El Gran Corso quería ser enterrado junto al Sena, pero la política del momento dejó de lado sus deseos y condenó sus restos a Santa Elena. Las cosas no cambiarían hasta casi veinte años después.
Tras la derrota de Waterloo, y huyendo de quienes querían su cabeza, Napoleón alcanzó Rochefort, en la costa atlántica, con la intención de escapar a Estados Unidos. La marina inglesa bloqueaba el puerto, y no tenía más alternativa para evitar ser apresado que buscar el amparo de la Corona británica. Pero los ingleses no recibieron a un huésped, sino a un prisionero.
La victoria completa sobre Napoleón exige destruir a sus partidarios y, sobre todo, su imagen. Así, mientras por todo el continente la represión se ensaña con los bonapartistas, la propaganda insulta y ridiculiza al desterrado. En Francia, sin embargo, la imagen de Napoleón todavía goza de buena salud. El recuerdo de sus hazañas sigue vivo, y su regreso de Elba le ha conferido una aureola más popular, la del soldado de la revolución dispuesto a echar a los Borbones y recuperar la gloria nacional.
La leyenda napoleónica
Napoleón, en su testamento, ha expresado el deseo de ser enterrado junto al Sena. La última voluntad de Napoleón deberá esperar mejores tiempos para cumplirse. Esos tiempos comienzan en julio de 1830. Tres días de barricadas obligan a abdicar al último rey Borbón de Francia, Carlos X. El elegido para sustituirlo es Luis Felipe de Orleans, y entre los que han urdido la elección está Adolphe Thiers, hombre de letras y periodista brillante que ocupará diversos cargos en el gobierno antes de presidir el Consejo de Ministros. Él admira a Napoleón y cree que la monarquía debe aprovechar el capital político que representa la leyenda napoleónica.
Cuando, en 1840, Thiers llega a la presidencia del Consejo de Ministros, el momento político para el rey es delicado. Se necesita un golpe de efecto que desvíe la atención de la opinión pública y que, a la vez, devuelva el prestigio a la Corona y restablezca la unidad de los franceses con su soberano. Thiers propone recuperar los restos de Napoleón y celebrar unas exequias fastuosas para lucimiento del monarca y su gobierno.
Adolphe Thiers, que admiraba a Napoleón, propondrá el retorno de los restos de Napoleón a Francia para aprovecharse de la leyenda napoleónica.
El visto bueno del rey activa la maquinaria diplomática, que pronto cristaliza en un acuerdo para devolver a Francia los restos de Napoleón. Entonces se inician los preparativos para organizar una expedición en la que se incluye, como invitados, a los sobrevivientes del círculo íntimo que acompañó en el exilio a Bonaparte: el mariscal Henri Bertrand, el general Gaspar Gourgaud y el conde Emmanuel de Las Cases, cuatro asistentes de Napoleón y su ayuda de cámara, Louis Marchand.
La expedición a Santa Elena
Los navíos zarpan el 7 de julio entre los vítores de una multitud entusiasta que, como el resto del país, se ha rendido al proyecto ideado por Thiers. El 8 de octubre anclan en la rada de Jamestown, la capital de Santa Elena, y tras una reunión con el gobernador británico de la isla, fijan el día 15 de ese mes para la exhumación del cadáver.
La tumba de Napoleón es una atracción lucrativa para los propietarios del terreno, que cobran un peaje a los visitantes, cada vez más numerosos. Es una sepultura solitaria y sin inscripción alguna. Los compañeros de Napoleón aprovechan los días previos a la exhumación para recorrer la isla en busca de viejos conocidos, visitar los parajes que evocan su vida junto a Bonaparte e incluso comprar algunas piezas del mobiliario de Longwood que pasaron a manos del inglés encargado del entierro.
Esa caza de reliquias y recuerdos se contagia al resto de la expedición. Oficiales y marinos hacen acopio de flores y hojas del valle de los Geranios y llenan cientos de botellas con el agua de la fuente cercana a la tumba. Harán lo mismo con la tierra de la fosa cuando haya quedado abierta. De Longwood, la última morada del Emperador, arrancan trozos de persianas y de marcos de puertas y ventanas, convencidos de que en todos ellos Napoleón dejó su huella. Pero la reliquia más preciada será el sarcófago desechado tras la exhumación, que será troceado y repartido entre la marinería.
La exhumación de Napoleón
En la madrugada del 15 de octubre se comienza a excavar. A dos metros de profundidad, los picos topan con una losa intacta de cemento, prueba de que la tumba no ha sido profanada.
La historia de la fotografía se perdió la instantánea del cadáver de Napoleón porque la máquina de daguerrotipos se deterioró en la travesía hasta Santa Elena.
La emoción vence a los compañeros del emperador. Parece que la muerte haya perdonado a Napoleón, que duerme a sus pies tal como lo despidieron, enfundado en su uniforme de cazador de la guardia y con el gran cordón de la Legión de Honor. La historia de la fotografía se queda sin la instantánea del siglo. La máquina de daguerrotipos prevista se ha deteriorado en la travesía. Pero nadie duda de la identidad del cadáver.
Los marineros franceses trasladan al coche fúnebre la caja de roble que protege los cinco féretros en los que ahora reposa Napoleón. Dos han sido traídos de Francia, y el resto corresponde a la sepultura original.
Al caer la noche, las antorchas alumbran la maniobra que deposita el féretro sobre un catafalco en la popa de uno de los navíos. Una guardia de honor velará el sarcófago cubierto con el escudo de armas del emperador. El día en que se han cumplido 25 años desde que llegó a Santa Elena como prisionero, Napoleón vuelve a descansar entre franceses.
Napoleón vuelve a Francia
El retorno a Francia se hace en un tiempo récord: Santa Elena-Cherburgo en solo 43 días. El 29 de noviembre nadie recibe a la nave porque nadie la espera tan pronto. Una crisis política ha paralizado los preparativos de las exequias, y la expedición debe permanecer seis días en el puerto de Cherburgo a la espera de instrucciones.
El nuevo gobierno, que teme que la llegada de los restos de Napoleón incendie un país herido en su orgullo, decide que el cortejo fúnebre remonte el Sena hasta llegar a París sin acercarse a las orillas del río. El trayecto fluvial es más largo que el terrestre, pero más fácil de aislar y controlar.
En la ceremonia de entierro de Napoleón en Los Inválidos no fueron invitados ni la familia del difunto ni sus partidarios ni los veteranos de la Grande Armée.
Ni el frío ni la niebla desaniman a la gente, que se agolpa entusiasta en ambas riberas para contemplar el paso de la comitiva. Los puentes se han engalanado y las campanas repican para avisar de que Napoleón se acerca. El 14 de diciembre, la flotilla llega a las puertas de París y es recibida por el nuevo presidente del Consejo de Ministros, Nicolas Soult, quien fuera mariscal de Napoleón en Waterloo y renegara de él durante la Restauración.
Al día siguiente, los restos de Napoleón recorren el último tramo de su retorno a Francia en una carroza imponente. La comitiva discurre por los Campos Elíseos hasta la plaza de la Concordia, para acabar en la explanada del Hospital de los Inválidos.
Vendedores ambulantes y gendarmes de paisano se mezclan con el gentío. Los primeros hacen su agosto ofreciendo supuestas reliquias de Napoleón o falsas entradas para acceder a la iglesia de los Inválidos; los segundos están prestos a intervenir si el entusiasmo se tornase motín, porque entre vítores, lágrimas y aplausos se oyen insultos y gritos contra el gobierno, al que se acusa de servir a los intereses británicos.
Cuando el cortejo llega a la explanada de los Inválidos, el féretro se traslada al interior de la iglesia, donde tendrán lugar las exequias. El rey preside la ceremonia, a la que no ha sido invitada la familia de Napoleón. Tampoco lo han sido sus partidarios, ni los veteranos de la Grande Armée, solo los viejos compañeros de cautiverio, como Bertrand y Gourgaud, que tienen el honor de depositar sobre el féretro la espada y el tricornio de Bonaparte.
El funeral está reservado a la familia real, al gobierno y a las más altas magistraturas de la nación. Un público ajeno a lo que representó el emperador, pero que explota su leyenda. En las jornadas revolucionarias de 1848, ese mismo fervor napoleónico no evitará la caída de Luis Felipe, pero garantizará el triunfo electoral del futuro Napoleón III.
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