Se cumplen cuatrocientos años de aquel episodio, ocurrido bajo el reinado de Felipe III de España y al que desde el primer momento acompañó la controversia.
Conoceremos el grado de asimilación que tenían las diversas comunidades moriscas, muy diferenciadas entre sí, analizaremos el fracaso de la política asimilista y las motivaciones de su expulsión, que tuvo sin duda un carácter profiláctico. Ésta no fue inevitable, ni fue una exigencia de la sociedad cristiana mayoritaria, ni el final de un proceso anunciado, sino impuesta desde arriba y aceptada sin entusiasmo y en ocasiones con resistencia pasiva. Se convirtió simplemente en una “razón de Estado”.
La minoría morisca en la España de los Austrias se originó en 1501, cuando a los antiguos mudéjares –musulmanes que vivían en territorio dominado por los cristianos– se les puso en la disyuntiva de recibir el bautismo o ser expulsados de los reinos peninsulares. La mayor parte de ellos aceptó el sacramento que oficialmente los convertía en cristianos, y pasó a conocérselos como moriscos o como cristianos nuevos, para distinguirlos de quienes descendían de familias cristianas sin musulmanes entre sus antepasados, los llamados cristianos viejos. No se trataba de una simple distinción religiosa, sino que establecía importantes diferencias sociales y privaba a los cristianos nuevos de acceder a cargos, honores o distinciones. Incluso de cursar estudios en las universidades, donde se exigía para ingresar los expedientes de limpieza de sangre, que demostraban la ausencia de antecedentes judíos o musulmanes al menos en las cuatro generaciones previas. La decisión de bautizarlos había partido del cardenal Cisneros, que comprobó que Granada, diez años después de su conquista, seguía manteniendo el perfil de una ciudad musulmana. Pero era algo natural, si se tiene en cuenta que en las capitulaciones mediante las cuales se entregó la urbe a los Reyes Católicos se establecía el respeto a la religión, la lengua y las costumbres de los musulmanes.
Los bautismos en masa de moriscos aparecen recogidos en las predelas del retablo mayor de la Capilla Real de Granada, que se labraba por aquellas fechas. Felipe Bigarny dejó un testimonio expresivo del acontecimiento. En los relieves puede verse a los neófitos, hombres y mujeres por separado, vistiendo su indumentaria tradicional. La obligación de bautizarse no incluía el abandono de su lengua ni de sus formas de vida. Ni siquiera el tribunal de la Inquisición se mostró riguroso con la exigencia de la ortodoxia de unos bautizados que apenas habían sido catequizados.
Espiral de choques
A lo largo del siglo XVI las tensiones entre los moriscos del antiguo reino de Granada y los cristianos viejos fueron numerosas. En 1526 Carlos I planteó la obligación de que los moriscos abandonasen su lengua y sus costumbres, pero los moriscos lograron frenar la iniciativa mediante el pago de 40.000 ducados. Con dicha suma consiguieron una prórroga de cuarenta años. Expirado el plazo en 1566, los moriscos pensaron que una nueva contribución resolvería el problema, pero erraron en sus cálculos.
Felipe II prefería perder un reino a ser señor de herejes, no estaba dispuesto a tolerar disidencias.
En la España de Felipe II la intransigencia en materia religiosa había crecido mucho, hasta el punto de prohibirse a los estudiantes acudir a universidades extranjeras por temor a una posible “contaminación” intelectual: en Europa, el luteranismo y otras corrientes reformistas habían ganado muchos adeptos. Felipe, que según su propia confesión al pontífice, en alusión a la situación de los Países Bajos, prefería perder un reino a ser señor de herejes, no estaba dispuesto a tolerar disidencias, ni siquiera en el caso de la indumentaria o la gastronomía.
Las tensiones entre moriscos y cristianos alcanzaron su momento álgido en la llamada guerra de las Alpujarras. En la Navidad de 1567, una rebelión en el barrio granadino del Albaicín se extendió rápidamente por las comarcas montañosas del antiguo reino nazarita y dio comienzo a un largo conflicto. Era la respuesta de los moriscos a las presiones de Felipe para que abandonasen sus tradiciones, al considerar que debían adoptar, como súbditos de la monarquía hispánica, las que eran propias de los cristianos viejos.
En la actitud de Felipe II influyeron otros elementos de notable calado político. La amenaza otomana en el Mediterráneo era una preocupación permanente, y estaba muy extendida la sospecha de que los moriscos, musulmanes de corazón y cristianos solo en apariencia, actuarían como quinta columna del enemigo en caso de un ataque otomano a las costas españolas. Dicha situación explica que en 1563, poco antes de la guerra, se dictase una Real Orden en virtud de la cual se prohibía a los moriscos tener armas y acercarse a la costa.
La guerra de las Alpujarras se prolongó por espacio de tres años, y en ella se vivieron episodios muy sangrientos en ambos bandos. La dureza del conflicto y las dificultades de las autoridades para hacer frente a los moriscos rebeldes obligaron a llevar hasta Granada tercios de infantería procedentes de Italia. Es decir, se necesitaron lo que hoy denominaríamos unidades de élite, las más aguerridas del ejército real, para aplastar la rebelión. Fue don Juan de Austria quien se puso al frente de las operaciones.
En la España de finales del siglo XVI, los moriscos se habían convertido en un problema de Estado.
La derrota de los moriscos granadinos tuvo trágicas consecuencias para esta minoría social. Todos fueron desterrados en 1571 y se les dispersó por amplias comarcas de la Corona de Castilla en un intento de asimilarlos. Se sostenía en círculos cortesanos que su concentración no solo era un peligro potencial, sino que alentaba el mantenimiento de sus formas de vida. Consideraban que la asimilación sería mucho más fácil dispersándolos entre los cristianos viejos. Este destierro en tierras de Castilla fue para algunos de ellos el primer episodio de una tragedia que acabaría años más tarde en la expulsión.
El programa de asimilación fue un fracaso. A pesar de la dispersión, los moriscos constituyeron en sus localidades de destino comunidades cerradas que vivían separadas del resto de la población. Mantuvieron sus formas de vida. Los cristianos viejos también rechazaban a aquellos grupos que vivían como musulmanes y a los que menospreciaban. El programa asimilador de Felipe II resultó imposible por ambas partes. En la España de finales del siglo XVI los moriscos se habían convertido en un problema de Estado.
Surgen las propuestas
A comienzos de 1608, el duque de Lerma, don Francisco de Sandoval y Rojas, todopoderoso valido de Felipe III, planteó por primera vez en una reunión del Consejo de Estado la expulsión de los moriscos. La propuesta había cobrado vuelos en el reino de Valencia, donde el inquisidor Jaime Bleda se había mostrado partidario de la expulsión, aunque una parte del clero se pronunciaba contraria a una medida tan drástica y defendía que se les concediese un plazo más largo para su cristianización. También la nobleza valenciana se oponía a la expulsión. En sus dominios señoriales los moriscos, muy laboriosos en sus tareas y frugales en sus costumbres, eran los encargados del cultivo de las tierras.
El obispo de Segorbe planteó la castración de los varones o su destino a una región de gélidas temperaturas como Terranova.
A lo largo de aquel año las posiciones fueron definiéndose en un marco de creciente estabilidad internacional. La paz con Francia firmada en Vervins un decenio antes era una realidad desde finales del siglo XVI. Con los ingleses se había firmado en 1604 la Paz de Londres, y con las Provincias Unidas (la actual Holanda) estaba ajustándose un acuerdo que se firmaría en 1609, la Tregua de los Doce Años. Como consecuencia, el ambiente de calma en aguas del Atlántico permitiría el traslado de una parte importante de la flota al Mediterráneo, imprescindible desde el punto de vista logístico para llevar a cabo la expulsión.
A aquellas alturas, una de las mayores preocupaciones de las autoridades derivaba de la elevada natalidad de los moriscos, muy superior a la de los cristianos viejos. También preocupaba su concentración en algunas zonas. En Aragón alcanzaban el 20% de la población, y en Valencia se acercaban a la tercera parte. Un censo de 1599 señalaba que en este reino vivían 28.071 familias moriscas frente a 72.721 de cristianos viejos. Las suspicacias ante estas circunstancias llevaron a que se formulasen propuestas tan monstruosas como la de don Martín de Salvatierra, obispo de Segorbe. En un memorial elevado al rey, Salvatierra planteó la castración de los varones o la posibilidad de embarcarlos con destino a una región de gélidas temperaturas como Terranova, lo que significaba conducirlos a una muerte segura. El prior de la orden de Calatrava también mostró la más absoluta falta de sentimientos al proponer que fuesen embarcados en buques sin aparejo y barrenados. Sencillamente, un asesinato en masa.
Influyó mucho en la decisión del rey la posición del arzobispo de Valencia, Juan de Ribera, que consideraba a los moriscos herejes desde la perspectiva religiosa y traidores desde el punto de vista político. El prelado señaló que la Corona obtendría importantes beneficios económicos con su expulsión si se decretaba la confiscación de sus bienes.
Llega la expulsión
El indolente Felipe III de España, que se había desentendido de los asuntos de gobierno dejándolos en manos del duque de Lerma, firmaba en abril de 1609 en el Alcázar de Segovia el decreto de expulsión de los moriscos. Resultaban evidentes sus similitudes con el rubricado más de un siglo atrás por los Reyes Católicos para expulsar a los judíos. En los meses siguientes, con mucho sigilo por temor a que los moriscos se rebelasen –aunque resultó imposible evitar los rumores–, se llevaron a cabo los preparativos para poner en marcha la operación.
Resultaban evidentes las similitudes del decreto de expulsión con el rubricado más de un siglo atrás por los Reyes Católicos para expulsar a los judíos.
En septiembre, el virrey de Valencia, el marqués de Caracena, ordenaba que se pregonase por las calles y plazas de la ciudad el bando de expulsión. Se acusaba a los moriscos de herejes y traidores, a la vez que se hacía pública la clemencia del monarca. Pese a la gravedad de sus crímenes, Felipe III les perdonaba la vida y les permitía llevarse sus bienes muebles con ciertas limitaciones. En el bando se señalaba textualmente: “En conciencia [el Rey Felipe III de España] estaba obligado para aplacar a nuestro Señor, que tan ofendido está de esta gente […]; y aunque podía proceder contra ellos con el rigor que sus culpas merecían...”. El cinismo se sumaba a la intransigencia religiosa y política, un fanatismo que representaba la expulsión de unas gentes cuyos antepasados en tierras peninsulares se remontaban a muchas generaciones. Su crimen era el de mantener costumbres y formas de vida diferentes al modelo social impuesto por los cristianos viejos y, en muchos casos, el de practicar en la intimidad la religión de sus mayores, frente al cristianismo obligatorio que se les había impuesto al bautizarlos a la fuerza.
Las protestas de la nobleza valenciana, que se veía perjudicada en sus intereses materiales, no sirvieron de gran cosa. Quedaron mitigadas al ofrecérseles como compensación una parte de los bienes raíces de los expulsados. A finales de septiembre comenzó el éxodo hacia los puertos de embarque asignados en función de sus lugares de residencia. Fue una marcha penosa, sobre todo para mujeres, ancianos y niños. A las dificultades del camino se añadieron los asaltos, robos y extorsiones a que fueron sometidos. Incluso se les obligó a pagar el pasaje de los barcos que debían transportarles a sus destinos en el norte de África.
Las noticias del duro recibimiento que les dispensaron en Berbería, donde se les consideró renegados del islam (en algunos puntos incluso fueron asesinados en masa para apropiarse de sus pertenencias), hizo que se produjesen conatos de resistencia entre los que aún no habían sido embarcados. Los tercios traídos de Italia para controlar la situación aplastaron esos intentos sin contemplaciones.
La lentitud del proceso castellano contrasta con las prisas que presidieron la expulsión del reino de Valencia.
A finales de 1609 se había completado la expulsión de los moriscos valencianos, considerada por las autoridades la más complicada, dado que en determinadas zonas constituían la mayoría de la población. A lo largo del año siguiente se llevó a cabo la expulsión de los restantes moriscos de la Corona de Aragón, la de los aragoneses y catalanes, que no revistió mayores problemas para las autoridades encargadas de la operación. También entonces se inició la expulsión de los que habitaban en la Corona de Castilla. En Sevilla, por orden de don Juan de Mendoza, marqués de San Germán, se publicó en febrero de 1610 el bando de expulsión, que afectaba a los moriscos de tierras andaluzas, de Murcia y de la villa extremeña de Hornachos. También publicó otro bando el marqués del Carpio, asistente de Sevilla, en marzo de 1611.
La lentitud del proceso castellano contrasta con las prisas que presidieron la expulsión del reino de Valencia. En la Corona de Castilla se prolongó tres años, de 1611 a 1614. Las condiciones también fueron muy duras, y los atropellos y abusos, una dura realidad a la que tuvieron que enfrentarse los expulsados. Para muchos de ellos era el segundo de sus exilios, después de haber soportado el que los sacó de tierras granadinas cuarenta años atrás.
Las consecuencias
Si la expulsión ha levantado una gran polvareda historiográfica, no ha sido menor la que ha acompañado a las consecuencias. Las interpretaciones oscilan entre las que han señalado que apenas tuvo repercusión, como afirmaba el Consejo de Castilla en 1619, y las que la consideraron una catástrofe. Entre los defensores de la expulsión hubo quien alegó que se derivaron beneficios de ella: se consiguió una mayor homogeneidad en la monarquía, y la desaparición de lo que algunos contemplaban como un peligro latente ante la amenaza de los otomanos, que aunque disminuyó, no desapareció del todo tras la batalla de Lepanto, casi medio siglo antes.
Sin embargo, desde el mismo momento de la expulsión se manifestó el temor a que ciertas actividades quedasen seriamente dañadas. Así lo pone de relieve el hecho de que en el bando de expulsión de los moriscos valencianos se señalase: “Para que se conserven las casas, ingenios de azúcar, cosechas de arroz y los regadíos y puedan dar noticia a los nuevos pobladores que vinieren, ha sido Su Majestad servido a petición nuestra que en cada lugar de cien casas queden seis con los hijos y mujer que tuvieren, como los hijos no sean casados ni lo hayan sido...”. Más allá de consideraciones éticas, los efectos económicos fueron importantes en algunas comarcas.
La expulsión permitió al duque de Lerma embolsarse la fabulosa cifra de 500.000 ducados procedentes de bienes de los moriscos de sus dominios.
La expulsión tuvo también un impacto negativo sobre la población. La demografía de la época ya se movía en un entorno de crisis: la epidemia de peste que asoló la península ibérica entre 1598 y 1602 había causado alrededor de medio millón de víctimas. El número de los expulsados ha dado lugar también a fuertes controversias. Se cree que puede situarse en torno a las 300.000 personas, lo que suponía un porcentaje nada despreciable en unos reinos que nunca anduvieron sobrados de habitantes: entre siete y ocho millones en total. Se trataba de una población trabajadora que ejercía, además de labores agrícolas, importantes actividades artesanales consideradas por los cristianos viejos socialmente degradantes. La expulsión permitió al duque de Lerma embolsarse la fabulosa cifra de 500.000 ducados procedentes de bienes de los moriscos de sus dominios. Era también marqués de Denia (Alicante), por cuyo puerto salieron importantes contingentes de moriscos hacia Berbería.
En cualquier caso, más allá de los efectos económicos y demográficos –muy importantes en algunas comarcas de Valencia y Aragón y, en menor medida, en tierras de Castilla–, la expulsión era éticamente condenable, aunque contase con el apoyo de dignidades eclesiásticas y de una parte de la población, que veía en ellos una peligrosa minoría. Consideraban que los moriscos podían llegar a crear graves problemas políticos, aunque la realidad fue que los expulsados aceptaron el destierro con una resignación que no deja de llamar la atención.
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