(Turín, 30 mayo 1845 - Turín, 18 enero 1890)
El reinado de Amadeo de Saboya fue calificado como efímero, por el corto espacio de tiempo en el que ocupó el trono español (1871-1873) y, también, por la precariedad y el clima de inestabilidad que tuvo que afrontar antes de su abdicación.
Su juventud, sencillez y cercanía popular fueron aspectos exaltados entre sus partidarios. Se le consideraba como el «rey demócrata», elegido en las Cortes por 191 votos. Su principal función era consolidar los logros de la revolución de 1868 dentro del orden que garantizaba la institución monárquica. Sus valedores le presentaban como un rey impulsor del progresismo y la modernidad, representante de un nuevo tipo de monarquía, acorde con los nuevos tiempos, fundamentada y legitimada, no tanto por la herencia y la sangre sino por su capacidad para construir una nueva identidad española, alejada de la corrupción, la superstición y la inmoralidad que había representado la dinastía borbónica en la persona de Isabel II.
Ella logró degradar la institución monárquica, tanto con sus movimientos políticos como con su vida privada, propiciando así el estallido revolucionario del 68 y la posibilidad de que España se convirtiese en una república. A su llegada a España, Amadeo fue considerado por sus contemporáneos como un rey liberal y progresista debido al enfrentamiento que su padre mantuvo con la Iglesia católica y a la monarquía constitucional que había conseguido instaurar en la Italia unificada. Ya en 1859, siendo niño Amadeo, el parlamento piamontés decretó la abolición del fuero y de varios privilegios eclesiásticos, lo cual provocó un primer distanciamiento del Papa que retiró al nuncio apostólico de Turín.
La muerte prematura del general Prim, su principal valedor, fue un duro golpe para el monarca que no contó con los apoyos políticos necesarios para consolidar su reinado. El clima de inestabilidad social y política que rodeaba a la nueva dinastía hizo muy difícil su pervivencia en el Trono: con una clase política dividida; la mayor parte de la nobleza mostrando claramente su afinidad hacia los borbones o hacia la opción carlista, que consideraba a Amadeo de Saboya un rey extranjero, ajeno a las costumbres y las raíces españolas; y con un pueblo que, a pesar de expresar en algunas ocasiones cierta receptividad hacia la llaneza de los monarcas saboyanos, se mostró por lo general indiferente.
Amadeo de Saboya nació el 30 de mayo de 1845 pero no para reinar. Era el segundo hijo de Víctor Manuel II y, por tanto, se mantendría en un segundo plano en la Corte italiana como Duque de Aosta, puesto que su hermano Humberto ocuparía el Trono. Su madre, María Adelaida Habsburgo-Lorena, murió joven dejándole huérfano a temprana edad, junto a sus cuatro hermanos (él ocupaba el tercer lugar): Clotilde, Humberto, Odón y María Pía. Sus abuelos paternos fueron Carlos Alberto, rey de Cerdeña y su esposa, María Teresa de Lorena-Toscana. Antonio Pirala y el Conde de Romanones indican que tras cultivar «en todo su inteligencia y hacer provechosos estudios», como «si no le satisficieran», el joven príncipe se dedicó a viajar «recibiendo así esa instrucción que penetra por los sentidos, se arraiga en la mente, va creando la experiencia, maestra de la vida». Su formación se completó en el Ejército, siendo éste un rasgo sobresaliente a la hora de construir la imagen del «rey soldado», capaz de morir por la patria como un ciudadano más.
En 1866, cuando tenía 21 años, siendo general comandante de la brigada de granaderos de Lombardía, fue herido. El socorro prestado a un soldado en la batalla se exaltó como un hecho que evidenciaba la gran entereza y el sentido humanitario del príncipe. Esa imagen sería utilizada posteriormente en España, para resaltar sus dotes militares, su arrojo, valentía y llaneza demostrados en gestos como sus salidas de palacio sin escolta para pasear por las calles de Madrid o su actitud ante el atentado sufrido en 1872.
Se casó con M.ª Victoria Enriqueta Juana dal Pozzo, princesa de la Cisterna, hija de Carlos Manuel del Pozzo y de Luisa Carolina Merode, el 30 de mayo de 1867. Ella fue instruida en varias materias y conocía diversos idiomas, entre ellos el español. Además de cultivar su inteligencia, la reina era profundamente religiosa. Tuvo con ella tres hijos, Manuel Filiberto, Víctor Manuel y Luis Amadeo, que nació en España poco antes de que su padre abdicara, el 29 de enero de 1873.
Un rey que no quería ser rey
La Constitución de 1869 establecía un régimen monárquico, aunque cuando fue aprobada el Trono estaba vacante. Así pues, las Cortes decretaron una regencia que ocupó el duque de la Torre, el general Serrano. El Gobierno estaba presidido por Juan Prim, que fue el encargado de instaurar una nueva dinastía para evitar el regreso de los borbones.
Un año después de su aprobación, España continuaba sin tener un rey a pesar de que su Carta Magna la definía como un Estado monárquico. La inestabilidad política, propiciada por los desencuentros entre unionistas y progresistas, el mal estado de la Hacienda y los levantamientos republicanos y carlistas, precisaban con urgencia consolidar los logros revolucionarios y mantener el orden. Para ello era necesario conseguir una monarquía capaz de aglutinar posiciones.
El Duque de Montpensier, cuñado de Isabel II, fue uno de los candidatos que más posibilidades tenía. Él había favorecido económicamente a los revolucionarios del 68, pero tenía muchos enemigos y se convirtió en un personaje impopular. El duelo que mantuvo con el infante don Enrique, primo hermano de Isabel II, acabaría definitivamente con sus expectativas. También el general Espartero, que ya había sido regente, hubiera podido ser nombrado rey, pero rechazó el ofrecimiento debido a su edad. Hay que tener en cuenta que el general Prim deseaba instaurar una nueva dinastía capaz de convertirse en motor de la regeneración nacional, encuadrada en una constitución progresista. Desde el principio, la atención de Prim se centró en Portugal, con el príncipe de Sajonia-Coburgo y en Italia, con Amadeo de Saboya.
En esta primera ocasión, Víctor Manuel desvió la atención hacia su sobrino Tomás de Saboya, duque de Génova. Con la negativa de ambos, otro candidato, esta vez prusiano, entró en el juego dinástico español. Leopoldo Hohenzollern-Sigmaringen, pariente del rey de Prusia, se presentaba como una opción perfecta para el canciller Bismarck pero como un peligro para Francia. Napoleón III exigió a Guillermo I que se opusiese a esta candidatura, lo cual desencadenó la guerra franco-prusiana el 2 de agosto de 1870. El desenlace fue la derrota francesa de Sedán que supuso ver al propio Napoleón hecho prisionero.
Ante el viraje que estaban tomando los acontecimientos Prim nuevamente volvió a pensar en la candidatura del hijo de Víctor Manuel. Esta vez el rey italiano aceptó la oferta, culminado ya el proceso de unificación italiana, casada una de sus hijas con el rey de Portugal y viendo la posibilidad de que su segundo hijo se convirtiese ya en rey de España. El joven ya había contraído matrimonio con M.ª Victoria y tenía dos hijos, Manuel Filiberto y Víctor Manuel, nacido este último mientras la candidatura de Amadeo era aprobada por 191 votos a favor en el Congreso y se preparaba la delegación que, desde España, se dirigiría a Italia para acompañar al nuevo soberano.
Amadeo se sometió a la voluntad de su padre a disgusto. Su esposa, profundamente católica y muy afectada por el hecho de que su suegro fuese el rey excomulgado que se había enfrentado a Pío IX, tampoco deseaba reinar sobre un país cuya Constitución reconocía la libertad de cultos.
El futuro rey conocía muy poco sobre España. Aunque ya había visitado el país en 1865, cuando contaba veinte años, en esa ocasión el motivo de su viaje se redujo a estrechar relaciones con la reina Isabel II para conseguir el reconocimiento de Italia como Estado unificado desde 1861. Cuando fue elegido rey de España contaba con veinticinco años y su experiencia política era nula. Como monarca elegido por un parlamento deseaba aproximar la Corona al pueblo y transformar la antigua majestad que rodeaba a la institución en algo cercano y sencillo; sin embargo, como afirmaba Castelar en la sesión de Cortes del 3 de noviembre de 1870:
«Esta institución necesita, como el pontificado, algo de misterio; necesita, como las creaciones geológicas, mucho del tiempo; necesita que la nube del origen divino la envuelva y que un rayo de poesía histórica la alumbre; necesita que grandes servicios prestados en una larga serie de siglos la sirvan de prosapia, que los pueblos vean en los torreones de su palacio y en las piedras de su Corona, los arreboles del espíritu de sus padres, los timbres eternos del poder y de la gloria».
Un breve y accidentado reinado
El 4 de diciembre de 1870 la delegación española, compuesta por 24 diputados a Cortes y encabezadas por el propio presidente, Manuel Ruiz Zorrilla, fue recibida en el palacio florentino Pitti por Víctor Manuel y su hijo. La partida de Amadeo se fijó para el 25 de diciembre en la fragata Numanzia, para poder hacer su entrada en la capital el primer día de año nuevo. Su esposa permaneció en Turín convaleciente de su segundo parto pero, cuando se recuperó, salió hacia España el 9 de marzo de 1871 y el rey fue a recibirla a Alicante el día 17. Cuando Amadeo llegó el 30 de diciembre a Cartagena conoció inmediatamente la noticia de la muerte de Prim.
Ya en Madrid, en el palacio de las Cortes, tuvo lugar el juramento, la visita a la viuda de Prim y la fría acogida del pueblo madrileño, especialmente evidente por parte de la aristocracia que mantuvo cerradas puertas y ventanas ante el paso de la comitiva regia, como muestra de su rechazo ante una dinastía, extranjera, y que había sido instaurada por una revolución. Esta actitud se hizo extensiva a la reina y fue puesta de manifiesto en varias ocasiones. Así, por ejemplo, fue muy difícil encontrar alguien para que ocupara el puesto de camarera mayor de M.ª Victoria. Uno de los incidentes más conocidos en este sentido fue el de «las mantillas», protagonizado por damas isabelinas y carlistas que las lucieron con símbolos isabelinos y carlistas. También los desaires sufridos por la reina en un concierto en el Retiro, en otoño de 1872: cuando M.ª Victoria llegó todos los asientos estaban ocupados pero nadie se levantó para ceder su sitio. El nacimiento del tercer hijo de los reyes, Luis Amadeo, desencadenó una verdadera crisis de gobierno al no ser aceptados de buen grado por el presidente del Gobierno los deseos de privacidad expresados por el rey en la noche del alumbramiento. Un malestar que se hizo especialmente evidente en el banquete organizado para celebrar el nacimiento y bautizo del príncipe, ya que solo concurrieron al evento la mitad de los invitados esperados.
A su llegada a España las expectativas sobre las actuaciones de Amadeo eran muy grandes y lógicamente desbordaron las posibilidades reales de ejercer el poder que poseía el nuevo monarca. Pérez Galdós señala que de él se esperaba que removiese «el fondo de la superficie política, las costumbres políticas, como un rey nuevo, un rey de fuera que nos diese lo que no teníamos y acabara con el tejemaneje moderado y unionista». En alguno de los poemas que se escribieron para ensalzarle se apela al monarca que «a nuestros reveses pone fin y sienta ley» y, en otros, se presenta como el «padre», «defensor», «protector», «sacerdote que no engaña en los altares de la nueva ley», cuyo reinado supondría «liberales remedios» a todos los males, de un país enfermo al que Amadeo «vino a curar». El rey «justo, libre y esforzado» llenaría la nación «de paz, de gozo, de ventura, iris consolador de bienandanza».
Los reyes, desde el principio, dieron pruebas sobre su voluntad de propiciar la cercanía popular: viajaban en los tranvías, asistían a conciertos populares, entraban en las tiendas, tomaban helados en el café y no tenían un lugar reservado en la iglesia. En el palacio vivieron de forma muy modesta y desde el principio se mostraron muy preocupados por los más necesitados, especialmente la reina, cuya labor benéfica fue puesta de manifiesto en muchas ocasiones: la inauguración del asilo para las lavanderas, un hospital para niños desamparados, una casa-colegio para los hijos de las cigarreras, reparto periódico de alimentos entre los pobres de la capital, etc. La imagen de la reina era la de una mujer muy piadosa, cercana a los más desfavorecidos, sin embargo su actitud fue criticada por monárquicos y republicanos que veían en estos actos una mera demostración de propaganda y un excesivo acercamiento de la reina a los sectores más conservadores de la sociedad y la política.
Desde la perspectiva política, cabe indicar que en los dos años que duró el reinado se celebraron tres elecciones generales y hubo ocho ministerios, presididos por Serrano, Ruiz Zorrilla, Malcampo y Sagasta. Durante este periodo se consolidó la escisión entre los seguidores de Prim, sagastinos y zorrillistas, y la ruptura definitiva de la coalición que había impulsado el proceso revolucionario en 1868. Las divisiones gubernamentales y el clima de inestabilidad creciente que rodeaba al monarca trataron de paliarse con una imagen del rey activo, preocupado por los males que afectaban al país y deseoso de conocerlos de primera mano. Se organizaron viajes por toda España para propiciar un mayor apoyo popular, aunque acontecieron algunos altercados en aquellas provincias cuya población demostraba una clara afinidad hacia el republicanismo. También surgieron nuevos problemas con los carlistas, que iniciaron una nueva guerra civil en abril de 1871.
Los ataques a la monarquía
Las luchas intestinas por alcanzar el poder lograron desacreditar a la monarquía, que fue objeto de numerosos ataques, no solo por parte del republicanismo o del carlismo, sino también de las propias facciones que la habían apoyado. Así ocurrió con los seguidores de Zorrilla, al ver que éste no ocupaba nuevamente la presidencia del Gobierno. El Imparcial, periódico zorrillista, publicaba el 10 de junio de 1872 el artículo «La loca del Vaticano», en el que se atacaba el celo religioso de la reina y la posible ascendencia política sobre su esposo, que se decantaba por las opciones más conservadoras. El periódico comparaba la situación de los monarcas españoles con la tragedia de Maximiliano de México, cuya esposa, ante el fusilamiento de su marido, enloqueció pidiendo al propio Papa que intercediese para salvarle.
El atentado que sufrieron lo reyes en la calle Arenal el 10 de julio se convirtió en una oportunidad para mostrar la valentía y entereza de los reyes en un clima de gran inestabilidad e incertidumbre. El Gobierno y el propio rey estaban advertidos, lo cual propició las críticas desde Italia por no haber sabido evitarlo. Los escritos que narran el acontecimiento coinciden en resaltar la serenidad de la pareja real, aunque Romanones afirma que esta reacción responde a las directrices que marca el protocolo y, por tanto, era un comportamiento habitual en la realeza. El rey se presentó a la mañana siguiente en el lugar del atentado y por la tarde el matrimonio real salió en coche descubierto, lo cual propició un homenaje entusiasta por parte del pueblo madrileño. Esta reacción popular permitió a los monarcas, como indica Ana de Sagrera, gozar «por unos minutos de la popularidad soñada, (creyendo) que con motivo del atentado las raíces del Trono Saboyano se adentrarían en tierra hispánica».
Tras el atentado, la reina se trasladó a Madrid con los príncipes. Se encontraba cansada física y psíquicamente. A ello también se sumaba la antipatía que sentía hacia Ruiz Zorrilla, que la reprendió por haberse entrevistado con el embajador de Italia y con un enviado de Víctor Manuel. Esta estancia de la reina en El Escorial fue utilizada por algunos periódicos republicanos, como El Combate, para subrayar las numerosas infidelidades del rey, que tenía fama de mujeriego. Durante su reinado, se hablaba de la famosa «dama de las patillas», hija de Mariano José de Larra, que aconseja al rey sobre los problemas del país, y la «dama inglesa», esposa del corresponsal de The Times.
Abdicación, regreso a Italia y muerte
La cuestión de los artilleros, que pudo desencadenar un enfrentamiento con el Ejército, culminó el deterioro de la situación que vivía el monarca, quien ya consideraba en los últimos meses de 1872 la posibilidad de abdicar. No quiso disolver las Cámaras, ni imponer su voluntad por encima de la Constitución. El 11 de febrero de 1873 el rey envió el mensaje de abdicación a las Cortes, indicando que había buscado la solución a los males que afligían al país «ávidamente dentro de la Ley, y no la he hallado. ¡Fuera de la Ley no ha de buscarlo quien ha prometido observarlas!».
En la despedida a los reyes, de los catorce diputados y senadores elegidos para acompañarles, solo se presentaron cuatro. No estaban para despedirles Ruiz Zorrilla, que se declaró rápidamente republicano, o Cristino Martos. La reina, muy delicada de salud, fue conducida en silla de manos al tren. En este clima, la marcha del rey y de la reina se convirtió en el epílogo de su reinado. Los dos se mostraban sumamente entristecidos, especialmente la reina, que todavía no se había repuesto del alumbramiento de su tercer hijo. Aunque no encontraron el apoyo necesario para reinar, en el momento de partir, sus escasos partidarios continuaban hablando del «rey generoso y leal y de la reina pía y buena que la maledicencia de los partidos había obligado a dejar España, convertida por ellos en una tierra inhóspita».
La reina María Victoria murió a los veintinueve años, el 6 de noviembre de 1876. Su enfermedad y rápida muerte se atribuyeron a los dos años de reinado en España, considerados como la causa de sus padecimientos físicos y psíquicos. Le afectó especialmente el aislamiento al que fue condenada por las damas de la aristocracia. Sus biógrafos contraponen la imagen de un pueblo ingrato e ingobernable con la de una mujer virtuosa que nunca pronunció «una palabra de desdén ni de rencor contra la nación que le había causado tanto daño». Aquel «infausto reino» fue el verdadero motivo de la infelicidad de la reina y de su muerte.
Amadeo de Saboya murió el 18 de enero de 1890. El regreso a Turín le permitió retomar antiguas costumbres y amistades, sin que aparentemente le hubieran afectado demasiado los acontecimientos. En 1887 Amadeo aceptó el cargo de inspector de caballería y se dedicó a recorrer Italia visitando cuarteles y caballerizas. A los 43 años se casó con la hija de su hermana Clotilde, María Leticia, de veintiún años, y tuvo un hijo, Humberto, que fue nombrado Conde de Salemi. Su prematura muerte, a los 45 años, también se vinculó con los años de reinado que le dejaron «mustio y triste hasta el final de su vida». Aparece así, en algunos escritos italianos, una nueva imagen romántica del príncipe, traicionado por todos y cuya fidelidad al ideario liberal le costó, primero el Trono y después la vida, demostrando valentía y templaza en unas circunstancias especialmente difíciles.
Alicia Mira Abad Universidad de Alicante
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