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Foto del escritorAndrés Cifuentes

El sangriento día que España se enfrentó al imperio del Sol Naciente

En 1582 tuvieron lugar una serie de batallas entre la Armada Española de Filipinas, al mando del capitán Juan Pablo de Carrión, y piratas japoneses liderados por Tay Fusa: Los combates de Cagayán


Españoles y samuráis se enfrentaron en una dura batalla cerca de Cagayán, río que da nombre a una región en las costas de Luzón. (Grabado japonés 1857)

El norte del archipiélago filipino en el siglo XVI, era una extensión de los dominios del infierno. Como bandadas de carroñeros con carta blanca, flotas de piratas chinos y japoneses, asolaban las costas de este archipiélago descubierto para España por Magallanes en los albores del siglo XVI.


Desde las islas meridionales del Mar de la China, Hainan y la actual Taiwán, o desde la sureña isla japonesa de Okinawa, hordas de estos aguerridos oportunistas abonados a la violencia más extrema, tan habitantes del mar como una formación de coral o un pez abisal, caían sobre las norteñas regiones de este archipiélago con una cadencia regular y predecible, salvo en la temporada de tifones, en la que afortunadamente para los locales rebanaban cuellos en otras latitudes. Las cabañas avícola y porcina locales se volatilizaban, al igual que los lugareños, que si no conseguían esconderse a tiempo en la frondosa selva local, era vendidos como esclavos en la multitud de mercados dispuestos a tal efecto a lo largo de la costa oeste del Asia meridional. Nada ni nadie, podía con estos pueblos del mar, que literalmente vivían en sampanes y juncos, impregnados en sal y tiznados por un sol implacable.


Los llamados “wako” eran una amalgama de delincuentes y exiliados japoneses, que por esas extrañas alianzas del azar habían formado una join venture con chinos y coreanos y todos juntos y en unión, se habían aliado para “afanar” todo lo que estuviera a su alcance. Pobremente equipados y con embarcaciones inapropiadas para largas singladuras, no suponían problema alguno para una fuerza organizada, y eran presa fácil para los barcos europeos artillados. Ahora bien, otra cosa era cuando había que enfrentarlos en tierra.


Quiso el destino, que por aquellas procelosas aguas de la isla de Luzón, la más norteña y expuesta a los ataques de estos granujas, apareciera una flota de navíos españoles. Era el año 1580 (año de la unión de España y Portugal bajo el mandato de Felipe II) cuando el gobernador español en Filipinas, Gonzalo de Ronquillo, tuvo noticias de que un fuerte contingente de piratas japoneses estaban saqueando a los indígenas que estaban bajo la protección administrativa española en el Cagayan, un balcón marítimo de la provincia de Luzón.

Nada ni nadie podía con estos pueblos del mar que, literalmente, vivían en sampanes y juncos, impregnados en sal y tiznados por un sol implacable

En aquel entonces, no más de quinientos españoles conformaban toda la tropa de la que el imperio se servía para el control del archipiélago filipino, si bien hay que considerar el apoyo de los aliados a veces, enemigos otras, indígenas Tagalos; que según les diera el aire ora confraternizaban, ora te hacían una avería importante. Ronquillo tuvo que echar mano de lo más granado que tenía, un contingente expedicionario de no más de cincuenta infantes de marina de los Tercios de la Armada española. Apercibidos estos, fueron enviados sin más dilación al encuentro de estos molestos y crueles piratas, que para sorpresa de los peninsulares, no eran ni más ni menos que los temibles samuráis conocidos como Ronin, o lo que es lo mismo, samuráis sin señor. Entre ellos, también había algunos Ashigaru, samuráis venidos de las clases “no-nobles” o exilados de las cruentas guerras intestinas a las que estaban tan acostumbrados en su Japón natal.


Tras avistar una gran embarcación japonesa que había masacrado a la población local, constituida básicamente por pescadores, el capitán Carrión, que era el oficial que estaba al frente de esta expedición, trabó combate cerca del cabo Bogador. Destacada la Capitana, acortó distancias para interceptarla. La diferencia entre ambos bandos era más que notable. La desproporción numérica perjudicaba seriamente a los españoles que en una relación de uno contra diez tendrían como único argumento su superior tecnología armamentística. Pero esta no parecía ser suficiente.


Se armaron los cañones de la crujía y los falconetes en cubierta. Tras una breve oración los hombres se cubrieron con todo el metal a su alcance. Abordado el junco, le fueron lanzadas unas ráfagas de metralla que destrozaron el casco por la amura de babor y dejaron la cubierta como una alfombra o, dicho con más propiedad, como una pista de patinaje habida cuenta de los estragos causados por la artillería española antes del abordaje. Dado que el bordo de la nave española era más alto que la de los piratas, el asalto se antojaba fácil en principio. Pero a pesar de la masacre inicial, los nipones no estaban derrotados ni mucho menos.


Probablemente, por primera vez en la historia, dos escuelas de esgrima antagónicas se enfrentaron a muerte en la cubierta de aquella embarcación mientras ambos barcos, iban a la deriva empujados por una suave brisa en medio de un griterío infernal. La técnica de las dos espadas toledanas que introdujeron los tercios en sus batalla seuropeas se mostraba más eficaz que la ágil katana, pues su acero era infinitamente inferior en calidad. También había que considerar la enorme protección brindada por el exoesqueleto metálico de los peninsulares frente a la muy ligera dada por los petos –más ornamentales que otra cosa– de los japoneses.

En una relación de uno contra diez, los españoles tendría como único argumento: su superior tecnología armamentística

Tras ventilar esta primera escaramuza no sin dificultades, a pesar de la escabechina infligida a los orientales, Carrión continuó remontando el río Grande de Cagayán dándose de bruces con una veintena de sampanes a los que pillaron in fraganti con las manos en la masa. Estaban saqueando a destajo una pequeña ciudad y causando una matanza gratuita ante gentes indefensas del todo. Abriéndose paso con las culebrinas y arcabuces, tras un combate muy trabado, habían facilitado el tránsito a mejor vida a más de doscientos japoneses.


Tras esta segunda somanta, los piratas de Okinawa reflexionando sobre los escarmientos recibidos y al parecer no satisfechos con los correctivos aplicados anteriormente, decidieron plantar cara de nuevo –sería la última vez–, en la larga playa de Birakaya a los cuarenta infantes restantes del Tercio del Mar.


Difícilmente se puede analizar esta sucesión de escaramuzas a las que se enfrentaban con regularidad los tercios en Filipinas y calificarlos de batalla o batallas, pero si se pueden englobar por su clara localización y por su acción sostenida en el distrito de Cagayan en un frente como tal. Lo cierto, es que erosionaban constantemente a las guarniciones locales, mermándolas por goteo.


Aun hoy, sin determinar con exactitud, se cree que Carrión y sus hombres se enzarzaron en esta cristalina playa desde el alba temprana hasta transcurridas cerca de cuatro horas de combate de una intensidad extraordinaria. Esta escaramuza en particular fue especialmente cruenta por lo desequilibrado y descompensado en el número de combatientes. Cerca de seiscientos nipones se abalanzaron como una horda hacia la posición española sin poder penetrar el cerrado grupo de alabarderos. Mientras estos contenían a los enfurecidos orientales, los arcabuceros disparaban sin compasión con una cadencia letal. Finalmente, el inevitable cuerpo a cuerpo llegaría y la esgrima occidental se impondría. La matanza posterior fue antológica.

Habían facilitado el tránsito a mejor vida a más de doscientos japoneses

Tras esta confrontación, la cabal idea de darse a la fugase impuso entre los atizados samuráis, que desordenadamente se volvieron hacia el mar abierto sin mirar atrás, pues el pavor infundido por los Wo–cou o peces lagarto (pues así llamaban a los españoles), creó precedente entre sus pares, que no volverían a pisar las Filipinas para los restos hasta la Segunda Guerra Mundial. Los indígenas locales, los Tagalos, respirarían aliviados. El halo de invencibilidad de los samuráis, había quedado en entredicho.


Estas escaramuzas a día de hoy son el único testimonio debidamente documentado de un enfrentamiento armado entre europeos y samuráis, aunque a veces cierto tipo de cine nos haga creer lo contrario.



España mantuvo las Filipinas hasta el cese de hostilidades con los EEUU, allá por 1898, en la que el episodio de la heroica resistencia de Baler, acaparó la atención de la prensa internacional durante cerca de un año. A nivel local, el eco de los también llamados “últimos de Filipinas”, serviría para poner sordina a la muy evitable pérdida de vidas humanas españolas y a la posterior sangría económica, de la tristemente recordada como Guerra de Cuba.


España, suma y sigue.


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