EL CONQUISTADOR DE ITALIA
Hijo del papa Alejandro VI, fue nombrado arzobispo y luego cardenal con apenas veinte años. Pero su verdadera vocación era la guerra, y con la ayuda de su padre intentó crear un Estado propio en el centro de Italia, sirviéndose de la fuerza y del engaño
En la noche del 24 de junio de 1502, dos hombres son conducidos por los pasillos del palacio ducal de Urbino. No han tenido tiempo de recuperar aún el aliento después de un largo viaje desde Florencia, cuando su anfitrión ya ordena que sean llevados a su presencia. El edificio está casi desierto. El ruido de las puertas que se abren y cierran a su paso es el único compañero en la oscuridad que los rodea. Finalmente, el prudente obispo Soderini y el astuto embajador Maquiavelo llegan al salón donde les espera el nuevo señor de la ciudad. La luz tenue de una vela ilumina ligeramente la prominente figura de su anfitrión, aquel que tiene en vilo a toda Italia y «temblando en cuerpo y alma» a Florencia. Por fin tienen delante al temible César Borgia.
Este señor es realmente espléndido y magnífico, y en la guerra no hay empresa grande que a él no le parezca pequeña
Después del encuentro, en una carta a la Signoria de Florencia, Maquiavelo confesó la fuerte impresión que le había causado Borgia: «Este señor es realmente espléndido y magnífico, y en la guerra no hay empresa grande que a él no le parezca pequeña; en la búsqueda de gloria y territorio es incansable y no conoce el miedo ni la fatiga. Todo esto hace que sea victorioso y temible, sobre todo en vista de su constante buena fortuna». Años después, César será el modelo escogido por Maquiavelo para su célebre libro, El Príncipe, en el que Borgia aparece como alguien «capaz de conseguir todo lo que se proponga» y hacerlo a cualquier precio; siempre, eso sí, que la buena fortuna lo acompañe.
La oportunidad llegó en 1499, cuando un ejército francés, comandado por el propio rey Luis XII, cruzó los Alpes y conquistó el ducado de Milán, reivindicado por el monarca galo como herencia familiar. César Borgia, que había acudido a la corte de Francia al frente de una fastuosa embajada papal, participó con sus tropas en esa campaña. Sin embargo, tenía en mente sus propias ambiciones.
Tras la caída de Milán, el Valentino (llamado así por el título de duque de Valentinois que le concedió Luis XII) enfiló hacia Roma con 6.000 soldados, 1.800 jinetes y un equipo de artillería de asedio en el que destacaban los temibles cañones franceses, de gran calibre. En su camino por la vía Emilia, que atraviesa la Romaña, César atacó de improviso y conquistó Imola y Forlì, gobernadas por la astuta Caterina Sforza, muy debilitada por la reciente expulsión de Milán de su tío Ludovico. Era el principio de su conquista de la Romaña.
En mayo de 1501, el papa Alejandro VI concedía a César el título de duque de la Romaña «en su propio nombre»
Unos meses después, en otoño de 1500, César Borgia ya tenía preparadas sus huestes para una segunda campaña que consolidara su dominio en la región. Acompañado por algunos condotieros o señores de la guerra –como los hermanos Orsini, Liverotto da Fermo o Vitellozzo Vitelli–, Borgia salió de Roma en octubre al mando de un poderoso ejército.
Pesaro y Faenza cayeron sin ofrecer apenas resistencia, mientras Bolonia y Florencia fueron igualmente asediadas, pero no tomadas pues estaban bajo la protección de Francia. El Valentino tenía ahora a casi toda la Romaña bajo su control. En mayo de 1501, el papa Alejandro VI concedía a César el título de duque de la Romaña «en su propio nombre», convirtiendo de un plumazo ese territorio en patrimonio hereditario de la familia Borgia.
LA BUENA ESTRELLA DEL VALENTINO
Faltaba, sin embargo, consolidar del todo el dominio sobre la Romaña, y para ello en junio de 1502 César emprendió una nueva expedición desde Roma. Al pasar cerca de Urbino mandó una carta al duque de esta ciudad, Guidobaldo de Montefeltro, a fin de que le permitiera atravesar sus dominios y le enviara también tropas para capturar una pequeña población en la zona. El mensaje disipó los temores de Guidobaldo, que le devolvió la cortesía y se marchó por la noche a una reunión con sus amigos en el campo próximo a Urbino. El duque de Urbino, un hombre de 30 años, enfermizo y sin experiencia militar, había mordido el anzuelo.
César Borgia cambió su ruta de improviso y dirigió sus fuerzas a la desprotegida Urbino, ciudad que tomó sin apenas resistencia, para entregarla luego al saqueo de sus soldados. La República florentina también se había sentido amenazada por el avance de César Borgia, y fue por ello por lo que envió a su encuentro a los embajadores Soderini y Maquiavelo. Nada más llegar a Urbino, pocos días después de la caída de la ciudad, recibieron del victorioso príncipe una nítida advertencia: «Si no me queréis como amigo, me tendréis como enemigo».
Lo ocurrido a Guidobaldo, un príncipe de ilustre linaje, causó alarma y escándalo en las cortes italianas. Las ambiciones de César parecían no tener límite y nadie podía fiarse de su palabra. Incluso los comandantes del Valentino empezaron a preocuparse por ellos mismos. Temían que sus dominios fueran el siguiente plato en el ambicioso proyecto de César, y por ello decidieron adelantarse.
En septiembre de ese mismo año se celebró una reunión a escondidas en el castillo de la Magione, cerca de Perugia, en la que participaron los condotieros Liverotto, Vitelli y Orsini junto con representantes de los señores de Bolonia, Perugia y Siena: respectivamente, Gianpaolo Baglioni, Giovanni Bentivoglio y Pandolfo Petrucci. Los ánimos estaban caldeados y algunos juraron que estaban dispuestos a matar a César en cuanto tuvieran ocasión. Unos días después acordaron invadir la Romaña y acabar de una vez con el Valentino.
Gracias a su red de espías sabía de la conspiración desde hacía meses y se dispuso a desbaratarla
La posición de éste parecía desesperada. Su lugarteniente don Michele (el más temible de sus esbirros, con innumerables homicidios a sus espaldas) fue derrotado en Calmazzo y él mismo estaba acorralado en Imola, a punto de caer en manos de sus enemigos. Pero Borgia en ningún momento perdió la calma. Gracias a su red de espías sabía de la conspiración desde hacía meses y se dispuso a desbaratarla mediante sus características argucias. Estableció correspondencia con algunos conspiradores, al objeto de dividirlos, al tiempo que se procuraba el apoyo de Luis XII. Sus maniobras dieron resultado, y sus enemigos, presa de la desconfianza mutua, buscaron uno tras otro reconciliarse con el duque.
César coronó su obra con la acción quizá más famosa de su carrera. Mostrando aparente magnanimidad, convocó a Vitelli, Liverotto y los hermanos Orsini ante la pequeña población de Senigallia, al objeto de tomar posesión de su castillo. Cuando se encontraron, Borgia se adelantó y abrazó como si fueran hermanos a aquellos que tres meses antes habían tramado su muerte. El único que faltaba era Liverotto, pero César mandó a un mensajero para que corriera a su encuentro. Borgia quería que entraran todos juntos en la villa, con todos los honores, para celebrar su reconciliación. Así lo hicieron, precedidos por la caballería pesada y los soldados suizos y gascones.
A pesar de que los condotieros deseaban retirarse a descansar, César les pidió cordialmente que le acompañaran al palacio señorial, pues deseaba discutir con ellos la futura estrategia. Al poco de empezar la reunión, César se ausentó un momento pretextando una «necesidad de la naturaleza». Apenas salió, una nube de hombres armados se abalanzó sobre los invitados y los arrestó a todos. A continuación, las tropas de Borgia desarmaron a los seguidores de Liverotto y sometieron el pueblo a un horrible saqueo. Maquiavelo, testigo de los hechos, escribió esa noche: «En mi opinión, mañana por la mañana estos prisioneros no estarán vivos». En efecto, pese a sus lloros y gritos, Liverotto y Vitelli fueron ejecutados mediante el garrote, al modo español. César había culminado su venganza.
Città di Castello, Fermo y Perugia, las ciudades de los señores apresados, se rindieron enseguida a Borgia, quien pocos días después emprendió el camino hacia Roma barruntando planes de futuro cada vez más grandiosos. «Lo que ha pasado hasta ahora no es nada comparado con lo que se planea para el futuro», confesó Alejandro VI al embajador veneciano Giustinian. Empezaba a vislumbrarse el verdadero objetivo de César, la incorporación del trono de San Pedro al patrimonio de los Borgia. Para ello, el duque necesitaba garantizarse aliados en Roma, pues el papa Borgia estaba enfermo y podía morir de un momento a otro.
LA FORTUNA LE DA LA ESPALDA
«Borgia se deja llevar por la confianza imprudente que tiene en sí mismo, hasta el punto de creer que las promesas de otros son más fiables que las suyas propias»
César lo tenía todo preparado, o eso creía. Lo que no pudo prever es que a la muerte de Alejandro VI, el 18 agosto de 1503, él también estaría postrado en cama, aquejado de los mismos dolores que habían llevado a su padre a la tumba. Sus enemigos aprovecharon la situación para atacarlo y en unos días, de su ducado romañés, tan sólo conservaba Cesena, Faenza e Imola. Agotado y desorientado, César respaldó el nombramiento de Giuliano della Rovere como papa Julio II a cambio de la promesa de mantener el mando de las fuerzas papales y sus posesiones en la Romaña.
Fue un error fatal, y Maquiavelo se dio cuenta enseguida: «Borgia se deja llevar por la confianza imprudente que tiene en sí mismo, hasta el punto de creer que las promesas de otros son más fiables que las suyas propias». En efecto, Julio II no tardó en despojarlo de la Romaña y ordenar su detención. César consiguió huir a Nápoles y luego a Navarra, pero el ansiado proyecto de un reino para los Borgia había fracasado. La buena fortuna había abandonado a César Borgia definitivamente.
Fuente: historia.nationalgeographic
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