se abrió hasta 1924, pero, tres años después, la mayor parte de su contenido se trasladó al castillo de Compiègne. Aquí, en 1953, se inauguró un museo sobre el Segundo Imperio, mientras que los objetos más relacionados con Napoleón I se destinaron al castillo de Fontainebleau, donde en 1986 se dio inicio a una exposición permanente en su memoria.
Aun así, la Malmaison continúa siendo el testimonio vivo del bonapartismo, principalmente gracias a que un día una mujer soñó con convertir una decadente mansión en el cálido hogar del Gran Corso.
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