Isabel de Farnesio, reina de España, segunda esposa de Felipe V de Borbón y madre de Carlos III, fue una de las mujeres más notables del siglo XVIII. Tras la caída de los Austrias y el afianzamiento de los Borbones, a comienzos de siglo, se abrió una época conflictiva para España, de pérdidas y recuperaciones, de derrumbe y renacimiento, que estuvo signada por su influencia y su ambición. Isabel de Farnesio significó el fin del influjo predominante de Francia en el reino y su suplantación por los intereses italianos.
Acontecimientos importantes en la vida de Isabel de Farnesio
1692 Nace en Parma. 1714 Boda por poderes con Felipe V de Borbón y posterior coronación como reina de España. 1746 Muerte de Felipe V. Sucesión de Fernando VI, hijastro de Isabel, y Bárbara de Braganza. Retiro en San Ildefonso. 1759 Breve regencia de Isabel entre el deceso de Fernando VI y la asunción de Carlos III, su primogénito. 1766 Isabel de Farnesio muere en Aranjuez.
Fin de la influencia Francesa en España
El fin de la guerra de Sucesión, que afianzó en el trono español a los Borbones, y el fallecimiento de la reina María Luisa Gabriela de Saboya cerraron el primer período del reinado de Felipe V. Hasta entonces el monarca español había sido poco más que un virrey de su abuelo, el absolutista Luis XIV, quien, valiéndose de sus fieles colaboradores en la corte castellana, fiscalizó cada uno de sus movimientos. En este sentido, y pese a la energía demostrada por su esposa, puede decirse que durante esa primera fase quien en verdad reinó desde la sombra fue la princesa de los Ursinos, el instrumento más fuerte del Rey Sol.
Pero, en febrero de 1714, la repentina viudez de Felipe sería el factor desencadenante que iba a alterar la situación de modo definitivo. Fue sin duda la avidez de poder de consejeros y cortesanos la que precipitó el acuerdo matrimonial que habría de poner fin a la dilatada influencia francesa, barriendo con las pretensiones de casi todos aquellos que veían en la unión un nuevo medio de afirmarse. La ceguera de la princesa de los Ursinos y la visión del conde Alberoni jugaron los papeles decisivos de esta historia cuya principal protagonista fue Isabel de Farnesio, la segunda reina borbónica de España y una de las mujeres más notables del siglo XVIII.
La segunda reina, Isabel de Farnesio
Originaria de Orvieto, la familia Farnese dio a Europa gobernadores, capitanes, un papa y varios duques de Parma. Nacida en esa ciudad en 1692, Isabel era hija del duque Eduardo III y de Dorotea Sofía, duquesa de Baviera. Educada en una habitación apartada del palacio ducal bajo la constante vigilancia de una madre estricta y autoritaria, prácticamente no conoció el mundo exterior hasta su mayoría de edad. Poseía, no obstante, cierto aire mundano. Imperiosa y altanera por naturaleza, su mejor don lo constituía el saber refrenar esa arrogancia siempre que lo deseara, revistiendo de gracia y simpatía su carácter dominante y violento. De espíritu cultivado, su gran afición a las bellas artes no sólo la inclinó a pintar, sino que desarrolló en ella un elevado criterio estético que se manifestaba incluso en la elección de su attrezzo, el cual realzaba de forma notable un físico más bien insignificante. Conocía la historia y la política con mayor profundidad que las mujeres de su época y hablaba con fluidez varios idiomas. Esa preparación cultural, su aplomo y su encanto fueron las armas de su seducción: el mejor medio de alimentar una ambición ilimitada.
Julio Alberoni, aliado de Isabel de Farnesio
Para reinar en España sólo necesitó la mediación de Julio Alberoni, uno de los personajes más extraños de la corte de Felipe V y tan codicioso como ella. Hijo de un jardinero de Plasencia, había llegado a la península como una especie de bufón del duque de Vendóme durante la guerra de Sucesión y adquirió cierta popularidad por ser un especialista en bromas de estilo picaresco.
Era, además, un excelente cocinero. Al morir su señor, se dio maña para ser nombrado delegado del duque de Parma en Madrid. Poco después, cuando enviudó el rey, vio ante sí la oportunidad de su vida: si conseguía casar a Felipe V con la hija del duque parmesano, su futuro quedaría asegurado. Y el tiempo se encargó de demostrar que, además de cocinero y bufón, Alberoni poseía otras aptitudes, pues fue un hábil estadista y llegó a convertirse en cardenal. Pero en aquel momento, para lograr sus fines, debía convencer a la persona con mayor ascendiente sobre el monarca, y ésta no era otra que la temible princesa de los Ursinos.
Princesa de los Ursinos
Ya septuagenaria, la princesa de los Ursinos mantenía el mismo ímpetu demostrado a lo largo de su existencia y que la había convertido en una de las figuras más extraordinarias del escenario de la época. Enviada por Luis XIV en 1701 para controlar a los jóvenes monarcas recién casados —Felipe y María Luisa tenían entonces diecisiete y catorce años—, fue ella quien indirectamente gobernó, ejerciendo un influjo casi total sobre la pareja. Su nombre era en realidad Anne Marie de la Trémouille y había nacido en París en 1642.
Primogénita del duque de Noirmontiers, contrajo matrimonio a los diecisiete años con el príncipe de Chaláis, quien fue expulsado por el Rey Sol a causa de su participación en un duelo. Refugiados primero en Madrid y más tarde en Roma, la princesa, ya viuda, se volvió a casar a los treinta y tres años con Flavio Orsini, duque de Bracciano, convirtiendo desde ese momento al palacio de los Orsini en el centro de la influencia francesa en Italia. Pronto enviudó de nuevo y conservó el apellido de su marido, pero cambiándose el título por el de princesa, y continuó dedicándose cada vez más intensamente a la política. Reanudó su vieja amistad con la marquesa de Maintenon, la esposa de Luis XIV, y llegó a tener tanto poder que por su influencia y sus intrigas fueron relevados de sus cargos embajadores y cardenales. Cuando llegó a la corte española castellanizó su nombre, del mismo modo que Farnese devino Farnesio.
Elección de Isabel de Farnesio como reina de España
Alberoni sabía que la princesa deseaba para el rey una muchacha noble, joven y dócil que le permitiera seguir ejerciendo sin trabas su acostumbrada influencia, y logró convencerla de que Isabel era la indicada, pues además de reunir esas condiciones, su modestia y desinterés resultaban alarmantes. El astuto italiano, por lo tanto, pronunció las palabras exactas que la princesa quería oír. El enlace se efectuó por poderes, en Parma, el 16 de setiembre, y antes de finalizar 1714 la nueva reina ya estaba en su trono. Isabel tenía en ese momento veintidós años. Después de haberla conocido en su palacio, en un alto en el viaje camino de Madrid, el príncipe de Mónaco, en una carta dirigida al marqués de Torcy, la describía así: «De mediana altura y cuerpo bien formado, tiene el rostro alargado con algunas señales de viruela y también pequeñas cicatrices, pero todo esto no la afea. Sus ojos son azules y, aunque no muy grandes, son muy vivaces y expresivos. La boca, que es muy grande, deja ver unos dientes admirables, pues sonríe con frecuencia. Su voz es encantadora y su conversación muy amena. Es amable y cordial. Le gusta mucho la música, canta y pinta bastante bien, monta a caballo y es aficionada a la caza. El español es la única lengua que no domina. Milanesa de corazón y florentina de inteligencia, posee una gran entereza de carácter».
Fin de la influencia de la Princesa de los Ursinos
Después de una nueva escala en Pau, donde la esperaba su tía, la viuda del rey Carlos II, llegó por fin a Jadraque algunas horas más tarde de lo previsto. Esta demora enfureció a la princesa de los Ursinos, quien a modo de saludo le lanzó una reprimenda y criticó con desprecio su figura. Isabel, por toda respuesta, llamó a Alberoni y le ordenó con energía que se llevara de allí a «esa loca que ha osado insultarme»; Alberoni le obedeció y la princesa acabó siendo arrestada, pasando él a ocupar su lugar. Cuando Felipe se enteró del incidente, tomó partido por su esposa y la inteligente princesa debió partir hacia el exilio, derrotada por una muchacha «dócil» y el hijo de un jardinero, poniendo fin a su carrera.
Inicio de la influencia de Isabel de Farnesio
Vencida ya la que habría sido su máxima amenaza, el siguiente paso de la reina fue dominar a su esposo, y no tardó en conseguirlo, aunque en este caso utilizó la seducción. Comenzó por secundar dócilmente cada acto del rey hasta ganar su admiración y su confianza, y una vez lo obtuvo no le fue difícil imponerle sus criterios. Los anales de la corte son elocuentes al respecto: Isabel acompañaba a Felipe en sus cacerías, vestida con traje masculino, suscitando el asombro del rey ante su estilo y su puntería. Otras veces animaba a las tropas, presentándose igualmente vestida con ropajes de caballero, montada a caballo y portando dos pistolas, dando muestras de un coraje inusitado en una mujer. Con estas acciones desafiaba a la opinión pública pero lograba el entusiasmo de su esposo. La influencia francesa iba decayendo paulatinamente, y aunque en algunos aspectos ya arraigados en las costumbres continuaba manifestándose, en otros era sustituida por la italiana, y en ello la propia reina y el conde Alberoni eran los principales inspiradores. No obstante, cuando hicieron construir el palacio de San Ildefonso se tomó como modelo el de Versalles. Y ésta pasó a convertirse en la residencia favorita de los reyes. Pero puede decirse que España se emancipó por completo del influjo francés al morir Luis XIV, el 1 de septiembre de 1715.
El reino filial
La política de Isabel de Farnesio estuvo encauzada, desde antes incluso del nacimiento de sus siete hijos, a asegurar a éstos una futura corona. El trono español correspondería, a la acaso prematura muerte de Felipe V, a los hijos habidos de su primer matrimonio. Este fue el motivo que alimentó, de una parte, su desmedida ambición, y de otra, tal vez, la manifiesta animadversión que sentía por sus tres hijastros. El más pequeño de ellos, Felipe Pedro, murió antes de cumplir siete años, en 1719; pero Luis y Fernando seguían siendo los legítimos herederos de su esposo. Con la ayuda, pues, primero de sus ministros italianos Giudice y Alberoni, y, una vez destituido éste, con la del todavía más ambicioso barón de Ripperdá, canalizó todas sus energías en lograr sus objetivos. Si bien su empresa fue coronada por el éxito, puede inferirse que no contribuyó en nada al engrandecimiento de España, de lo que se descuidó notablemente su política interior. El conde Alberoni, por su parte, aunque sí cooperó en ello mediante varios proyectos de gran importancia para la península, se excedió en sus competencias, y esa extralimitación le valió, al primer fracaso —a causa de sus intrigas nació la Cuádruple Alianza entre Inglaterra, el emperador, Francia y Holanda contra España—, su inmediato destierro.
Gobierno en la sombra de Isabel de Farnesio
Isabel, entretanto, a medida que la conocida melancolía del rey iba degenerando en locura, adquiría cada vez mayor poder, hasta que fue únicamente ella quien dirigió el gobierno. Y lo hizo resuelta pero discretamente. De puertas adentro secundó a su esposo en las extravagancias más descabelladas, aun cuando hubo de cambiar sus propios hábitos. Frente a los demás —sus súbditos incluidos cortesanos y ministros, extranjeros, sus familiares— mantuvo siempre la finta de normalidad que correspondía a dos monarcas al frente de un Estado, disimulando el desequilibrio del rey y, en lo posible, procurando aparecer neutral. Lo cierto es que cuando en enero de 1724 Felipe decidió abdicar en favor de su hijo Luis, ella no pudo disuadirlo a pesar de su dominio. Pero aun este suceso contrario a sus designios acabaría por serle favorable y a muy corto plazo, ya que Luis I falleció ese mismo año y Felipe, a pesar de su negativa, fue prácticamente obligado por ella a ocupar de nuevo el trono, y de este modo Isabel continuó reinando, de hecho, hasta la muerte de su marido, veinte años después. Para entonces había visto ya cristalizarse la mayoría de sus sueños.
Tratados para favorecer a los hijos de Isabel de Farnesio
En 1725 se firmó el Tratado de Viena, gestionado por Ripperdá, que confirmaba la investidura de su primogénito Carlos —nacido en 1716— para los títulos de los ducados italianos de Parma y Plasencia, primer resultado positivo de su política revisionista. Y aunque Francia, Inglaterra, Holanda y Prusia, respetando el Tratado de Utrecht, firman aquel mismo año en Hannover un pacto de oposición, acabarían reconociendo, mediante el Tratado de Sevilla de 1729, el derecho de su hijo.
Dos años más tarde también el emperador acepta la política española y Carlos toma posesión de sus ducados. Pronto, la intervención en la guerra de Sucesión de Polonia le permitió a éste ocupar el trono de Nápoles (1734). Asimismo, la incursión en la contienda sucesoria austríaca (1740-1748) devolvería los ducados italianos a su dominio, en virtud del Acuerdo de Aquisgrán, por el que su segundo hijo, Felipe (1720), tomaba posesión de los mismos.
Sus otros hijos, excepto Francisco (1717), que falleció al poco de nacer, disfrutaron igualmente de otros tronos: María Ana Victoria (1718) fue reina de Portugal; María Teresa (1726), casada con el delfín Luis, lo fue de Francia; Luis Antonio (1727) fue arzobispo de Toledo y primado de España, y únicamente la menor de sus hijas, María Antonia, moriría soltera (1729-1785).
Isabel de Farnesio. Recuperado de Historia de España. https://historiaespana.es/biografia/isabel-de-farnesio.
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