Estudios recientes matizan la aportación de Balmis y su equipo al tratamiento de la enfermedad en Hispanoamérica
La viruela es la única enfermedad contagiosa que la humanidad ha conseguido erradicar, gracias a una campaña masiva de la OMS. La última vez que se contrajo de forma natural fue en Somalia, en 1977. Después, solo se contabilizó una víctima más: un año más tarde moría la fotógrafa médica Janet Parker, tras una deficiente manipulación del virus en un laboratorio británico. Finalmente, en 1980, la OMS anunció la eliminación del mal.
Concluía así una larga lucha que tuvo uno de sus hitos principales en la expedición española capitaneada por el médico alicantino Francisco Javier Balmis (1753-1819), destinada a difundir el uso de la vacuna. Es en homenaje a esta acción que el Ministerio de Defensa ha bautizado la operación puesta en marcha actualmente contra la epidemia de coronavirus.
El problema de la viruela
En el siglo XVIII, la viruela constituía una amenaza muy letal que no respetaba clases sociales. Tampoco a los reyes, como sucedió con el joven Luis I de España, desaparecido con tan solo diecisiete años. Cada año, unas doscientas mil personas morían en toda Europa, en su mayoría niños. Sin embargo, los campesinos advirtieron que los que ordeñaban vacas no sufrían el contagio. El médico británico Edward Jenner reparó en ello y, en 1796, introdujo el fluido de un animal infectado en un niño. Este quedó inmunizado con carácter permanente.
El nuevo hallazgo no tardó en conocerse en España. Multitud de publicaciones de la época atestiguan el interés por la esperanzadora innovación. El rey Carlos IV se mostró sensible a la novedad porque la viruela había golpeado con dureza a su familia. Había perdido a una hija, María Teresa, de apenas tres años, y también a un hermano, el infante Gabriel. Por ello, no dudó en apoyar el proyecto para llevar la vacuna a los territorios de su inmenso imperio.
Pero la motivación principal no fue esa. En 1802, una epidemia de grandes proporciones se había desatado en el virreinato de Nueva Granada, que abarca las actuales repúblicas de Colombia, Venezuela, Ecuador y Panamá.
La situación era dramática y urgente. Eso explica que, tal como ha señalado Susana María Ramírez Martín, autora de varios estudios sobre la expedición de Balmis, España reaccione con una rapidez inusual. Entre la concepción del proyecto y su puesta en marcha solo transcurrieron ocho meses. Todo un récord para la época.
La decisión se justificó como una forma de llevar la protección del monarca a sus súbditos necesitados, sobre todo a los más pobres, porque se sabía que estos eran los que sufrían las peores consecuencias. La viruela podía afectar a todos, pero los que se hacinaban en viviendas miserables lo tenían más complicado para su recuperación. No obstante, esta motivación humanitaria coexistía con la voluntad política de fortalecer los recursos del Estado evitando las periódicas catástrofes demográficas.
La iniciativa de la monarquía borbónica se enmarcaba en una política característica del siglo XVIII, destinada a impulsar el conocimiento científico. España promovió diversas expediciones dirigidas a los territorios ultramarinos, entre ellas, poco antes de la de Balmis, la de Alejandro Malaspina, entre 1789 y 1794.
A lo largo de este periplo, el marino italiano tuvo ocasión de observar los devastadores efectos de la viruela. En Isla Mocha (Chile), una epidemia “había arrebatado casi instantáneamente la vida a unas dos mil quinientas personas sin distinción de sexos”. En cuanto a los supervivientes, quedaban con secuelas físicas indelebles.
Un viaje durísimo
En 1803 partió de La Coruña la corbeta María Pita, con Balmis como director de la denominada Real Expedición Filantrópica. Un cirujano, Josep Salvany, era el subdirector. En aquellos momentos había que hacer frente al reto de transportar la vacuna a una gran distancia de forma que estuviera en condiciones de ser utilizada.
Hubo que recurrir a un método primitivo, pero ingenioso. Se reunió un grupo de veintidós niños y se inoculó el virus a dos. Cuando estos desarrollaron la forma atenuada de la enfermedad, se repitió la operación con otra pareja. A través de esta cadena, el fluido llegó fresco a territorio americano.
Para reclutar a estos niños, el gobierno ofreció mantenerlos y formarlos hasta que pudieran ejercer un oficio digno. Aunque la oferta era atractiva, los padres no deseaban entregar a sus hijos para un viaje tan largo y arriesgado. Por eso los elegidos fueron huérfanos procedentes de La Coruña y Santiago. Más tarde, ya en América, se buscarían nuevos niños para proseguir con la expedición.
Tras su llegada a Venezuela en marzo de 1804, la expedición se dividió para multiplicar los esfuerzos. Balmis se encaminó hacia el norte para vacunar México y, desde allí, dirigirse a Filipinas, en un largo viaje en el que los niños portadores de la vacuna pasaron por un sufrimiento atroz. El capitán del navío Magallanes había prometido al médico alicantino colocar a los pequeños en un compartimento amplio y ventilado, pero, pese a las indignadas quejas de este, los situó en un espacio lleno de inmundicias y ratas.
Por su parte, el segundo de Balmis, Salvany, marchó hacia América del Sur. Le esperaba un periplo lleno de penalidades en una geografía con distancias descomunales y todo tipo de obstáculos. Él mismo relató así, desde Cochabamba, Bolivia, las dificultades que él y sus hombres tuvieron que superar: “No nos han detenido ni un solo momento la falta de caminos, precipicios, caudalosos ríos y despoblados que hemos experimentado, mucho menos las aguas, nieves, hambres y sed que muchas veces hemos sufrido”.
La sorpresa
Según una visión tradicional, el remedio contra la viruela fue un descubrimiento europeo y América se limitó a recibirlo sin más. La reciente historiografía cuestiona esta visión a través de estudios como Viruela y vacuna (Santiago de Chile, 2016), de Paula Caffarena. Esta especialista señala que la vacuna se hallaba en muchos territorios americanos antes de la llegada de Balmis y su expedición. La opinión pública ya sabía de la existencia del tratamiento a través de la prensa local y otras publicaciones. En Guatemala, por ejemplo, se habían publicado diversas noticias entre 1802 y 1804.
El descubrimiento de Jenner, por tanto, era una innovación que se aguardaba con impaciencia. Los criollos americanos pudieron obtenerla gracias al contrabando, ampliamente practicado en aquellos momentos, pese al monopolio comercial detentado por España. En Nueva Granada (actual Colombia), por ejemplo, la vacuna llegó a través de las relaciones comerciales clandestinas con las colonias inglesas.
En Lima sucedió otro tanto. Cuando Salvany se presentó en la capital peruana encontró un floreciente tráfico en torno al remedio: “Se vendían públicamente cristales con el pus (...) a precios muy subidos, y salían a vacunar a los pueblos comarcanos y exigían cuatro pesos a cada vacunado”.
Tomar la iniciativa
América estaba muy lejos de su metrópoli. Por eso, en situaciones de urgencia, las autoridades actuaban por propia iniciativa. En Puerto Rico, cuando se desató una epidemia de viruela, el gobernador autorizó al cirujano catalán Francisco Oller a marchar a la isla vecina de Santo Tomás, en manos danesas, para obtener la vacuna. Poco después llegó Balmis y montó en cólera al comprobar que el trabajo que él pensaba realizar ya estaba hecho. Dijo entonces que Oller había usado una técnica incorrecta.
La gran aportación de la expedición no fue llevar la vacuna, sino regular su difusión
Fue en Puerto Rico donde el médico Tomás Romay obtuvo la vacuna. La introdujo en La Habana antes de que la Real Expedición Filantrópica pisara Cuba. Cuando Balmis llegó a Veracruz, en México, se encontró con que Alejandro García de Arboleya, médico de la Armada, ya había introducido el descubrimiento de Jenner.
La gran aportación de la Expedición Filantrópica, en realidad, no consistió en llevar por primera vez el tratamiento contra la viruela, sino en regular su difusión, tal como señala Caffarena. Por toda América se crearon juntas encargadas de asegurar la conservación del preciado remedio y su extensión por el territorio. La extensión de la vacuna, por tanto, no se efectuó en un sentido unidireccional –España da, América toma–, sino que fue el resultado de la interacción entre la metrópoli y las diversas instancias locales.
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