Bonaparte escapa de su exilio en Elba y recupera el trono francés, pero esta vez sus partidarios son muchos menos. Se las tendrá que ver... con Wellington
Corre el 20 de marzo de 1815. La misma noche de su llegada a París tras escapar de Elba , Napoleón nombra a sus ministros. Todos eran viejos conocidos. Entre ellos figuraban tanto leales como muchos que, tras su marcha, habían jurado fidelidad a Luis XVIII. Pero la urgencia política le hizo ser poco escrupuloso a la hora de efectuar estos nombramientos.
Por su parte, la población aceptó el nuevo imperio, aunque en el sur de Francia, la zona más monárquica, el rechazo fue claro. De todos modos, la unanimidad existente en el ejército a la hora de apoyar en bloque a Bonaparte impidió cualquier confrontación civil.
Solo el duque de Angulema, en la Provenza, mantuvo cierta resistencia, pero en menos de una semana también se rindió. Obviamente, la oposición que iba a expulsar al emperador estaba en el Congreso de Viena . Allí todas las potencias representadas firmaron una declaración de apoyo al rey depuesto. Gran Bretaña, Prusia, Rusia y Austria se aliaron para poner en pie, de inmediato, un ejército de 150.000 hombres con el objetivo de reinstaurarle en el trono. Nacía la Séptima Coalición, y declaraba oficialmente la guerra no a Francia, sino a Bonaparte.
Para que el ejército fuese movilizado rápidamente, los británicos proporcionarían cinco millones de libras. Semanas después estas fuerzas iban a multiplicarse por cuatro. Napoleón intentó negociar la paz con ingleses y austríacos para apartarles de la coalición. Para ello se comprometía a respetar el Tratado de París y a ofrecer garantías. Sin embargo, ambos estados rechazaron escuchar siquiera sus propuestas. La guerra era inevitable, pero curiosamente esta estalló lejos de Francia.
Murat se había cambiado de bando con la esperanza de mantener la Corona de Nápoles. Pero, ante los persistentes rumores sobre la decisión del Congreso de Viena de deponerle como monarca por su pasado bonapartista, volvió al lado del emperador. A finales de marzo, al mando de 36.000 hombres, invade el centro de Italia y entra en guerra contra los austríacos con la excusa de lograr la unificación italiana. Conquista Roma, Florencia y Bolonia, mientras llama a los italianos a la revuelta. Pronto las noticias que llegan de Italia dejan de ser esperanzadoras, pues la suerte se empieza a torcer para Murat.
Napoleón se encontraba, por primera vez en la historia, sin ningún estado aliado, por pequeño que fuese
Los 60.000 austríacos que le hacen frente le impiden rebasar el Po y unirse a Napoleón, como es su intención. No solo eso, sino que le obligan a retroceder y le derrotan en la batalla de Tolentino. El en otros tiempos impetuoso jefe de la caballería napoleónica logra huir a Francia disfrazado, sin dinero, pero el emperador se niega a recibirle. Le acusa de haber precipitado la guerra en Italia e impedido con su actitud que Austria se mantuviese neutral. Meses después lograría trasladarse a Córcega. Allí formó un nuevo ejército con el que efectuaría un desembarco en Italia en su empeño por reconquistar Nápoles. Fracasó. Fue capturado y fusilado.
Lo cierto es que Napoleón se encontraba, por primera vez en la historia, sin ningún estado aliado, por pequeño que fuese. Estaba solo ante Europa, y muchos de sus viejos generales, los que se le unieron (porque otros se negaron a seguirle en su aventura), sabían en el fondo que les esperaba el desastre.
Tras el apoyo liberal
El ejército borbónico solo sumaba 200.000 hombres, y aunque sobraban buenos y veteranos oficiales, faltaban soldados y, sobre todo, tiempo para instruirles y armarles. Esta grave carencia de efectivos obligó a Napoleón a realizar levas forzosas, algo que la monarquía había abolido y que había sido, de hecho, su única medida popular. Fueron llamados a filas los veteranos y, ante la inminencia del estallido bélico, también el reemplazo de 1815. A pesar de ello, logró armar un ejército motivado, entregado a él y enteramente francés. El único problema es que era pequeño para enfrentarse a lo que se le echaba encima: solo 284.000 hombres.
Aparte de esta fuerza, apenas disponía de reservas efectivas, por lo que sabía que no tendría una segunda oportunidad si perdía a su ejército de maniobra. En caso de que los aliados no se movilizasen hasta otoño, creía poder levantar un ejército tres veces mayor, pero ese plazo de tiempo no estaba dispuesto a regalárselo a sus enemigos. El tiempo se había convertido en un arma decisiva de guerra. En la urgencia por proteger las fronteras, Napoleón distribuyó a sus hombres en diversos puntos y envió a unos 100.000 al norte, a la frontera belga, donde parecía que el peligro era más inmediato. No se equivocaba.
Sin embargo, el apoyo al emperador no alcanzaba la práctica unanimidad social, como lo había hecho en el pasado. Amplios sectores estaban tan hartos de guerra y sufrimientos como de sus maneras dictatoriales, por lo que, en los meses de abril y mayo, tuvo que esforzarse por atraer a los sectores liberales. Lo intentó apelando a los Derechos del Hombre y del Ciudadano, al tiempo que reclamaba todo el poder para salvar a la República de la amenaza extranjera, aunque tratando de hacer olvidar sus antiguas emulaciones a Carlomagno o el hecho de haber sido ungido emperador por el papa.
Ello llevó a Bonaparte a incluir en la Constitución imperial la llamada Acta Adicional, que dio a Francia un parlamento bicameral (la Cámara de los Pares, hereditaria, y la de los Representantes, elegidos), así como la libertad de prensa. De todas formas, los representantes no eran elegidos por sufragio directo, sino por juntas electorales previamente nombradas, lo que reducía el cuerpo electoral a una centésima parte de los ciudadanos. Esto supuso un importante desengaño para los sectores liberales a los que quería contentar, y solo un millón y medio de votos apoyaron en referéndum el acta.
El bando aliado, mientras tanto, estaba levantando un contingente de más de medio millón de hombres
El 1 de junio se proclamó la nueva constitución, que Napoleón juró. Las dos cámaras y el ejército lo hicieron a su vez al emperador. No obstante, a los dos días se vio que el nuevo poder legislativo no era ya un dócil instrumento en sus manos. De los 629 diputados, un 75% no estaban dispuestos a plegarse ante el poder dictatorial y rechazaron elegir, como deseaba el emperador, a su hermano Luciano Bonaparte como presidente de la cámara. Al parecer comentó que, en cuanto consolidase el poder, suprimiría la Cámara de Representantes.
Muestra de la oposición persistente de ciertos sectores de la población es que poco antes había estallado una sublevación monárquica en la Vendée, región a la que tuvo que enviar 10.000 hombres para sofocarla.
Dos ejércitos se preparan
El bando aliado, mientras tanto, estaba levantando un contingente de más de medio millón de hombres. El plan era invadir Francia por varios puntos a la vez, como ya se había hecho el año anterior. Los austríacos se toman la movilización con calma y los rusos, dada la distancia, se contentan con acuartelar sus fuerzas en Alemania a la espera de los acontecimientos.
Los que más prisa se dan son los ingleses y los prusianos. Así, Arthur Wellesley, el duque de Wellington, hace su entrada en Bruselas en abril al mando de un pequeño contingente, pero pronto crecerá hasta sumar unos 110.000 hombres. Lo forman unos 30.000 belgas y holandeses, y el resto son británicos y alemanes.
Simultáneamente, de Prusia parte el mariscal Von Blücher al mando de 130.000 soldados, con el fin de unirse a Wellington e invadir juntos Francia desde Bélgica. En total supondrán una fuerza de maniobra de unos 210.000 efectivos (había que ir dejando guarniciones en ciudades), junto con más de 500 cañones. La calidad de las fuerzas es muy buena en cuanto a equipamiento, pero diversa en entrenamiento, ya que coexisten muchas unidades novatas con otras de gran experiencia.
Al cabo de un mes ambos ejércitos ya están formados y acuartelados por todo el sur de Bélgica. Pero se hallan demasiado dispersos, tanto que entre el cuartel general de Wellington y el de Blücher hay más de doce horas de distancia. Napoleón dudó sobre la conveniencia de una guerra defensiva u ofensiva. La primera tenía la ventaja de que mientras esperaba el ataque podía ir reclutando tropas y aumentar su capacidad de resistencia, pero los aliados también se fortalecerían, y seguramente acabarían atacando Francia por varios frentes a la vez.
La segunda opción era más aventurada, pero llevaba la guerra fuera de su patria y contaba con el factor sorpresa, por lo que fue la que eligió. Intentaría, como en el pasado, aprovechar la dispersión aliada y atacar a un ejército enemigo antes de que se pudiese coordinar con otro, para luego batir al segundo. Una victoria inicial sería, sin duda, un importante respaldo moral y político, y un serio aviso a los aliados de que quizá les convenía pactar la paz. Así pues, a principios de junio reúne a todos sus efectivos disponibles, unos 125.000 hombres y 366 piezas de artillería, y se dirige al norte, hacia Bélgica.
La Guardia Imperial es la élite de su ejército, la unidad más entrenada, mejor equipada y la más fanática del emperador. Pero también hay hombres mal vestidos y peor calzados, mal armados y de moral dudosa: las carencias y los sufrimientos de tantos años de guerras han tenido su coste.
A primeras horas de la tarde los franceses han logrado ocupar varias poblaciones y se dirigen a Bruselas
Para evitar que los espías extranjeros se den cuenta de la partida del ejército, ordena el cierre absoluto de fronteras y puertos y el bloqueo de correo. Además, la salida de las fuerzas de sus acuartelamientos se realiza de madrugada, mientras son relevadas sigilosamente por milicianos de la Guardia Nacional, para evitar que el vacío repentino de tropas pueda alertar a la población. Así, el 12 de junio Napoleón emprende la marcha hacia la frontera belga, y dos días después todo el ejército llega hasta allí sin que el enemigo se haya dado cuenta. El despliegue inicial es un éxito.
Napoleón invade Bélgica
Al amanecer del día 15 el ejército galo se adentra en Bélgica. El plan es introducirse entre los ejércitos aliados, el inglés y el prusiano, cortar las comunicaciones entre ambos y atacar al que conviniese más, mientras se mantenía alejado al otro. Era el modo de que su superioridad quedara anulada. A las ocho de la mañana se producen los primeros combates. Los galos han chocado con unidades prusianas que reciben órdenes de retrasar, en lo posible, la invasión. A primeras horas de la tarde los franceses han logrado ocupar varias poblaciones y comienzan a dirigirse a Bruselas.
Wellington ya se ha enterado del ataque, pero piensa, como Blücher, que es solo una maniobra de distracción y que la ofensiva de Napoleón se hará por otro sector. Sin embargo, hacia el anochecer ya comienzan a darse cuenta de que se enfrentan a un ataque a gran escala. Esa noche el duque inglés se encuentra, con su estado mayor, en un baile de gala en Bruselas. De pronto llega un mensajero que le comunica que Bonaparte tiene su cuartel general a pocos kilómetros de la ciudad y, rápida pero discretamente, parte con sus oficiales a movilizar a sus fuerzas sin que ninguno pueda cambiarse su traje de gala.
Al mismo tiempo, en la capital belga el pánico comienza a extenderse y la mayoría cree imposible detener el avance francés. La actividad en la madrugada del 16 es frenética para ambos bandos. Los franceses tratan de profundizar su avance y dividir más a los ejércitos aliados, y estos intentan llevar a toda prisa sus fuerzas al frente para detener a los napoleónicos. Hacia el mediodía, los anglo-belgas se hacen fuertes en la localidad de Quatre-Bras, en el camino de Bruselas, y presentan batalla ante unas cuantas unidades francesas bajo el mando del mariscal Ney.
La lucha es encarnizada, y la inicial victoria francesa se troca casi en derrota ante la llegada de refuerzos, que hacen que las fuerzas aliadas dispongan de unos 32.000 hombres contra los 22.000 franceses. Al final de la jornada ambos bandos han sufrido similar número de bajas, unas 5.000 por ejército, pero Wellington ha evitado que siguiesen avanzando los galos y que, girando hacia el este, se lanzasen contra los prusianos, con lo que frustra los planes de Napoleón.
De todas formas, no es inútil el esfuerzo de Ney, porque su ataque impide que los ingleses puedan socorrer a los prusianos, que están luchando en otra batalla. Este otro choque se está desarrollando en Ligny, y las fuerzas francesas están comandadas personalmente por el emperador. En esa localidad se encuentra el grueso del ejército de Blücher, que Napoleón quiere destrozar para después concentrarse en los ingleses. Tiene 20.000 soldados menos (60.000 frente a 80.000) y también menos cañones, pero confía en que la posterior llegada de Ney, conforme a sus planes matutinos, le permita ganar la batalla.
El cansancio y la falta de coordinación impiden a los galos perseguir y aniquilar a los huidos
Hacia el mediodía la lucha se intensifica, y los franceses asaltan las líneas fortificadas prusianas, aunque son repetidamente rechazados. Pero la posición prusiana tiene un problema: todas las reservas de su ejército ubicadas en la retaguardia están sobre una meseta con una suave pendiente ascendente, que las hace perfectamente visibles a los ojos de Napoleón y, lo peor, vulnerables a su artillería. Por la tarde, viendo que Ney, entretenido en Quatre-Bras, no llega en su ayuda, y tras machacar con su eficiente artillería las posiciones enemigas, Bonaparte lanza a su Guardia Imperial, que ataca con determinación y desborda al enemigo.
En un desesperado intento por salvar la situación, Blücher monta a caballo y organiza un temerario contraataque con sus reservas de jinetes, pero su corcel cae muerto y solo de milagro salva la vida. Los prusianos se retiran en desorden. Sin embargo, el cansancio y la falta de coordinación impiden a los galos perseguir y aniquilar a los huidos. Estos han sufrido unas 20.000 bajas entre muertos, heridos y desertores, por unos 12.000 de los franceses. Napoleón ha vencido, pero no ha sido una victoria decisiva. No ha borrado del mapa al ejército prusiano, como era su intención.
Los derrotados se reorganizaron al día siguiente y retrocedieron hacia el norte, hasta un punto en que se podían poner más fácilmente en contacto con los ingleses de Wellington. En realidad, Bonaparte pensaba que les había infligido mayores pérdidas de las que sufrieron. Creyó que, por tanto, se habían retirado hacia el este, hacia sus fronteras, y que quedaban casi descartados.
Las vísperas de Waterloo
Por la mañana del 17 de junio Napoleón duda sobre a qué ejército atacar, si al inglés o al prusiano, pero permanece inactivo, lo que aprovecha para dar descanso a sus hombres y esperar las noticias de Ney. Cuando las recibe, ordena a este que ataque sin demora e impida el repliegue de los ingleses de Quatre-Bras, pero el mariscal no lo hace. Permite a los británicos retirarse con calma y desplegarse tranquilamente en Waterloo.
Bonaparte no ordena la persecución de los prusianos, a pesar de la sugerencia de sus subordinados, y decide permanecer estáticamente en Ligny. Muchos historiadores militares se han extrañado ante esa especie de letargo que se apoderó del emperador esa mañana, perdiendo un tiempo precioso, unas siete horas, antes de emprender la marcha. No hay explicación, pero todos coinciden en que fue lo que permitió a Wellington desplegarse en Waterloo con toda comodidad.
Mientras tanto, a primera hora de la mañana, el duque inglés se pone en contacto con Blücher y le comunica que ha decidido retirarse hacia el norte, hacia Waterloo, en donde hay unas elevaciones de terreno que puede aprovechar para esperar a los franceses, aunque para ello necesita contar con el apoyo de los prusianos. En caso de que estos no puedan prestar ayuda, el duque manifiesta que se habría de retirar a Bruselas, unos 15 km por detrás de Waterloo. El Estado Mayor de Blücher responde que prestarán ayuda a pesar de haber sido derrotados el día antes, por lo que el general británico se repliega al punto acordado.
A media mañana, tras recibir las informaciones sobre la retirada aliada, Napoleón ordena que varias unidades persigan a los prusianos para impedirles su unión con los ingleses, mientras él, con el grueso del ejército galo, se dirige a batir a Wellington. Pero, ante la tardanza en emprender la persecución, las fuerzas enviadas tras los vencidos el día anterior no los encuentran ni saben adónde se han dirigido. Creyendo que Blücher ha ido hacia el este (y no hacia el norte, como había hecho), la caballería francesa se alejará demasiado de Napoleón en una persecución inútil.
El general prusiano anuncia que con el resto de su ejército atacará el flanco derecho del ejército napoleónico
Por la tarde una furiosa tormenta deja impracticables los caminos y empapados a los hombres, por lo que el repliegue de los aliados y la persecución de los franceses se realizan en unas condiciones muy difíciles. Al anochecer los ingleses ya están acampados y desplegados a la espera de la batalla que se ha de desarrollar al día siguiente. Para satisfacción de Wellington, recibe un mensaje de Blücher en que le confirma dos cuerpos de ejército para primeras horas de la mañana. El general prusiano anuncia que con el resto de su ejército atacará el flanco derecho del ejército napoleónico.
Diferente es el caso de los franceses, que, debido a lo tarde que partieron el día anterior, van llegando al campo de batalla de Waterloo a lo largo de toda la noche e incluso de madrugada, sin tener tiempo suficiente para descansar. Lo cierto es que muchas unidades llegan agotadas y, lo peor, dejando atrás los servicios de intendencia, por lo que tienen que vivaquear sobre el barro, sin fuego, calados hasta los huesos y sin probar apenas bocado.
Al amanecer del domingo 18 los dos ejércitos están preparados. Wellington dispone de 67.000 hombres, entre británicos (sólo 24.000), alemanes, belgas y holandeses, de los que 12.000 son jinetes, y 156 cañones. Sus posiciones descansan sobre unas suaves lomas que le sitúan 40 o 50 metros sobre la explanada por la que se extiende el ejército francés. Delante de sus líneas ha fortificado varias granjas que los galos tendrán que asaltar antes de atacar sus posiciones.
Pero la verdadera ventaja es que tras la cresta de las colinas, donde están las líneas defensivas, hay una meseta con suave pendiente hacia abajo, que permite que sus reservas queden a salvo de los observadores franceses y de su artillería. Además, con ello aparenta tener menos hombres de los que tiene. Su idea es muy sencilla: esperar el ataque de Napoleón, desgastarle y resistir hasta que lleguen los refuerzos prusianos.
El emperador, por su parte, sabe que tiene que asumir la iniciativa. No atacar es dar tiempo a sumar más fuerzas enemigas, aunque está seguro (equivocadamente) de que los prusianos no pueden entrar en batalla tras el descalabro de dos días antes, y desconoce lo cerca que se encuentran. Sin embargo, no puede atacar hasta que las tropas que han llegado de madrugada descansen un poco y el terreno se seque lo suficiente como para permitir el avance de hombres, caballos y cañones.
Años más tarde, en Santa Elena, maldecirá la tormenta de aquella noche. Le impidió atacar al alba, lo que, posiblemente, le habría dado el tiempo necesario para vencer a los ingleses antes de que llegasen los prusianos. Su ejército lo forman 74.000 soldados, de los que 16.000 son de caballería, y 256 cañones. Y todo está a la vista de Wellington.
La idea de Bonaparte es atacar frontalmente, confiando en la pericia y el valor de su infantería. Pero hay un problema: en ninguna de sus anteriores batallas ha tenido que actuar en un frente tan reducido (solo cinco kilómetros), lo que dificulta mucho su movilidad. Sin duda, el escenario del choque ha sido bien elegido por Wellington. Sus generales veteranos de la guerra en España le advierten del riesgo y de lo bien entrenados que están los británicos, pero él insiste en que Wellington es un mal general y en que la infantería inglesa no es rival. En unas horas saldrá de su error.
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