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Foto del escritorAndrés Cifuentes

Carlos María Isidro de Borbón (1788-1855)


El infante don Carlos María Isidro de Borbón (1788-1855) ha pasado a la Historia como el primer pretendiente carlista al Trono de España.


Nació en el Real Sitio de Aranjuez el 29 de marzo de 1788, siendo hijo del rey Carlos IV y de la reina María Luisa de Borbón. Fue bautizado por el patriarca de Indias, ante la satisfacción de su padrino, el rey Carlos III, muy preocupado por la falta de infantes varones, nacidos en España, en el matrimonio de los, entonces, Príncipes de Asturias. Durante su infancia compartió clases y juegos con su hermano el infante don Fernando, cimentando una amistad y fidelidad que tan sólo se resentiría, en la madurez, por cuestiones sucesorias.


Entre sus maestros destacaron los padres Fernando y Felipe Scio de las Escuelas Pías; el pintor Antonio Carnicero; Cristóbal Bencomo, director de la Escuela de Pajes; el brigadier Vicente Maturana; Isidoro Antillón, catedrático del Seminario de Nobles de Madrid y futuro diputado liberal en las Cortes de Cádiz. Fruto de una educación aristocrática y muy religiosa sería el futuro desarrollo de la personalidad de don Carlos: profundamente católico, imbuido de un sentido providencial de la Monarquía y de sus derechos dinásticos. Asimismo, las consecuencias de la Revolución francesa de 1789 le hicieron contrarrevolucionario y enemigo de todo aquello que, como el liberalismo, tuviera alguna conexión con ese hecho que provocó desastres militares, ataques a la Iglesia e invasiones extranjeras en su país.


Durante los convulsos inicios del siglo XIX, don Carlos se mantuvo en un discreto segundo plano dentro de los avatares de la Familia Real. Su nombre no fue citado en ningún momento en el proceso abierto tras la conspiración palatina de El Escorial (1807), ni parece que formara parte del partido fernandino, pues nunca fue arrestado ni encerrado en sus habitaciones palatinas, aunque no simpatizara con el valido Manuel Godoy. Tras los sucesos de Aranjuez, se convirtió en el principal confidente familiar y leal infante de Fernando VII, al que acompañó a Bayona a entrevistarse con Napoleón Bonaparte. Forzado por las circunstancias, pese a sus quejas -y continuando la aceptación de la solución menos violenta para los españoles- firmó la renuncia a sus derechos dinásticos, imitando a su hermano y padre en mayo de 1808.


Junto a Fernando y su tío, el anciano infante don Antonio de Borbón, comenzó su exilio en el castillo de Valençay. Tras la incautación de todos sus bienes por el gobierno de José I, el 1 de mayo de 1809, los prisioneros reales no contaron sino con las comodidades que su anfitrión quiso otorgarles. El carácter tímido, silencioso y serio de don Carlos se reforzó durante esos años, al estar constantemente sometido al espionaje y delación por la servidumbre que le rodeaba, concentrándose en sus actividades religiosas, la lectura y el mantenimiento de un estilo de vida propio de la Corte española.


Napoleón debilitó sus recursos y ordenó aislar más a sus prisioneros, reduciendo el número de asistentes españoles, pero, tras las desastrosas campañas militares de 1813, tuvo que aceptar el retorno de Fernando VII al Trono español. El 26 de marzo del siguiente año, don Carlos atravesó la frontera hispanofrancesa por el Fluviá, dos días más tarde que su hermano, al estar retenido como rehén en Perpignan hasta que las últimas tropas napoleónicas abandonaran España.


En consonancia con sus experiencias pasadas y su opinión política, don Carlos apoyó a su hermano Fernando cuando decidió abolir la obra liberal de las Cortes de Cádiz y retornar a la Monarquía de Antiguo Régimen tal y como se encontraba en 1808. El rey comenzó a concederle honores y cargos, conforme a su rango, pero también ciertas responsabilidades políticas, al contrario que sus antecesores que se habían mostrado muy recelosos, en este sentido, con sus posibles herederos.


Don Carlos fue nombrado generalísimo de los ejércitos, coronel de la brigada real de carabineros, hermano mayor de la Maestranza de Ronda, gran prior de la orden de San Juan de Jerusalén… y tuvo que dirigir el Palacio Real y el control de la capital durante las ausencias cortesanas del monarca, así como presidir el Consejo de Estado y el Consejo de Guerra, siendo igualmente presidente de la Junta Suprema de Caballería, lo cual le puso en contacto con la élite política y militar durante más de quince años. De esa manera despertó adhesiones y rechazos que se manifestarían durante la Primera Guerra Carlista. En 1816 contrajo matrimonio con la infanta portuguesa María Francisca de Braganza con la cual tuvo tres hijos varones: Carlos, Fernando y Juan, asegurando la sucesión al Trono ante la ausencia de herederos directos del rey.


De la actuación política de don Carlos siempre estuvo informado Fernando VII o bien por sus confidentes, o por su propio hermano que, en ausencia del monarca, le escribió diariamente explicando sus opiniones o actividades. Pronto la élite fernandina se dividió en dos grupos, uno reformista y partidario de ciertos cambios políticos y económicos para lograr sacar a España de la crisis general en la que se encontraba -triste herencia de la invasión francesa (1808-1814)- y otro sector, ultrarrealista, decididamente contrario a cualquier mutación que se inspirara en principios liberales y tardoilustrados.


A los miembros de este último les pareció que don Carlos comulgaba con sus ideales, por su defensa de la Monarquía pura, la tradición y costumbres seculares, la defensa del papel activo de la Iglesia en la vida diaria y sus opiniones contrarrevolucionarias, sobre todo en temas como la reforma de la Hacienda, las amnistías políticas y la rebelión de los virreinatos americanos. En 1820 se produjo un golpe de Estado militar que facilitó la restauración del sistema liberal gaditano: don Carlos, pese a su repulsa, aceptó el cambio imitando a su hermano Fernando VII, al menos hasta que éste comenzó a distanciarse del Gobierno constitucional y comenzó a preparar su caída y retorno a la plena soberanía regia, lo cual se produjo en 1823, exiliándose numerosos liberales.


En la última década del reinado fernandino, la popularidad de don Carlos aumentó entre el sector político ultrarrealista -enemigo hasta de los más moderados planes del Gobierno para sacar al país del colapso económico- y entre las instituciones navarras y vascas por su defensa de las singularidades forales en el Consejo de Estado. Por el contrario, el sector más moderado del absolutismo y el liberalismo le observaron como un obstáculo para sus planes tendentes a conseguir, tras la muerte de Fernando VII, un régimen político moderadamente reformista y liberal, siguiendo el ejemplo de las monarquías templadas de Francia, Baviera y Piamonte.


Era el heredero y nada parecía obstaculizar su llegada al Trono. Sin embargo, la rebelión de los malcontens en Cataluña –donde gritaron vivas a favor de don Carlos como rey- y ciertos resquemores de Fernando VII, comenzaron a debilitar sus lazos, de tal manera que sus familias comenzaron a distanciarse en la vida cortesana, la cual alcanzó un punto de tensión con el cuarto matrimonio del monarca con la princesa María Cristina de Borbón en 1829.


Los políticos afrancesados y moderados convencieron al monarca para que aceptara un cuarto matrimonio con la esperanza de que su prole alejara a don Carlos de la Corona. Fernando VII aceptó la sugerencia, deseoso de tener descendencia directa. En marzo de 1830, en pleno embarazo de su consorte, el rey publicó la Pragmática Sanción en que haciéndose eco de la petición formulada a su padre por las Cortes de 1789, se cambiaba la ley de sucesión semisálica, hasta entonces vigente, y se retornaba a la ley de las Partidas de Alfonso X de Castilla.


La Pragmática Sanción otorgaba prioridad sobre su tío a las hijas que pudieran tener los monarcas, por lo que el infante don Carlos se alejaba del Trono. Nació una niña, la futura Isabel II, pero la cuestión aún podía resolverse por sí misma, pues nada impedía que la reina quedara encinta nuevamente, como así ocurrió, pero su fruto fue una segunda infanta, Luisa Fernanda, en 1832. A partir de entonces, a nadie se le ocultó el hecho de que cada candidato al Trono se había convertido en la bandera de una determinada opción política.


En septiembre de 1832, durante el descanso de la Corte en La Granja, Fernando VII cayó gravemente enfermo. Los ministros consultaron con el infante don Carlos si estaba dispuesto a aceptar la subida al Trono de su sobrina, y ante su clara negativa, hicieron ver a la pareja real el peligro de que estallase una sangrienta guerra civil, pues los ultrarrealistas apoyaban claramente la sucesión masculina, los cuales todavía controlaban importantes resortes del Estado. Con el consentimiento de María Cristina, el rey derogó la Pragmática Sanción. Sin embargo, tras un restablecimiento parcial, Fernando VII optó por destituir al anterior Ministerio, formando otro compuesto por moderados defensores de la sucesión femenina y encargó a su esposa que se hiciese provisionalmente cargo del Gobierno.


Los Sucesos de La Granja demostraron la nula calidad de los apoyos cortesanos y gubernamentales a la opción carlista. A partir de octubre, las nuevas autoridades se entregaron de inmediato a una intensa labor destinada a depurar la administración civil y militar de todo posible sospechoso de carlismo. En Palacio, la reina –ante los rumores de posibles sublevaciones y conspiraciones ultrarrealistas o carlistas- estudió la posibilidad de detener a su cuñado, proyecto que fue desechado por influencia del ministro moderado José de Cafranga, que consideró más interesante alejar a la familia de don Carlos de los centros de poder. Al pretender desterrar a la infanta María Teresa, cuñada de don Carlos, en marzo de 1833, se logró que el pretendiente y su familia le acompañaran a Portugal, a un discreto exilio.


Paralelamente a las maniobras de los isabelinos, los partidarios del infante don Carlos se dedicaron a organizar una amplia red conspiratoria cuyo propósito era propiciar un levantamiento general a la muerte del monarca, pues don Carlos desautorizó cualquier intento que pudiera tener lugar en vida de su hermano. Así, el último año del reinado de Fernando VII fue una frenética carrera contra reloj entre isabelinos y carlistas para organizar el inevitable conflicto. En octubre, la reina María Cristina firmó una amnistía que suponía la vuelta de los emigrados liberales, gesto que no fue gratuito, pues los partidarios de la reina esperaron que apoyasen al nuevo régimen, y si fuera necesario, con las armas en la mano.


Durante los siguientes meses, los dos hermanos se cruzaron numerosas cartas, en las que mientras el monarca le solicitaba el reconocimiento de su hija como heredera del Trono, el infante se negaba a ello y a trasladarse a los Estados Pontificios, tal y como le solicitaba Fernando VII. Portugal, en esos momentos, ardía en una guerra civil muy semejante a la que se pronosticaba para España, entre realistas y liberales, y el Gobierno de Madrid consideró un hecho muy peligroso que don Carlos lograra el apoyo de los absolutistas portugueses. Pero, pese a las presiones diplomáticas y las cartas personales, el infante y su familia obtuvieron la protección del monarca luso Miguel I. Entonces, el Gobierno español optó por intentar conseguir el respaldo de sus homólogos francés y británico.


El 29 de septiembre tuvo lugar la anunciada muerte de Fernando VII. Don Carlos se proclamó sucesor legítimo, pero el Gobierno de Madrid sólo reconoció la sucesión de Isabel II. Desmantelada en la mayor parte de España la trama organizada por la Junta carlista de Madrid, el alzamiento militar a favor del Pretendiente que debía estallar en toda la Península sólo revistió importancia donde sus ramificaciones aún no habían sido desmanteladas por la policía: la Rioja, Castilla la Vieja, Navarra y el País Vasco. En estas últimas regiones, la existencia de un régimen foral había dificultado enormemente la sustitución de las autoridades civiles, muchas de las cuales fueron partidarias del infante: comenzaba así la Primera Guerra Carlista (1833-1840).


Aislado por la situación de guerra civil en Portugal, don Carlos y su familia no pudieron trasladarse a los territorios del norte de España que le reclamaban como legítimo soberano. Al año siguiente, las tropas realistas portuguesas fueron derrotadas por las liberales, pero el pretendiente y su séquito lograron salir de la Península con la ayuda de la flota británica que les trasladó a Portsmouth el 16 de junio de 1834. El Gobierno inglés intentó que, a cambio de una pensión, renunciara a sus derechos pero don Carlos se negó, trasladó a su familia a Londres y comenzó a preparar su clandestina vuelta a España.


El 1 de julio, con ayuda del Barón de los Valles, se afeitó el bigote, se tiñó el pelo y se dirigió hacia Francia, donde logró pasar desapercibido, entrando por la frontera de los Pirineos ocho días más tarde. A pesar de que Madrid intentó minimizar la importancia de su entrada, poniéndose al frente de sus leales, señalando que «sólo era un faccioso más», el Trono de Isabel II se tambaleó. A partir de entonces, el carlismo no pudo ser presentado como un conjunto de partidas guerrilleras rebeldes sino como una opción dinástica e ideológica, por lo que comenzó el traslado a los territorios norteños de algunos generales de Fernando VII, consejeros de Estado, magistrados y empleados de la Administración civil. Austria y Prusia comenzaron a apoyar económicamente al Estado carlista que, lentamente, comenzó a formarse, fundamentalmente, en las provincias vascas, Navarra y alguna zona de La Rioja, mientras se prendían otros focos de insurrección en Cataluña, Aragón y el Maestrazgo.


Entre 1834 y 1835, la iniciativa militar isabelina fue derrotada, pero el principal general de don Carlos, Tomás de Zumalacárregui, murió durante el fallido sitio de Bilbao. A partir de entonces, los carlistas tomaron la iniciativa, apoyados por su rey, formando expediciones militares con el objetivo de sublevar otros territorios: la expedición de Guergué en Cataluña (1835), la famosa del general Gómez por las dos Castillas y Andalucía (1836), y la definitiva Expedición Real (1837), considerada el auge y el ocaso de don Carlos. El pretendiente se presentó ante las mismas puertas de Madrid con su ejército, con la esperanza de que la reina regente le reconociera como soberano, bastante asustada por la revolución liberal exaltada de ese año.


Pero el plan fracasó y la imagen política de don Carlos comenzó a declinar entre sus partidarios. Aún resistiría su causa tres años más, contrayendo matrimonio –tras el fallecimiento de su primera esposa- con su cuñada, la infanta María Teresa, conocida como la princesa de Beira. Negociaciones secretas del general Maroto condujeron a las tropas carlistas del Norte a la rendición ante las isabelinas, cruzando la familia real legitimista la frontera francesa, instalándose en Bourges, bajo la vigilancia del rey Luis Felipe de Orleans.


El 18 de mayo de 1845, el pretendiente Carlos V de Borbón abdicó en su hijo, Carlos VI, conde de Montemolín, para no ser un obstáculo en el posible matrimonio de Isabel II con su primo, plan que defendieron algunos de sus partidarios como solución política, a semejanza del enlace de los Reyes Católicos en el siglo XV. Sin embargo, el triunfante liberalismo español se negó a esa posibilidad, estallando al poco tiempo la Segunda Guerra Carlista (1846-1849), nuevamente fatal para las armas carlistas.


En los últimos años de su vida, don Carlos y su familia se trasladaron a Génova y a Trieste, bajo la protección del Imperio Austríaco. El pretendiente falleció el 10 de marzo de 1855, siendo enterrado en la catedral de esa ciudad adriática que, con el paso del tiempo, acogería los restos de sus descendientes, convirtiéndose en El Escorial legitimista.


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