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  • Foto del escritorAndrés Cifuentes

La revuelta de Stonewall y la lucha LGTBI, un grito de cambio

El 28 de junio de 1969, por primera vez en la historia, hombres y mujeres homosexuales se atrevieron a desafiar públicamente al orden establecido que los discriminaba y les privaba de sus derechos. Fue en un hoy mítico bar de Nueva York, y el eco de aquellos sucesos marcó el camino hacia la libertad sexual.


"Nosotros, el pueblo, declaramos hoy que la más evidente de las verdades –que todos hemos sido creados iguales– es la estrella que nos guía todavía, así como guió a nuestros antepasados a través de Seneca Falls, Selma y Stonewall”. En el discurso de su segunda jura como presidente, el 21 de enero de 2013, Barack Obama, el hombre que revolucionó la historia de Estados Unidos, condensaba tres momentos clave en la difícil lucha por la igualdad en su país: Seneca Falls, la primera convención sobre los derechos de la mujer en 1848, las marchas de Selma a Montgomery, encabezadas por Martin Luther King en 1965, y la revuelta de Stonewall en 1969.


La zona cero de los derechos LGTBI


“¿Esa puerta donde la gente se detiene y luego entra? Sí. Es importante. Presta atención. Es el Stonewall Inn. Presta atención. La historia entra por esa puerta”. Es imposible resistirse a la invitación. Nos paramos en la puerta. Y respiramos. En un abrir y cerrar de ojos, Ann Bausum, en su libro Stonewall (2015), nos ha llevado a un rincón de Greenwich Village, la zona cero de la historia de los derechos LGTBI.


Es el 28 de junio de 1969. Estamos en el Stonewall Inn, un maloliente y oscuro antro ubicado en la calle Christopher, en el oeste de Manhattan; un local controlado por la mafia donde la limpieza brilla por su ausencia y acercarte al baño puede ser toda una aventura. Nadie podría imaginar que en un sitio así va a derramarse la ira acumulada durante años y se van a pulverizar los muros de la discriminación. Que este bar se convertirá en el icono de la lucha por los derechos de los homosexuales.


Desde el inicio de los años 60, esta parte de la ciudad de los rascacielos se ha convertido en el refugio donde muchos gays y lesbianas han encontrado un clima de libertad y comprensión, un espacio para socializar sin sufrir el escrutinio general. Los locales de la zona tienen sus contrapartidas: muchos pertenecen a la mafia y son visitados con frecuencia por la policía. En las esquinas del barrio se respira la corrupción sostenida por policías y mafiosos; también, la libertad de poder sentirte diferente.


Imagen: Wikimedia Commons.

Una realidad opresiva


En 1969, la realidad cotidiana es chocar contra un muro de opresión. Gays y lesbianas deben ocultar su identidad sexual. En el entorno laboral, el despido es la respuesta si se muestran como son. En casa, las cosas no son muy distintas. Muchos jóvenes ocultan su orientación sexual por miedo al rechazo. Ser ‘diferentes’ puede provocar la expulsión por parte de sus padres o su propia huida, incapaces de soportar la presión de vivir atrapados en un molde que no les corresponde.


Los médicos les consideran enfermos mentales. Pensamientos o actos ‘desviados’ reciben como ‘antídoto’ terapias de electrochoque o la terrible lobotomía, técnica que destruye las conexiones entre los lóbulos frontales y el tálamo del cerebro, atenuando así casi todos los comportamientos del ser humano. Todos los estados, excepto Illinois, prohíben expresamente las relaciones sexuales no vaginales. Vulnerar estas leyes significa acabar en la cárcel y sufrir todo tipo de abusos.


Las lesbianas comparten las mismas persecuciones que los hombres, pero sufren además una doble discriminación: la de ser mujeres oprimidas y no gozar de los mismos derechos, por un lado, y la de vivir al margen de las normas aceptadas en el mundo heterosexual, por otro.


Nadie podía imaginar que en ese oscuro antro de Manhattan iba a explotar la ira acumulada durante años y a romperse el muro de la discriminación


La redada

Hay luna llena. Es viernes noche, la noche en que la gente sale a bailar y disfrutar. Hace mucho calor y el Stonewall está lleno a rebosar. Tiene algo que lo hace especial y de lo que no todos los bares gays de la zona pueden presumir: música y dos pistas de baile. Un auténtico paraíso donde las parejas del mismo sexo pueden gozar de interacción física. Los principales clientes son hombres; muchos de ellos se visten de mujer y se llaman a sí mismos queens. Para la gente de fuera son travestis o drag queens. También lo frecuentan lesbianas. La redada comienza con un golpe en la puerta. “¡Policía!”. Es cerca de la 1:20 de la madrugada. “El lugar está bajo arresto”, anuncian los agentes de la ley. Los oficiales trasladan a los empleados del local y a los travestis a la parte trasera. Pueden ser detenidos. Los clientes liberados se quedan esperando fuera. Quieren saber qué pasa con sus amigos. Se preguntan qué va a ocurrir después. Pronto, más de un centenar de personas se congrega en las puertas del local.

“Había en el aire la sensación de que algo iba a pasar”, recuerda el activista Craig Rodwell, conocido por haber fundado en Manhattan la librería Oscar Wilde, la primera de temática gay y lesbiana, y por liderar el movimiento en pro de los derechos de los homosexuales. La reacción comienza de manera leve; no obstante, “había una energía que comenzó a fluir a través de la multitud”, según observa otro de los protagonistas de la redada, Fred Sargeant. Rodwell lanza un grito a la multitud: “¡Poder gay!”. Es una llamada a la acción, un profundo grito de cambio. En esa noche de finales de junio se condensa la ira acumulada de muchas otras noches de abusos y la tensión estalla. La multitud, como escribe Ann Bausum, “se convirtió en una turba, y la turba empezó la revuelta. La gente comenzó a gritar obscenidades a la policía”. Y también a tirarles monedas.

Sube la tensión

Las noticias de la redada en el Stonewall corren de boca en boca por la comunidad gay de la ciudad. Entretanto, los congregados lanzan botellas y ladrillos y zarandean los vehículos policiales. Al frente de los policías está el inspector Seymour Pine, un perro viejo curtido en la Segunda Guerra Mundial. Sabe a lo que se enfrenta. “Aquello era una guerra”, recuerda. Mientras los primeros detenidos son conducidos a las comisarías cercanas, los efectivos policiales, ante el acoso de la multitud, se refugian dentro del Stonewall.

En el exterior, los manifestantes emplean todo lo que encuentran: adoquines, cubos de basura y hasta un parquímetro arrancado de cuajo con el que intentan reventar la puerta. “Esa noche la policía huyó de nosotros. Y fue fantástico”. Así describía la tensa situación John O’Brien, uno de los participantes en la revuelta.

La batalla continúa dentro del local. El inspector Pine ha dado órdenes tajantes a sus hombres de no disparar en ningún caso, mientras esperan refuerzos. Y estos llegan. Hasta treinta oficiales de las comisarías cercanas acuden a las puertas del local. Los detenidos son llevados a los furgones entre la resistencia de los manifestantes. “Si el primer acto de la noche había sido el espectáculo frente al Stonewall, y el segundo su asedio, el tercer acto se convirtió en un baile callejero coreografiado entre los manifestantes y la policía”, escribe Ann Bausum.

Sobre las cuatro de la madrugada, tres horas después del inicio de la redada, todo ha terminado. Sorprendentemente, no hay que lamentar ninguna muerte, ni heridos graves. El número de arrestados, finalmente, no supera la docena y ninguno, al parecer, recibe castigos de envergadura. Quizá el mayor damnificado ha sido el propio local, parcialmente destrozado. Podría haber sido una redada como tantas otras. Pero no: esta vez la historia se ha paseado por la calle Christopher.


El despertar

“Mi padre me llamó y me felicitó. Me dijo: ¿por qué habéis tardado tanto?”. Así recuerda Martin Boyle, uno de los manifestantes, la mañana después de una noche inolvidable para la comunidad gay. En menos de 24 horas, el ya emblemático Stonewall volvía a abrir sus puertas. Los chicos más jóvenes por fin se sentían incluidos en una comunidad. Sabían que otros sentían lo mismo que ellos y sufrían por las mismas razones. Habían probado en una noche turbulenta, entre golpes y consignas, el sabor de la libertad.

El activista Craig Rodwell había estado esperando durante años un movimiento generalizado por los derechos de los homosexuales y supo de inmediato que los disturbios en la calle Christopher podían ser el inicio de algo grande. Por ello, imprimió más de 5 000 copias de un folleto en el que se decía que la noche del 28 de junio de 1969 “pasará a la historia como la primera vez que miles de hombres y mujeres homosexuales salieron a las calles para protestar contra la situación intolerable que ha existido en la ciudad de Nueva York durante muchos años”.

Nace el orgullo gay

Rodwell comenzó a pergeñar la idea de una marcha anual conmemorativa en homenaje a la revuelta de Stonewall. Esa sería la ‘declaración de independencia’ de su colectivo. Tan solo un mes después, el 27 de julio, unos 500 manifestantes desfilaban en las inmediaciones del Stonewall sin episodios de violencia. Por primera vez, gays, lesbianas y simpatizantes marchaban en una declaración pública en pro de la libertad sexual. Era el primer desfile del Orgullo Gay.

La primera marcha con mayúsculas tuvo lugar un año después, el 28 de junio de 1970, en Nueva York. En el Christopher Street Gay Liberation Day, gays, lesbianas, bisexuales y transexuales expusieron sin tapujos su condición y su defensa de los derechos sexuales. El éxito fue rotundo: miles de personas se unieron a la manifestación.

Los organizadores contactaron con otros grupos de Boston, San Francisco, Los Ángeles y Chicago y cada una de estas ciudades organizó su propio desfile durante ese histórico 1970. Diez años después de la revuelta, la marcha había duplicado su longitud y más de 50 000 participantes llenaron de colorido Central Park.

Curiosamente, pocos meses después de los disturbios, el mítico Stonewall se hundió por falta de clientes. Durante años, otros locales intentaron capitalizar su fama usando el nombre y la localización, pero, como muchos de los protagonistas sabían bien, lo importante no era el bar, sino el espíritu de comunidad que había nacido allí. A finales del siglo XX los participantes en las marchas se contaban por cientos de miles, y los desfiles continuaron extendiéndose desde Nueva York a diferentes puntos del mundo.


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