LA LUCHA POR EL PODER EN AL-ÁNDALUS
El gobernante andalusí ha pasado a la historia como uno de los más grandes emires de Córdoba y sobre todo el más ilustrado, poniendo las bases para la época de esplendor de Al-Ándalus. Sin embargo, su reinado no fue ni mucho menos tranquilo y estuvo marcado por los conflictos internos y externos.
En el siglo VIII la dinastía omeya, desplazada por los abasíes de su centro de poder en el Próximo Oriente, logró constituir un nuevo y floreciente emirato en Al-Ándalus. Sus gobernantes, los emires de Córdoba, con el tiempo llegarían a reclamar el título de califas, es decir, de líderes de todos los musulmanes. Pero alrededor del año 800, su principal preocupación era consolidar en la península Ibérica su poder político y, sobre todo, religioso.
Al-Hákam I, tercer emir de Córdoba, ha pasado a la historia como un hombre déspota en lo público y en lo privado, que se había preocupado más de tener hijos que de criarlos. Una noche de primavera del año 822 su primogénito y heredero, el príncipe Hixem, entró en sus aposentos con un cuchillo para asesinar a su padre enfermo y hacerse con el poder, pero fue descubierto. Al-Hákam pidió una daga a uno de sus guardianes y lo degolló personalmente, tras lo cual hizo llamar a su hijo Abderramán, segundo en la línea de sucesión, y allí mismo lo nombró heredero. Solo dos semanas después, Al-Hákam murió y Abderramán II se convirtió, a los 30 años, en emir de Córdoba.
Los omeyas lideraron el Islam desde Damasco entre 661 y 750, año en el que perdieron el poder en favor de los abasíes. Los supervivientes de la dinastía derrocada se refugiaron en la península Ibérica, que gobernaron como emires (jefes políticos pero no religiosos) hasta que Abderramán III se proclamó califa en el año 929. En la imagen, Abderramán III junto a unos sirvientes en un relieve de la arqueta de Leyre. Museo de Navarra, Pamplona.
UN REINADO CONVULSO
Al igual que su padre, Abderramán tuvo que hacer frente a numerosos conflictos, externos pero sobre todo internos. Nada más subir al trono, su tío Abdallah intentó hacerse con el poder por tercera ocasión, después de hacer fracasado contra el padre y el abuelo de Abderramán. La legitimidad del nuevo emir era objeto de discusión ya que no era hijo de una esposa sino de la concubina Halwa que, además, era de sangre visigoda. Para su suerte, su anciano tío padecía una enfermedad nerviosa que en poco tiempo lo llevó a la tumba, permitiendo de paso a Abderramán consolidar su poder en los territorios del Levante donde este se había hecho fuerte.
Las rebeliones e intentos de secesión de los gobernadores locales serían una constante durante su reinado. La élite musulmana que constituía la red de gobierno del emirato no era ni mucho menos homogénea, sino que estaba integrada por hombres de orígenes diversos que conservaban aún un fuerte espíritu de clan y a menudo miraban solo para sus propios intereses. En Mérida, Toledo y Lorca, entre otras, estallaron rebeliones que aspiraban a crear pequeños feudos independientes y que, con el tiempo y la ayuda de nuevos conquistadores extranjeros, conducirían a la desintegración de Al-Ándalus. Una de estas rebeliones dio como resultado la fundación de la ciudad de Murcia (en origen, Madiya Mursiya), como centro de poder desde el que restablecer el control sobre el sureste peninsular.
La legitimidad de Abderramán II era objeto de discusión ya que no era hijo de una esposa sino de la concubina Halwa que, además, era de sangre visigoda.
En todas estas ocasiones Abderramán consiguió no solo conservar el poder sino incluso fortalecerlo. Otro tanto ocurrió con los conflictos externos: los normandos se habían internado en el sur de Europa y en la península Ibérica habían logrado capturar algunas ciudades como Sevilla, pero las fuerzas andalusíes consiguieron reconquistarla y liquidar -al menos, por unos años- la amenaza normanda. A su vez, el emirato condujo ataques constantes contra los reinos cristianos del norte en busca de botín o esclavos, llegando en una ocasión hasta Narbona. Las tierras cristianas al sur de los Pirineos constituían la Marca Hispánica, creada en tiempos de Carlomagno para hacer de cojín contra el avance musulmán, pero estas incursiones con el tiempo minarían la moral de sus señores feudales que, ante la falta de ayuda de sus supuestos protectores, se erigirían en reinos independientes.
EL PROBLEMA RELIGIOSO
A estos conflictos se añadieron los de índole religiosa. Los cristianos y judíos, como “pueblos del Libro” -es decir, de tradición abrahámica- tenían la condición de dhimmis o “protegidos”: a ellos se les permitía practicar su fe siempre que no hicieran apología de la misma y que sus acciones no se consideraran contrarias al Islam. Sin embargo, esta protección no siempre era respetada y las presiones para convertirse eran más o menos fuertes dependiendo del gobernante de turno.
En 850, un grupo de clérigos cristianos de Córdoba empezó a animar a sus fieles a rebelarse abiertamente contra el Islam, buscando incluso el martirio voluntario. Eulogio, un carismático sacerdote que elogiaba a los mártires cristianos de los primeros tiempos, alentó a sus fieles a insultar al Islam y a Mahoma ante un juez, lo cual era considerado blasfemia y comportaba la pena de muerte. Su idea era provocar un movimiento de masas que, a la larga, fuera incontenible y obligara a los gobernantes musulmanes a ceder ante el cristianismo como lo habían hecho los emperadores romanos.
A los cristianos y judíos se les permitía practicar su fe siempre que no hicieran apología de la misma y que sus acciones no se consideraran contrarias al Islam, pero esta protección no siempre era respetada.
Sin embargo, subestimó su capacidad de influencia ya que la jerarquía cristiana, que consideraba el dominio musulmán un hecho consumado, no le apoyó: después de que varias decenas de cristianos fueron ejecutados, el obispo visigodo de Córdoba, bajo presión del propio Abderramán, convocó un concilio en el que pidió públicamente que aquellos “martirios voluntarios” se detuvieran. Con la ejecución del propio Eulogio en el año 859, el movimiento perdió toda su fuerza.
EL INICIO DEL ESPLENDOR ANDALUSÍ
A pesar de vivir un reinado tan convulso, Abderramán II tuvo el tiempo y las fuerzas para convertir el emirato de Córdoba en una potencia cultural, en contraste con el estancamiento que vivía la mayoría de Europa tras la desaparición de Carlomagno, el único gobernante que había logrado consolidar un poder fuerte. Dedicó grandes esfuerzos a la urbanización de las ciudades y a la mejora de sus infraestructuras, restaurando y renovando los sistemas de distribución de agua corriente que habían caído en desuso por falta de mantenimiento bajo la administración visigoda.
Córdoba fue durante siglos la capital de los omeyas de Al-Ándalus, que la embellecieron con numerosos monumentos. La Mezquita de Córdoba, en la imagen, fue erigida por Abderramán I en 786.
El emir hizo reunir en Córdoba una amplísima biblioteca de textos de todas las épocas y culturas conocidas, desde la antigua Grecia hasta la India, convirtiendo la ciudad en un auténtico núcleo de conocimiento y el mejor lugar para cultivar las artes y las ciencias, y rivalizando incluso con las capitales de los rivales abasíes, Bagdad y Samarra. Esto fomentó el rápido desarrollo de la tecnología y la agricultura que, con el tiempo, llevaría Al-Ándalus a su época de mayor esplendor.
Al mismo tiempo se establecieron relaciones diplomáticas y comerciales con los reinos del norte de África, lo que contribuyó a un intercambio de conocimientos y productos en la cuenca mediterránea que no se veía desde la época dorada del Imperio Romano. Ante la inestabilidad de las rutas terrestres, el mar se convirtió en la gran autopista del sur de Europa; sin embargo, los emires y sus sucesores califas tuvieron que volcarse de inmediato en intentar mantener unidos sus dominios y no pudieron aprovechar esta oportunidad. Las grandes beneficiadas fueron las ciudades que se volcaron en el comercio y especialmente Venecia, que en los siglos venideros se convertiría en la gran intermediaria del Viejo Mundo.
UN LEGADO DIFÍCIL
Al igual que su padre, Abderramán se ocupó más de generar posibles herederos que de escoger y formar a uno. Después de la muerte de su esposa Al-Sifá -según sus cronistas, la única a la que amó-, dos de sus numerosas concubinas se enfrentaron por conseguir ser la favorita del emir y que sus hijos se convirtieran en el heredero.
Una de ellas, Tarub, consiguió ganarse su corazón, pero no estaba dispuesta a esperar que el tiempo diera el trono a su hijo Sulaymán: intentó en dos ocasiones envenenar a Abderramán y colocar a Sulaymán en el trono, y en la segunda ocasión estuvo a punto de lograr su propósito. Sin embargo, el emir moribundo llamó a su hijo Mohamed, su primogénito e hijo de Al-Sifá, que siempre había sido el único por el que había mostrado predilección, y lo nombró sucesor. Abderramán murió en Córdoba el 22 de septiembre del año 852, a los 60 años.
Había reinado durante tres décadas, pero su sucesor se enfrentaría a los mismos problemas que él había afrontado: las luchas por el poder y las sublevaciones de los gobernadores locales siguieron siendo una constante y el poder de los emires de Córdoba sería cada vez más frágil hasta la llegada del hombre que lo cambiaría todo: Abderramán III, que reclamaría el título de “príncipe de los creyentes” y se convertiría así en el primer califa andalusí.
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