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Foto del escritorAndrés Cifuentes

Del poder a la irrelevancia: la caída de Godoy

El favorito de Carlos IV y de María Luisa de Parma siempre ha sido polémico. Para unos, Godoy fue un arribista sin escrúpulos. Otros, en cambio, han destacado su visión política.

Manuel Godoy retratado como vencedor de la guerra de las Naranjas, por Goya

Escondida en un rincón del cementerio parisino del Père Lachaise, cubierta por la maleza, una lápida reza en castellano: “Don Manuel Godoy, príncipe de la Paz, duque de Alcudia, nació en Badajoz a 12 de mayo de 1767. Falleció en París a 4 de octubre de 1851”. Es la sepultura del que fuera todopoderoso valido en la España de Carlos IV. Un destino que nadie hubiese previsto para aquel joven extremeño llegado a Madrid a los diecisiete años con el propósito de ingresar en los guardias de corps. Por entonces, Manuel Godoy no era más que uno de los muchos jóvenes de provincias de familia hidalga y no muy amplia fortuna que buscaban en el ejército la ocasión de medrar. A Manuel, en concreto, le habían abierto camino sus hermanos mayores. José, que ocupaba el cargo de cadete en el regimiento de la Princesa, y sobre todo Luis, que servía en los guardias de corps.

Tal vez este dato fuera el único que permitía augurar al joven un buen futuro en la milicia. De todos era sabido que Luis gozaba de la simpatía de los entonces príncipes de Asturias, Carlos y María Luisa, y cabía, por tanto, la posibilidad de que al menor de los Godoy se le buscara un buen destino.

En la ficha de ingreso en la milicia se le describía como “ágil y bien formado, ancho de espalda y pecho, musculatura de adecuado desarrollo”. ¿Fue su apostura lo que llevó a la princesa de Asturias a fijarse en él, o su arrojo y buena disposición lo que llamó la atención del príncipe Carlos? Posiblemente una acertada combinación de todo ello, que un hecho fortuito contribuyó a poner en evidencia.

Una caída casual cambió el rumbo de la vida de Manuel Godoy. Fue el 12 de septiembre de 1788, mientras acompañaba al séquito del futuro Carlos IV y de su esposa María Luisa de Parma en el camino de La Granja a Segovia. Manuel cayó del caballo y, pese a lesionarse en una pierna, dominó al animal, volvió a montarlo y continuó cabalgando. Al día siguiente, y con el pretexto de interesarse por su salud, los príncipes le llamaron a sus aposentos.

Unas semanas después Manuel Godoy era un habitual de las tertulias que allí se celebraban, en las que se conversaba, se escuchaba música y, sobre todo, se cimentaba el futuro de la Corona. La confianza de los reyes se tradujo enseguida en ascensos para el extremeño, a pesar de su inexperiencia militar. Mientras tanto, más allá de los Pirineos soplaban vientos de revolución.

En 1789 una rebelión popular había puesto fin al absolutismo monárquico. El nuevo régimen, defensor de los principios de igualdad, libertad y fraternidad, alertó a todas las casas reinantes del continente. El responsable del gobierno español, conde de Floridablanca, ordenó el cierre de fronteras ante el avance de las ideas revolucionarias. Ningún libro o folleto procedente de Francia debía entrar en el país.


El joven Godoy como guardia de corps, pintado por Francisco Folch de Cardona

Por su parte, Luis XVI, convertido en monarca constitucional contra su voluntad, fue detenido cuando intentaba escapar al extranjero en 1792. Desde entonces su cabeza pendía de un hilo . En su afán por salvar de la ejecución al soberano galo, Carlos IV sustituyó al frente del gobierno a Floridablanca por el rival de este, el conde de Aranda, partidario de seguir una política más conciliatoria con los franceses. Pero la posición de Aranda se deterioró y pocos meses después fue destituido.

La muerte en la guillotina de Luis XVI en enero de 1793 liberó a Carlos IV de toda consideración hacia los revolucionarios, y la subsiguiente ruptura de relaciones entre Francia e Inglaterra hizo renacer la esperanza de un ataque general a la Revolución por parte de las monarquías europeas.

De este modo, mientras se ponía fin al sistema de los pactos de familia borbónicos que había determinado la política exterior durante el siglo XVIII, España entablaba conversaciones con Inglaterra, su tradicional enemiga. A comienzos de febrero la guerra estaba decidida.

En tales circunstancias, ¿a quién podían recurrir Carlos IV y María Luisa como hombre de confianza? Fue entonces cuando surgió la alternativa de Godoy. Él no pertenecía a ninguna facción de palacio ni tenía un pasado político. Era un “hombre nuevo”, identificado plenamente con los intereses de los monarcas.

El propio Godoy, en sus Memorias, dio esta versión de los hechos: “No fue culpa ni ambición de parte mía que se hubiese propuesto y quisiese Carlos IV tener un hombre de quien fiarse como hechura propia suya, cuyo interés personal fuese el suyo [...], libre de influencias y relaciones anteriores”.

Godoy era un hombre ambicioso, posiblemente más de poder que de dinero –si bien es cierto que durante su carrera acumuló una considerable fortuna–, y sus aspiraciones se vieron satisfechas. Entre 1788 y 1795, el extremeño recorrió el mismo camino en que otros empleaban toda una vida. Los nombramientos se sucedieron: cargos políticos y títulos nobiliarios y militares acabaron por llevarle a la cabeza del Consejo de Estado. En esa misma época, en 1792, el rey le otorgó el palacio del marqués de Grimaldi , del que se han hallado restos en la actualidad. En su nueva e imponente residencia, Godoy acumularía una selecta colección de arte. Entre sus tesoros se contaban obras como La Venus del espejo de Velázquez o las “majas” de Goya .

Un seductor nato

La fulgurante ascensión del favorito suscitó todo tipo de comentarios y recelos. No pertenecía a una familia aristocrática ni poseía un largo historial de servicios a la Corona. En la España de la época, cumplir al menos uno de estos requisitos resultaba fundamental para ocupar un cargo importante. ¿Cómo explicar el encumbramiento de Godoy?

Está demostrada la fascinación que el favorito despertó en la reina. No es difícil creer que la buena presencia del guardia de corps sedujera a una María Luisa de 37 años carente de atractivos físicos, casada con un hombre que no demostraba interés más que por la caza o la relojería y a la que se tenía por frívola y ligera de costumbres.

El argumento que con mayor frecuencia se esgrime para sostener la teoría del adulterio son las cartas que diariamente cruzaron Godoy y la reina. Si bien en ellas la soberana hace confidencias tan privadas como aludir a su propia menstruación, lo cierto es que no contienen ni una sola línea que demuestre de forma irrefutable una relación pasional.

Otros autores, más osados, apuntan que el encanto de Manuel sedujo por igual a ambos consortes. Nada es imposible. De que existió entre los tres una unión firme no hay duda. Es más, si no lo demostrara la carrera hacia el poder del guardia de corps, lo haría la amistad de que hicieron gala, compartiendo un exilio no tan dorado como podía presumirse.

Lo cierto es que se conjugaron una serie de factores que favorecieron la ambición del extremeño. A la capacidad de Godoy para ganarse la confianza de ambos soberanos y a la existencia de un factor amoroso (físico o platónico), se sumó el apoyo de un amplio sector de la sociedad española, que exigía firmeza contra la Francia revolucionaria.


Retrato de Manuel Godoy en 1790 que se conserva en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando

En 1793, Godoy declaró la guerra a la República Francesa. Nada hacía pensar que, poco después, tras el curso desfavorable del conflicto, firmaría con Francia el tratado de Basilea. Esta rúbrica le acarreó un nuevo título, el de príncipe de la Paz, y, como tal, el tratamiento de alteza real, reservado para los miembros de la familia real. Una familia de la que él también formaría parte, al contraer matrimonio con María Teresa de Borbón y Vallabriga, condesa de Chinchón y sobrina de Carlos IV.

La paz de Basilea también conllevó un total replanteamiento de la política exterior, que en 1796 concluyó con el primer tratado de San Ildefonso. Este acuerdo establecía la alianza hispano-francesa y Napoleón lo renovó en 1800. Para el emperador galo, el apoyo de la marina de guerra española resultaba vital en su lucha a muerte contra Inglaterra, en la que se jugaba la supremacía en el continente.

A partir de entonces, la política de Godoy, supeditada a los intereses napoleónicos en la península, se convirtió en una sucesión imparable de fracasos. Su mayor exponente fue el descalabro de la armada hispano-francesa en Trafalgar (1805), que consagró a la flota británica como hegemónica en el Atlántico.

La guerra contra los ingleses interrumpió el comercio español con las colonias americanas, provocando así una fuerte crisis económica. ¿Fue responsable el príncipe de la Paz de estos desastres?

La mayor parte de los historiadores coinciden en que Godoy no estaba a la altura de los grandes estadistas del momento, como el inglés Pitt o el francés Talleyrand. Sin embargo, al extremeño no le faltaba capacidad de trabajo ni cierta visión política. Simpatizante de corrientes culturales progresistas, como la de los ilustrados, frenó la censura efectuada por el tribunal de la Inquisición e impulsó la construcción de obras públicas y la creación de instituciones culturales y benéficas. Pero el acercamiento a los sectores más progresistas se truncó en 1798.

Ese año Godoy fue destituido. Francia, al no considerarle un aliado fiable, había presionado a Carlos IV para que le apartase del poder. Sin embargo, el príncipe de la Paz conservaba la confianza de los reyes, por lo que recuperó las riendas del gobierno dos años después, en 1800. De nuevo al frente del Estado, buscó aliados en los que apoyarse. Ya no podía contar con los ilustrados, a los que había decepcionado con el corto alcance de sus reformas.

Entonces intentó aproximarse a los sectores más conservadores de la sociedad. Pero los mismos que le habían aplaudido como militar capacitado y enérgico defensor de la monarquía pasaron a ser sus mayores detractores. Pueblo y nobles, al considerarle el prototipo de cortesano venal, le volvieron la espalda y pusieron sus ojos en el príncipe Fernando . En el entorno del entonces príncipe de Asturias se movía un grupo compacto de incondicionales, el partido fernandino.

Alentado por su esposa, María Antonia de Nápoles, y por el que fuera su preceptor, el canónigo Escoiquiz, Fernando profesaba un odio visceral hacia el valido, al que acusaba de pretender usurpar los derechos que por nacimiento correspondían al heredero.

Los bandos enfrentados tenían un punto en común: las negociaciones con Napoleón, que jugaba al mismo tiempo con los dos para conseguir sus propios fines.


Caída y prisión del príncipe de la Paz: 19 de marzo en Aranjuez

En 1807, Godoy llegó a un acuerdo con el emperador francés para invadir Portugal, un tradicional aliado de Inglaterra que se negaba a cerrar sus puertos al comercio británico, de acuerdo con el “bloqueo continental” impuesto por el Gran Corso.

En virtud del tratado de Fontainebleau, España y Francia decidieron dividir en tres partes el reino lusitano. La del sur pasaría a manos de Godoy, que se convertiría en príncipe de los Algarves. Para ejecutar el plan previsto, las tropas napoleónicas comenzaron a entrar en la península.

Los partidarios del príncipe de Asturias aprovecharon la situación para difundir el rumor de que los franceses iban a derrocar a Godoy. En tal estado de cosas, el descubrimiento en El Escorial de un plan urdido por Fernando y su camarilla contra los monarcas y el valido sirvió de pretexto para destapar el odio de la corte hacia Godoy.

El rey ordenó detener a su hijo y le obligó a confesar su participación en el complot. El príncipe, haciendo gala de su mezquindad, delató a todos sus cómplices. Sin embargo, ante la opinión pública apareció como un mártir perseguido por el favorito envidioso.

El motín de Aranjuez

La carencia de respaldo que el príncipe de la Paz encontró en Napoleón pareció que le abría los ojos: Bonaparte quería apoderarse de España. Sin más apoyo que los monarcas, pretendió organizar la huida. Llevaría a los reyes a Andalucía, y tal vez después a las colonias americanas. Este sería el primer paso para organizar la resistencia a la invasión.

Pero Godoy no contaba con que el partido fernandino aprovecharía el encono popular para organizar un movimiento revolucionario –el motín de Aranjuez– con el propósito de derrocar a Carlos IV y elevar al trono a Fernando.

El proceso pasaba por acabar primero con su valido, y el 17 de marzo de 1808 se tomó al asalto la mansión que Godoy tenía en Aranjuez. Cuando la multitud llegó a las puertas del palacio del príncipe de la Paz, arrasó con cuanto encontró a su paso. No hallaron al valido, pero sí a su esposa, María Teresa de Borbón y Vallabriga, a la que liberaron por cuanto la consideraban su primera víctima (era de dominio público la relación que Godoy mantenía con Pepita Tudó desde antes de su matrimonio).

Temiendo por su vida, él se había escondido entre las alfombras del desván. No apareció hasta tres días más tarde, cuando la sed le obligó a abandonar su escondite y a ofrecer joyas y dinero a un soldado a cambio de agua. Conducido entonces ante el príncipe Fernando, entre los vituperios de la muchedumbre, este declaró que le perdonaba la vida mientras le anunciaba la celebración de un juicio justo. Poco después, asustado y solo, Carlos IV abdicó en su hijo.

A Godoy se le incautaron sus bienes y se le encarceló, primero en Pinto y luego en Villaviciosa de Odón. El juicio no llegó a celebrarse. En su lugar Europa contempló un gran guiñol que, con Napoleón como director de escena, recogió todos los registros escénicos desde la comedia al drama.

La entrada la dio Carlos IV cuando, tras su forzada abdicación, escribió a Napoleón suplicándole la intervención de Murat, general en jefe del ejército en España, a favor de Godoy: “Quieren matar al príncipe de la Paz –escribió–. Su único crimen es el de haberme sido leal toda su vida. Su muerte será la mía”. Y la reina añadió: “Que el gran duque obtenga del Emperador que nos den al Rey mi esposo, a mí y al príncipe de la Paz lo necesario para vivir los tres juntos en un lugar que convenga a nuestra salud sin autoridad ni intrigas”.


Pepita Tudó, amante de Godoy, retratada por José de Madrazo

Allí acaba la comedia y comienza el drama. Tras un sinfín de reproches, Fernando devolvió la Corona a su progenitor, que a su vez abdicó el 5 de mayo de 1808. Con su renuncia, Carlos IV reconocía a Napoleón como el único capaz de mantener el orden en la península. Solo le imponía tres condiciones para disponer del trono español: garantizar la integridad territorial del país, asegurar su independencia y mantener el culto católico. A cambio de la renuncia de sus derechos, Carlos recibió los castillos de Compiègne y Chambord, una dotación anual de seis millones de francos y la promesa de que al valido le serían restituidas sus posesiones.

La aventura del exilio

Se iniciaba así el largo exilio, mientras Fernando VII, reconocido rey por una parte de los españoles, permanecía retenido en Valençay y José Bonaparte intentaba gobernar desde el trono en que le había instaurado su hermano.

Compiègne fue la primera etapa del curioso trío de exiliados, acompañados por una numerosa corte en la que se incluía a la amante oficial del valido, Pepita Tudó, a sus dos hijos y a la hija habida de su matrimonio con la condesa de Chinchón.

Pero las penalidades no tardaron en aparecer. Las asignaciones económicas eran escasas para mantener la farsa cortesana, y el grupo recorrió itinerante diversas poblaciones francesas ante el recelo de Napoleón y sin encontrar un lugar donde asentarse. En Marsella, las penurias económicas fueron tan acuciantes que los reyes se vieron obligados a empeñar objetos de plata y joyas, mientras Godoy pedía empréstitos a parientes y conocidos.

Por fin, buscando la protección del Vaticano y de los Borbones italianos, en octubre de 1812 se instalaron en Roma. Primero lo hicieron en Villa Borghese; luego, en el palacio Barberini. A los reyes se les destinó la primera planta, mientras el valido y su familia habitaban los bajos.

La situación económica era cada vez más delicada. Los préstamos se sucedían unos a otros. Por Roma circuló el rumor del extraordinario valor de las joyas de la reina de España, y el príncipe Torlonia fue el primero en ofrecer a Carlos IV una importante suma, contando con que, ante la imposibilidad de devolvérsela, el ya anciano monarca saldara la deuda con las alhajas.

Pero, llegado el momento, se puso en evidencia que María Luisa había instituido como legatario universal a Godoy. Fue en 1819, la reina María Luisa enfermó gravemente. Lo que pareció una indisposición sin importancia acabó en pocos días con su vida. El desenlace fue tan inesperado que Carlos IV, que había viajado a Nápoles, no pudo acudir a su lado. Quien, sin embargo, no se separó de la cabecera de la enferma fue Godoy.

La reina de Etruria escribió a su hermano Fernando VII en estos términos: “Cuando yo vi que la cosa iba mal, digo la verdad que dije que era hora de quitarle de su lado a Manuel, que no la ha dejado ni siquiera un momento, y de hacer entrar a los curas [...]. Siento en el alma que papá no se haya hallado aquí, pues mamá preguntaba por Su Majestad; el día antes de morir me llamó a su cama y me dijo: ‘Que voy a morir; yo te recomiendo a Manuel; puedes tenerlo y estar segura de que no puedes tener una persona más afecta a ti y a tu hermano’”.

En correspondencia, el extremeño escribió a Pepita Tudó: “Ya no existe mi protectora. Murió Su Majestad la reina”. En agradecimiento por una amistad de tantos años, María Luisa le nombró heredero universal, aunque su marido aún vivía.

Godoy todavía se quedaría más solo. Diecisiete días después, Carlos IV siguió a su mujer a la tumba. Y lo que es peor, desde España, Fernando VII iba a emplear todos los recursos posibles –espías, litigios, degradaciones...– para acabar con el valido.

La tragedia del ocaso

Fernando VII no cejó hasta desposeer a Godoy de sus títulos de nobleza. Ello y un litigio por las joyas de la reina acabaron con la tranquilidad vivida en el palacio Barberini. A la escasez financiera se sumaron las desgracias personales. En 1828 murió la condesa de Chinchón, la esposa lejana, y poco después Luis, uno de los hijos habidos con Pepita Tudó. La relación con quien durante tantos años había sido amante fiel y compañera de infortunio también se deterioró.


El príncipe de la Paz retratado por Agustín Esteve

Al enviudar, Pepita Tudó le exigió su derecho a convertirse en su esposa; pero cuando contrajeron matrimonio la relación acabó. Pepita ansiaba triunfar en los salones. Donde había reinado como concubina quería dominar como esposa. El hogar de los Godoy se convirtió en una fiesta continua, en un derroche sin sentido. La bancarrota fue prácticamente inevitable. La solución al desastre económico pareció venir de París, cuando el rey Luis Felipe les ofreció una pensión vitalicia de 5.000 francos anuales.


Godoy se instaló con su familia en la capital francesa en 1832. Pero en su casa del bulevar Beaumarchais Pepita continuó su carrera por lograr su reconocimiento en sociedad y, pese a la escasez de fondos, organizó recepciones, dio suntuosos bailes y contrajo deudas. Las disputas se sucedieron hasta que ella decidió marchar a Madrid para no regresar.


Entretanto, en París, Godoy mantuvo sus modales pulcros y su simpatía habitual. De escasa vida social, contaba con pocos amigos. Solo el coronel Holland, antiguo combatiente en la guerra de España, y un oficial francés, el coronel d’Esménard.


De Madrid iba a llegarle la última gran alegría de su vida. En 1843, un Godoy decrépito recibió una visita inesperada: se trataba del escritor Ramón Mesonero Romanos, quien escuchó sus quejas y se escandalizó al conocer la realidad en la que vivía el antiguo príncipe de la Paz. De regreso a la corte española, Mesonero consiguió que Isabel II firmara el 30 de abril de 1844 un decreto por el que se le devolvían sus antiguos bienes.


No fue fácil. Los tribunales escucharon el recurso presentado por Pepita Tudó y, en espera de sentencia, se confiscó la fortuna. En compensación se le devolvieron a Godoy sus antiguos títulos y se reconoció su graduación militar. De modo paralelo, su hija Carlota, princesa Rúspoli, le concedió una pensión de 12.000 duros anuales.


Posiblemente, en estos últimos años, rehabilitado a ojos de sus contemporáneos, Manuel Godoy consideró la posibilidad de regresar a España. Pero la lucidez que pocas veces le abandonó le hizo comprender que ya no era más que un extranjero en su tierra. Afincado definitivamente en Francia, aún le quedó tiempo para ver la revolución de 1848 y a un nuevo Bonaparte en el poder, Luis Napoleón.


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