Godoy y Álvarez de Faria, Manuel. Príncipe de la Paz, príncipe de Bassano, duque de Sueca, marqués (I) y luego duque (I) de Alcudia, conde de Evoramonte y barón de Mascalbó. Badajoz, 12.V.1767 – París (Francia), 4.X.1851. Estadista.
Tercer hijo de José Godoy de Cáceres, del estado noble, regidor de Badajoz y originario de Castuera, donde se instaló la rama segunda del linaje de los Godoy, cuyo solar primitivo estuvo en Galicia, y de Antonia Álvarez Serrano de Faria, de condición hidalga, con ascendientes paternos procedentes de Elvas (Portugal) y maternos de Alburquerque. Tras estudiar Gramática y Artes en el seminario pacense de San Antón, Manuel eligió la carrera militar. El 17 de agosto de 1784 ingresó en la 1.ª brigada de la Compañía Española de Guardias de Corps, que constituía la escolta ordinaria del Rey y su familia. No se sabe a ciencia cierta por qué motivo enseguida entró en el círculo de los príncipes de Asturias, Carlos y María Luisa de Parma. La leyenda que siempre ha acompañado a Godoy sostiene que todo se debe a su condición de amante de María Luisa, pero no existen argumentos sólidos que sustenten esta opinión.
Parece más verosímil que todo fue consecuencia de un accidente fortuito ocurrido en septiembre de 1788: durante la escolta de los príncipes de Asturias, Manuel cayó del caballo, pero su especial habilidad en dominarlo llamó la atención de los príncipes. Ayudado por la recomendación del brigadier Miguel Trejo, primer teniente de Guardias de Corps y amigo de la familia Godoy, a partir de entonces, Manuel fue asiduo de las tertulias organizadas en los cuartos de los príncipes, cuya confianza se ganó de inmediato y fue en aumento. En cuanto el príncipe Carlos ocupó el trono (diciembre de 1788), Godoy ascendió de forma vertiginosa en la Corte y en el Ejército.
El 30 de diciembre de 1788 pasó de simple guardia de Corps a cadete; el 28 de mayo de 1789 fue designado exento supernumerario de su compañía (equivalente a coronel de caballería); el 16 de enero de 1791 ascendió a brigadier; el 18 de febrero siguiente, a mariscal de campo, y el 17 de julio, a sargento mayor de Corps y teniente general. En menos de tres años había recorrido el escalafón militar, que culminó el 23 de mayo de 1793 al ser promovido a capitán general. Sólo el goce en altísimo grado del favor real explica esta portentosa elevación, pues no había participado en hecho de armas, ni realizado servicio notorio de alguna clase al Estado. Con la misma rapidez recibió honores y nombramientos en la Corte. El 5 de enero de 1790 fue armado caballero de la Orden de Santiago, el 1 de enero de 1791 fue nombrado gentilhombre de cámara de Su Majestad en ejercicio (cargo que le proporcionaba acceso directo al Monarca), el 25 de agosto de ese año entró como caballero Gran Cruz en la Orden de Carlos III y el 21 de abril de 1792 Carlos IV lo hizo grande de España, tras otorgarle el título de duque de La Alcudia, que había sido precedido en abril anterior por el marquesado de la misma denominación.
Las gracias y honores recibidos tuvieron su correlato económico. A su sueldo militar sumó en 1790 las rentas de la encomienda de Valencia del Ventoso, de la Orden de Santiago, y a partir de abril de 1792 su estado económico experimentó un giro radical, tras recibir del Rey la dehesa de La Alcudia. Junto a nuevos títulos y gracias, desde este momento y hasta 1808 fue acumulando bienes raíces, inmuebles urbanos y rentas de todo tipo, producto unas veces de donación real (Soto de Roma), otras de permutas con el Rey (Albufera de Valencia y señorío de Huétor de Santillán) y otras de compra, bien al Rey (señorío de Sueca), bien a particulares (dehesas en Extremadura y casas en Madrid, Aranjuez, El Escorial y Granada). Godoy se convirtió en uno de los señores jurisdiccionales más importantes de la España de su tiempo y, acorde con la tradición, fundó dos mayorazgos al estilo de los regulares de Castilla: el de La Alcudia y el de Sueca. Fue, al mismo tiempo, un celoso administrador de sus bienes, incrementados en 1797 gracias a la herencia de su esposa, la condesa de Chinchón. Por otra parte, aprovechó su alta posición para utilizar recursos del Estado en beneficio propio, obtener regalos valiosos y comprar libros, joyas y obras de arte. Su biblioteca y su colección de pinturas de los grandes maestros europeos fueron muy destacadas por su calidad y cantidad.
En 1792, Godoy se situó en el primer plano de la política. El 15 de julio fue designado consejero de Estado y el 15 de noviembre entró en el gobierno como secretario de Estado. El acceso de un joven sin experiencia, formación, ni servicios relevantes a la dirección de la política de la Monarquía ha dado lugar a interpretaciones muy variadas, algunas pintorescas. Sus muchos enemigos, y ante todo los parciales del conde de Aranda, quienes constituían el llamado “partido aristócrata” o “aragonés”, aludieron desde el primer momento a “razones inconfesables”, dando a entender que todo derivaba de la relación amorosa entre Godoy y la Reina. Esta explicación ha gozado de fortuna durante largo tiempo, pero ha sido rectificada por la historiografía actual. Carlos IV estaba disconforme con la forma como sus secretarios de Estado habían conducido hasta entonces las relaciones con Francia y, en concreto, no le satisfacían las actuaciones destinadas a garantizar la pervivencia de la Monarquía en ese país y la suerte personal de su rey Luis XVI, jefe de la Casa de Borbón.
Ni Floridablanca, aglutinante del sector “golilla” o “manteísta”, ni Aranda, su sustituto en la Secretaría y cabeza del otro grupo — el “partido aristócrata”— en disputa desde tiempo atrás por el poder, habían logrado resultados satisfactorios en este sentido, por lo que Carlos IV decidió asumir personalmente las cuestiones más graves. Para ello deseaba al frente de su gobierno a un individuo de su total confianza, alguien que fuera “hechura” suya (expresión utilizada por Godoy en sus Memorias), que todo, incluso su persona, dependiera de él por entero y que, además, no dispusiera de un plan político propio ni de un grupo en que respaldarse. Godoy reunía todas estas condiciones y por esta razón —abonada por múltiples pruebas de fidelidad personal ya dispensadas a los monarcas— fue elevado al principal puesto del Gobierno.
A pesar de su empeño, Godoy no pudo evitar la muerte de Luis XVI y la proclamación de la República en Francia, tras lo cual España se unió a la coalición monárquica europea y entró en guerra contra la Revolución. La campaña comenzó en la primavera de 1793 con resultados satisfactorios para las tropas españolas, pero a partir de marzo de 1794 llegaron las derrotas y el ejército francés penetró en territorio español. Los reveses militares y el deterioro general —sobre todo económico— derivado de la guerra crearon en España un estado de opinión crítico hacia los poderes públicos y, en particular, hacia Godoy, cuya continuidad en el Gobierno fue objetada desde distintos sectores. Muy activo se mostró el “partido aristócrata”, pero Godoy, amparado en el apoyo incondicional de los monarcas, pudo controlar la situación: superó la dura ofensiva lanzada contra él por el conde de Aranda en el Consejo de Estado, controló el intento del conde de Teba de organizar a la aristocracia contra el sistema político vigente, desbarató la llamada Conspiración de San Blas y atajó las maniobras de Malaspina para desbancarlo del poder.
Finalizada la guerra por el Tratado de Basilea (22 de julio de 1795), Godoy impulsó un cambio radical en las relaciones con Francia, cristalizado en el Tratado de San Ildefonso (18 de agosto de 1796), que fue un acuerdo de alianza de carácter ofensivo-defensivo dirigido expresamente contra Inglaterra, pues contemplaba la neutralidad de España en caso de que otras potencias distintas a ésta declararan la guerra a Francia. La alianza continuó vigente hasta 1808 y marcó la política exterior de la Monarquía española, alineada siempre del lado de Francia, con independencia de los cambios políticos allí operados, y, por tanto, enfrentada a Inglaterra, país contra el que casi sin solución de continuidad estuvo en estado de guerra. La alianza con Francia tuvo efectos positivos inmediatos para Godoy, necesitado en esa coyuntura del apoyo exterior para contrarrestar la heterogénea oposición del interior.
Además, el Tratado de Basilea le reportó un salto cualitativo en su encumbramiento. En reconocimiento de su actuación, Carlos IV le distinguió con el título de príncipe de la Paz (4 de septiembre de 1795). De acuerdo con los usos de la Monarquía española, el título de “príncipe” estaba entonces reservado al heredero de la Corona (el príncipe de Asturias), de modo que la nueva gracia real colocaba a Godoy en una posición preeminente en la Corte, por encima del resto de la nobleza. La nueva dignidad, además, fue acompañada de la concesión del Soto de Roma y el derecho a agregar a sus armas la imagen de Jano, el dios mitológico de dos rostros, símbolo —como dice expresamente el Real Decreto de concesión— del hombre prudente que conoce los principios y causas del pasado y prevé lo venidero. De acuerdo con la voluntad real, Godoy sería, como Jano, sabio, guardián de la paz e impulsor de la civilización o “las Luces”.
El Príncipe de la Paz no dispuso de un plan propio de gobierno. Actuó en función de las circunstancias, sobre todo las exteriores, atento, hasta el detalle, a las directrices de los monarcas, con quienes mantuvo un contacto muy estrecho y frecuente. Fiel al Rey, Godoy acomodó su política al logro de tres objetivos principales: consolidar la Monarquía en España y la integridad territorial de su imperio, evitar el contagio revolucionario, y mantener los intereses dinásticos españoles en Italia (especialmente agrandar el territorio del ducado de Parma). Los asuntos de Francia centraron la atención y condicionaron el resto. Godoy fue ante todo un hombre de acción, un político nato, que aprendió con rapidez los usos de la Corte y se adaptó a las exigencias del tiempo, sin tener inconveniente en cambiar de sistema cuando le conviniera.
En los asuntos internos siguió, en general, una política reformista de signo ilustrado y en ocasiones llegó a intentar algunos cambios de envergadura, como la supresión de la Inquisición, aunque no se decidió a llegar hasta el final; no dudó, por otra parte, en mantener los usos arcaicos de la Monarquía. Aconsejado por un grupo de activos ilustrados (Moratín, Llaguno, Forner, Melón, Estala...), impulsó la enseñanza, la prensa, los establecimientos y expediciones científicas; patrocinó la creación literaria, imponiéndose a veces a las trabas inquisitoriales; favoreció la difusión de nuevas ideas económicas, como las de Adam Smith, y la creación de organismos destinados a proporcionar información fiable sobre el estado material de la Monarquía. Entre otras iniciativas, con esta última finalidad, creó la Dirección de Fomento, centro de estudios económico-estadísticos destinado a asesorar al Gobierno y de donde salieron propuestas de gran envergadura, entre ellas la elaboración de un censo de población (el de 1797) y la desamortización de los bienes de hospitales, hospicios, casas de reclusión, de expósitos y otras obras pías. Al mismo tiempo, mantuvo las disposiciones sobre la censura de libros y escritos dadas por sus antecesores y, tal vez por impedírselo Carlos IV, no se decidió a afrontar la reforma del clero y de la Iglesia, por la que clamaban con insistencia los sectores ilustrados más avanzados.
En marzo de 1798, Godoy fue obligado a abandonar el Gobierno. La causa no fue la pérdida del favor real, sino la confluencia de dos factores de distinta naturaleza. Por una parte, los dirigentes de Francia dejaron de confiar en él, a causa de su negativa a secundar los planes del Directorio relativos a la invasión de Portugal y de su escasa disposición a seguir los consejos franceses para introducir ciertas novedades en la sociedad española. Por otra parte, el acercamiento a Francia fortaleció a los enemigos internos de Godoy e incrementó los del exterior, al suponer la ruptura con el resto de las monarquías comprometidas en la lucha contra los revolucionarios y, en particular, con Inglaterra, a la que España declaró la guerra el 4 de octubre de 1796. El nuevo conflicto, que resultó mucho más costoso que el mantenido años antes contra la Francia revolucionaria, exigió medidas tributarias extraordinarias, que afectaron de lleno a los privilegiados, alteró el comercio y las relaciones con América, y provocó una grave crisis financiera que perjudicó seriamente los intereses de comerciantes y rentistas. La responsabilidad de esta crisis, así como de la depravación de las costumbres denunciada por el clero con persistencia, se atribuyó casi en exclusiva a Godoy.
Para superar la situación, éste llamó al Gobierno y a puestos importantes de la Administración a varios de los hombres más prestigiosos de la Monarquía, como Jovellanos, F. de Saavedra, Cabarrús, Meléndez Valdés, Urquijo, etc., y al mismo tiempo alentó ciertas conspiraciones en París destinadas a provocar un cambio político en Francia. El intento resultó fallido: Cabarrús, Jovellanos y Saavedra formaron un sólido frente de oposición en el interior y el Directorio, tras controlar a la oposición interna, lanzó una campaña de presión diplomática y de intoxicación política para forzar a Carlos IV a prescindir de su ministro. El 28 de marzo de 1798, el Rey firmó el decreto de destitución del príncipe de la Paz como secretario de Estado y sargento mayor de Guardias de Corps. En el primer cargo fue sustituido por Saavedra, a quien pronto sucede Mariano Luis de Urquijo, declarado enemigo personal de Godoy.
Aunque alejado del poder, no se interrumpió el contacto personal de Godoy con los monarcas, si bien sus relaciones con Urquijo fueron tormentosas. Todo cambió a partir del golpe de Estado del “18 Brumario” en Francia (9 de noviembre de 1799), cuando el general Bonaparte acabó con el Directorio. Bonaparte influyó sobre Carlos IV para destituir a Urquijo (fue sustituido en diciembre de 1800 por Pedro Cevallos, pariente de Godoy) y entabló negociaciones directas con Godoy para atacar a Inglaterra desde Portugal. En esta ocasión, Carlos IV aceptó los planes franceses y se acordó la invasión de Portugal por un ejército aliado hispanofrancés, del cual sería Godoy el general en jefe. En mayo de 1801, sin esperar la llegada de las tropas francesas, Godoy inició las operaciones militares conocidas como Guerra de las Naranjas. La campaña fue un éxito para el ejército español, dueño en poco tiempo del Alentejo y en posición de avanzar hacia Lisboa. Godoy la presentó como triunfo personal, enaltecido por la incorporación a la Monarquía de Olivenza y su región, y —con el consentimiento de los reyes— la aprovechó para resolver su posición personal en la Monarquía.
A estas alturas resultaba difícil para él hallar un lugar adecuado en el sistema español, pues además de superar a todos los súbditos del Rey en títulos y honores y de su amistad personal con los monarcas, en 1797 había emparentado con ellos al contraer matrimonio con María Teresa de Vallabriga, hija del infante Luis, hermano de Carlos III. En tales condiciones, no podía satisfacerle siquiera el cargo de ministro principal, pues la capacidad de decisión del Gobierno estaba limitada por otros organismos colegiados y condicionada por múltiples ocupaciones burocráticas. Godoy aspiraba a ocupar un lugar en la Monarquía que le permitiera proceder, sin trabas, a su regeneración, como expresamente le indicaron algunos de sus allegados. Para ello, consideró prioritario acometer la reforma general del ejército, de ahí la necesidad de que este puesto tuviera carácter militar. El título que llenaba sus aspiraciones fue el de generalísimo de todas las armas de mar y tierra. Como indica el decreto de nombramiento (4 de octubre de 1801), el nuevo cargo quedaba concebido como el empleo superior de la milicia, con las más amplias facultades, de modo que todos, cualquiera que fuese su clase, debían obedecer sus órdenes como si las diese el Rey. El generalísimo disponía —según el citado decreto— de la facultad de dar su parecer al Monarca “en causas militares o en cualesquiera otros asuntos de su Monarquía”, por lo que, en suma, quedaba situado por encima del Gobierno, en una posición intermedia entre éste y el Rey, con el derecho de despachar directamente con el Soberano sobre todas las materias.
De octubre de 1801 a marzo de 1808, Godoy fue el eje del Gobierno de la Monarquía. Del Rey recibía directrices generales o sugerencias sobre los asuntos importantes y él disponía su ejecución mediante la correspondiente orden a los ministros y altos cargos. No varió, en política interior, el plan de signo ilustrado de su época de secretario de Estado y tampoco alteró la alianza con Francia, si bien sus relaciones con Napoleón fueron siempre muy tirantes, condicionadas por la desconfianza mutua. Napoleón trató de involucrar de lleno a España en sus planes europeos y paulatinamente incrementó sus exigencias: solicitud de ayuda en armas y hombres para la guerra en Europa, obtención de facilidades para comerciar con el imperio español y disposición de plata para la acuñación de moneda. Godoy intentó sin éxito sortear estas pretensiones y fracasó asimismo en su propósito de no comprometer a España en el enfrentamiento franco británico, tras el fracaso de la Paz de Amiens (1802).
Aunque intentó en 1803 comprar la neutralidad mediante el pago de una considerable suma de dinero a Francia (Tratado de Subsidios), no pudo evitar que en diciembre de 1804 estallara de nuevo la guerra entre España e Inglaterra. Esta circunstancia acentuó la dependencia militar y diplomática de España respecto a Francia y, aparte de la derrota militar de Trafalgar (octubre de 1805), tuvo consecuencias muy negativas en el orden interno. Empeoró la situación económica, crítica a causa de años de malas cosechas y de una reciente epidemia de fiebre amarilla, que dejó exhausta la Hacienda pública y acentuó la crisis comercial arrastrada desde años antes, lo que originó el cierre de fábricas y el incremento de la población desocupada. El descontento social se generalizó y, aunque no llegó a manifestarse públicamente de forma ostensible, desde todas partes se señaló a Godoy como el máximo responsable de los males.
Amparado en este ambiente, se fue articulando en torno al príncipe de Asturias, Fernando, un grupo decidido a acabar con Godoy. Lo componían aristócratas relacionados con el antiguo “partido aragonés” y algunos clérigos. Este grupo (conocido como “partido fernandino”) tuvo como animador al canónigo Escoiquiz y contó con la entusiasta colaboración de la primera esposa del príncipe de Asturias, María Antonia de Nápoles, quien a través de su madre, la reina Carolina, estaba en contacto con Inglaterra. En 1806 falleció la princesa, y Francia se anexionó Nápoles, de modo que las relaciones entre Godoy y Napoleón se hicieron más tirantes que nunca. Ello propició un cambio de táctica del “partido fernandino” que a través del embajador francés en Madrid, François de Beauharnais, trató de ganarse el apoyo de Napoleón. Confiados en contar con ello, los “fernandinos” lanzaron una gran ofensiva contra Godoy. En primer lugar, orquestaron una campaña de descrédito, en la que mediante rumores, estampas satíricas y publicaciones de todo tipo se presentó a Godoy como la encarnación de todos los vicios y el culpable de los males de España.
A continuación, urdieron un plan para convencer a Carlos IV de que destituyera de sus cargos a Godoy y lo juzgara por sus fechorías. Este plan —conocido como “la conspiración de El Escorial”— fue descubierto en octubre de 1807. Tras la confesión del príncipe Fernando fueron arrestados los implicados, pero lo que pudiera parecer un triunfo de Godoy, redundó en perjuicio suyo, pues la opinión pública creyó que todo había sido urdido por el generalísimo para evitar el ascenso al trono del príncipe de Asturias. Esta creencia fue alimentada por el último favor real recibido por Godoy: el nombramiento, el 3 de enero de 1807, como gran almirante de España e Indias, con el derecho a recibir el tratamiento de alteza.
Elevado a una cota de poder y honores inverosímil, Godoy creyó que podía contener la ofensiva de sus enemigos del interior gracias al apoyo de Napoleón, de ahí que en 1807 se esforzara por satisfacer sus exigencias y, entre otras concesiones, concertó el Tratado de Fontainebleau (27 de octubre de 1807) para la ocupación militar conjunta de Portugal. Este acuerdo establecía la división de Portugal en tres partes, una de las cuales, el Alentejo, sería gobernada por Godoy en calidad de príncipe; asimismo, posibilitaba la entrada de tropas francesas en territorio español, cosa que comenzó a producirse a principios de 1808. Mientras el ejército francés iba ocupando puntos estratégicos en la Península, Napoleón presentó una nueva exigencia: la cesión a Francia del territorio situado entre el valle del Ebro y los Pirineos. Godoy rehusó y, percatado de la gravedad de la situación, intentó organizar la resistencia, para lo cual propuso el traslado de los reyes a Andalucía.
El príncipe Fernando y el Gobierno en pleno se opusieron tajantemente a ello y, al mismo tiempo, el “partido fernandino” organizó un complot, bajo la apariencia de revuelta popular, para hacer prisionero a Godoy. En la noche del 17 de marzo de 1808, los habitantes de Aranjuez y gentes llegadas de pueblos vecinos reclutadas al efecto asaltaron el palacio de Godoy. Éste logró escapar de la multitud escondido en un rincón del inmueble, pero en la mañana del día 19 se vio obligado a salir y fue hecho prisionero. Ese mismo día Carlos IV abdicó en Fernando VII. El nuevo rey se apresuró a ordenar la confiscación de todos los bienes de Godoy y la apertura de causa judicial contra él. Tras poco más de un mes en prisión —en Aranjuez, Pinto y Villaviciosa de Odón sucesivamente—, Godoy fue liberado por orden de Napoleón y trasladado por tropas francesas a Bayona, donde el emperador había convocado asimismo a Carlos IV y Fernando VII para obligarles a renunciar a la Corona de España.
Tras los sucesos de Bayona, comienza Godoy su exilio, que será definitivo, acompañado por su amante Josefa Tudó y los dos hijos habidos con ella, así como por Carlota, fruto de su matrimonio con la condesa de Chinchón, la cual permaneció en España y nunca más se unió a su esposo. Hasta la muerte de los reyes Carlos IV y María Luisa (enero de 1819), sigue en su compañía como servidor fiel hasta el extremo y gobernante de una corte fantasmal y decadente sujeta a los designios de Napoleón e instalada sucesivamente en Compiègne, Aix-en-Provence, Marsella y, desde 1812, en Roma. A partir de 1814, Godoy sufre un intenso acoso por parte de los agentes de Fernando VII y es obligado a separarse de los reyes durante un año —del 10 de septiembre de 1814 al 7 de octubre de 1815 vivió en Pesaro— y de Josefa Tudó. Aunque no pudo disponer de sus bienes raíces, durante su estancia en Roma hizo algunas adquisiciones inmobiliarias y compró el principado de Bassano con el objeto de convertirse en ciudadano romano y escapar a la persecución de Fernando VII. En 1829, tras la muerte el año anterior de la condesa de Chinchón, contrajo matrimonio con Josefa Tudó en Roma, ciudad de la que ambos partieron el 17 de enero de 1830 para instalarse en París. Impulsado por Tudó, intentó la vía de los negocios y compró dos casas en París y una refinería de azúcar cerca de Le Havre. Pronto, sin embargo, hubo de venderlo todo para pagar deudas.
El nivel de vida de Godoy fue empeorando paulatinamente y sus relaciones familiares siguieron un camino parejo: rompió el contacto con su hija Carlota por disputas económicas y en 1835 se separó definitivamente de Pepita Tudó, quien se instaló en Madrid para activar la reclamación de los bienes de su esposo. Ocupado en la educación de sus nietos, Godoy mantuvo en París una vida oscura, obsesionado por salvar el honor de Carlos IV y el suyo propio como gobernante, y por conseguir el levantamiento del secuestro de sus bienes. El 30 de abril de 1837, una resolución del Ministerio de Hacienda ordenó la devolución de sus bienes y la restitución de todos sus títulos y honores, salvo el de príncipe de la Paz, y diez años más tarde fue autorizado a regresar a España y a percibir la paga correspondiente a su empleo de capitán general. El regreso no fue posible a causa de las enfermedades propias de su avanzada edad, pero sí logró la satisfacción de reivindicar su honor mediante la publicación de sus Memorias en 1836. Murió en París y fue enterrado en el cementerio del Père Lachaise de esa ciudad, donde permanecen sus restos en una modesta tumba.
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