Hace 100 años un socialista renegado fundaba junto a un poeta uno de los movimientos políticos más importantes del siglo XX: se llamaban Benito Mussolini y Filippo Tommasso Marinetti
Ese 23 de marzo de 1919 era domingo, el peor día para fundar el futuro. El aire de la jornada respiraba fracaso. Desde principios de mes 'Il Popolo d’Italia' anunciaba una reunión en Milán para fundar el antipartido. Las primeras adhesiones llegaron desde Génova, donde varias asociaciones relacionadas con los combatientes de la Gran Guerra apoyaron la idea.
El 21 de marzo nació 'Il Fascio di combattimento' de la capital lombarda, el primigenio. Dos jornada más tarde la decepción se palpaba en los rostros de los pocos presentes. Imaginemos a trescientos hombres desplazándose a un escenario imprevisto porque el lugar inicial, el Teatro dal Verme, era un pantalón demasiado holgado para un cuerpo tan pequeño.
Caminaron seiscientos metros y llegaron a la piazza di San Sepolcro, aposentándose en la sala de reuniones del Círculo de la Alianza Industrial. Entre los presentes figuraban apellidos ilustres. Enzo Agnelli abrió la sesión. Le sucedieron en la palabra dos bisagras con mimbres para volar más allá de esas horas. Ambos resumen la génesis y las coordenadas del Fascismo. Se llamaban Benito Mussolini y Filippo Tommasso Marinetti.
Marinetti (Alejandria, 1876- Bellagio, 1944) era uno de tantos hijos rebotados de su tiempo. Diplomado en París siguió la estela decadentista de Gabriele d’Annunzio, diferenciándose del vate por su gusto por lo grotesco. Tras cultivar una poesía acorde con los epígonos del Simbolismo, dio una vuelta de tuerca a su trayectoria e inventó su particular caída del caballo, datándola en Milán en 1908, cuando para evitar una colisión con dos ciclistas casi se mata con su automóvil. En vez de renegar de los peligros modernos los encumbró hasta apropiárselos mediante la publicación en Le Figaro del Manifiesto Futurista. Apareció, según las malas lenguas por un amigo del padre con acciones en el prestigioso periódico, en primera página, y desgranaba una serie de ideas absolutamente rupturistas que constituyen una de las semillas esenciales del Fascismo. Entre estos postulados cabe remarcar la glorificación de la guerra como única higiene del mundo, quemar los museos, exaltar la belleza de la velocidad, amar la lucha por encima de todas las cosas y adorar la agresividad, la rebeldía y la astucia como axiomas para acabar con el cementerio de antiguallas italiano y europeo.
Las proclamas prosperaron en un arte notorio con exponentes del calibre de Russolo, Carrà, Boccioni y Giacomo Balla, apóstoles de una modernidad plasmada a través de la simultaneidad, odas a la ciudad contemporánea y arriesgados intentos plásticos de captar el dinamismo del presente. Marinetti se erigió en líder, publicó libros y cultivó la imagen para expandir la energía del movimiento. En algunas fotografías anuncia la mímica mussoliniana, ridícula para nosotros, efectista por aquel entonces. Reímos con esa vis performática y olvidamos su impacto para capitalizar emociones en las multitudes, voces anónimas ansiosas de una luz huérfana de entrada en el diccionario de 1914.
El socialista renegado
La historia es un monstruo con tendencia a esparcir caprichos. Baudelaire hablaba de dos derechos fundamentales. Contradecirse e irse. Mussolini siguió al poeta sin vacilaciones. En 1911 tenía 28 años, una existencia agitada entre exilios, amores, fracasos laborales y una militancia activa con ciertas dotes para la oratoria y el periodismo. Ese año Italia aprovechó la decadencia del Imperio Otomano para intentar cubrir su pésima situación en el reparto colonial. La víctima fue Libia. El 27 de septiembre Benito participó junto a Pietro Nenni en una manifestación contra ese acto imperialista. Fueron arrestados y compartieron celda en Bologna. Más tarde Nenni sería el gran símbolo del Partito Socialista Italiano y en 1963 ostentó la vicepresidencia del gobierno italiano tras pactar con la Democracia Cristiana.
La amistad entre estos opuestos puede entenderse desde el pacifismo imperante en la izquierda previa a la Primera Guerra Mundial. En 1912, tras presentar una moción para expulsar a militantes contrarios a la doctrina oficial, Mussolini entró en la dirección nacional de su formación y en noviembre del mismo año fue nombrado director del Avanti!, órgano oficial de la misma.
Durante su mandato el periódico creció en lectores y defendió líneas maximalistas. Aspiraba a destruir el sistema y cuando estalló la Guerra de 1914 se mostró contrario a la misma hasta la publicación de un artículo donde abogaba por pasar de una neutralidad absoluta a una activa y operante. Según sus premisas, los socialistas debían apoyar la guerra entre naciones porque, de este modo, el pueblo tendría armas para combatir el poder burgués. Al cabo de cuarenta y ocho horas de discusiones y discrepancias presentó la dimisión y en menos de un mes fundó un nuevo periódico: 'Il Popolo d’Italia'. Sus antiguos compañeros le acusaron de estar a suelo del gobierno francés, hecho demostrado a posteriori y notorio durante la ruptura por las fuentes de financiación del nuevo rotativo, entre las que figuraban socialistas y radicales galos, de Guesde a Caillaux, personalidades británicas como Samuel Hoare, magnates de la industria italiana y hasta antiguos ministros de la monarquía umbertiana.
Estos intereses de índole política y económica vieron en Mussolini una marioneta perfecta para sus objetivos belicistas. Italia entró en la guerra y así se añadió otro ingrediente básico para lo venidero. El nacionalismo juntó fuerzas con el populismo, propugnado desde una visión contraria opuesta al parlamento, calificado en las páginas del diario como un bubón pestífero a extirpar.
La época era propicia para los héroes y él quiso serlo en el campo de batalla, donde demostró frialdad y entusiasmo
La separación del socialismo supuso para Mussolini la oportunidad para forjar el embrión de su propio estereotipo. La época era propicia para los héroes y él quiso serlo en el campo de batalla, donde demostró frialdad y entusiasmo hasta ser ascendido a caporal. En febrero de 1917 fue herido en la región del Carso, conoció a Vittorio Emanuele II, con el que compartiría infinitas horas y múltiples desprecios durante su permanencia en el poder, e ingenió varias leyendas para afinar su mito. Según su relato rehusó la anestesia durante la extracción de esquirlas de su cuerpo y estuvo en el punto de mira del enemigo austrohúngaro, que incluso quiso asesinarlo en el hospital para acabar con tamaña amenaza.
Aprovechar el caos de la victoria
Como buen amante del lenguaje supo transformarlo para adaptarlo a sus fines. Volvió a la dirección del periódico y de socialista lo transformó en cotidiano para combatientes y productores. La revolución rusa le hizo albergar esperanzas de un viraje inédito y le proporcionó una lección histórica desde la debilidad del Estado ante el desmorone del orden de la Belle Époque. Sabía jugar sus cartas y desplazó la baraja hacia la idea de una Italia Unida para recuperar los territorios irredentos, de Trieste a Fiume, de Dalmacia a Saboya. Retomarlos para el país era un deber ineludible que daría otros bríos a la tradición desde la novedad.
La revolución rusa le hizo albergar esperanzas de un viraje inédito y le proporcionó una lección histórica desde la debilidad del Estado
La elaboración de este discurso alcanzó un primer punto álgido con el cese de hostilidades. Superado el derrotismo, noqueadas las tropas enemigas en otoño de 1918, Italia se sumió en el hito de una amarga victoria. En 1915 el Pacto de Londres le prometió grandes anexiones territoriales, pero el fin de la diplomacia secreta y la torpeza de los dignatarios transalpinos en Versalles dejó el acuerdo en agua de borrajas.
Esta incompetencia innata de los gobernantes se conjugó con una catastrófica situación económica con disminución de salarios, inflación galopante, aumento de la deuda pública, devaluación de la lira, empeoramiento de las condiciones de la clase trabajadora y un malestar colectivo que derivó en la ocupación de fábricas en el norte y parcelas de tierra en el sur, factores que más tarde serían clave para el apoyo de los poderes fácticos para con el emergente fascismo de los primeros años veinte. Antes, pero, este supo atraer hacia su órbita el descontento de los veteranos de guerra, hastiados por la nula atención recibida por parte de las instituciones. En realidad, factor poco aceptado en el imaginario europeo, el panorama era propio de una guerra civil encubierta, algo agravado por la retirada del Estado en sus atribuciones e idóneo desde el maniqueísmo para plantear una tabula rasa. El caos de la victoria creó una bomba lista para explotar con el Gatopardo de fondo. Más tarde el títere aprendió a mover los hilos, pero eso no podía presagiarse ese domingo de marzo milanés y el programa escrito durante esas horas sólo contenía destellos del mañana que conocemos.
El programa de San Sepolcro
Los congregados en esa insípida estancia no sabían nada del destino. Con los años se sintieron padres fundadores, camisas viejas y negras. En su manifiesto, reclamado en 1936 por el Partido Comunista, consideraban cuatro problemas a resolver. El primero era de orden político. Reclamaban sufragio universal incluso para las mujeres, rebajar la edad del votante a 18 años y la de elegibilidad de los diputados a 25, convocar una Asamblea Nacional para reformar el Estado, abolir el Senado y crear consejos nacionales técnicos del trabajo con capacidad legislativa y ministerial, claro preludio del corporativismo del régimen fascista.
En lo relativo a la cuestión social pedían la jornada de ocho horas, un sueldo mínimo, participación de los trabajadores en la gestión de empresas y servicios públicos y rebajar la edad de jubilación de los 65 años a los 55. Todas estas ideas tendían al beneficio de la comunidad y se alejaban de lo que vendría, con el proletariado condenado a la precariedad y sólo seducido por cantos de sirena entre la nación y las consignas casi hipnóticas.
En el apartado militar su corpus anhelaba una milicia nacional con breves servicios de instrucción sin pensar en actitudes ofensivas, pues este cuerpo sólo intervendría desde la necesidad de defensa. Además de esto respaldaban la nacionalización de las fábricas de armas y explosivos mientras argüían una política exterior centrada en el pacifismo para revalorizar la nación italiana en el panorama internacional.
Todas estas buenas intenciones, difuminadas con la violencia desatada para finiquitar la amenaza comunista y ganar el favoritismo del capital, a quien poco importaba una democracia incapaz de tomar las riendas, se propulsan hacia el delirio en el cuarto punto, donde para acabar con la crisis financiera se vestían de iconoclastas antidogmáticos y decían querer un impuesto extraordinario de carácter progresivo para expropiar de modo parcial las riquezas, el secuestro de los bienes religiosos, la revisión de los contratos de los proveedores bélicos y apoderarse del 85% de los beneficios fruto de la guerra.
La política en la calle tomaba el relevo de siglas y frágiles dirigentes entregados a una danza macabra sin horizontes
No sabemos qué hicieron tras ultimar el documento, publicado en Il Popolo d’Italia el 6 de junio de 1919. Faltaban tres meses para el ardid de d’Annunzio en Fiume, nuclear en la configuración estética del fascismo y en la visión de su caudillaje, y algunos más para constatar el derrumbe de un Estado exhausto e inútil para evitar su autodisolución, atrapado en rencillas partidistas mientras la política en la calle tomaba el relevo de siglas y frágiles dirigentes entregados a una danza macabra sin horizontes. La puerta abierta por el acto de San Sepolcro debe juzgarse desde un decálogo inexistente en el texto. Muchos se hallaron huérfanos de identidad, creyeron a pies juntillas el milagro de las promesas y al sentirse protagonistas se integraron en el marasmo, moldeándolo hasta hacerlo suyo y librarlo a Benito Mussolini, capitoste supremo, demiurgo de una pesadilla que aún nos atormenta con sus metamorfosis.
Fuente: www.elconfidencial.com/cultura
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