Para la Iglesia católica, Miguel Ángel Buonarroti es mucho más que un genio artístico. Lo percibió Julio II, aquel papa guerrero, hace 500 años, en pleno Renacimiento. Lo piensa todavía hoy Benedicto XVI, el papa teólogo, empeñado en una nueva evangelización. La Capilla Sixtina ofrece a sus más de cinco millones de visitantes anuales, sean creyentes o no, un discurso teológico muy completo, incomparable en su belleza.
“Es la luz de Dios que ilumina estos frescos y la entera capilla papal –recordó Joseph Ratzinger en su homilía, el pasado 31 de octubre–. Esa luz que con su potencia vence al caos y a la oscuridad para dar vida: en la creación y en la redención”. Benedicto XVI presidió las vísperas, repitiendo el ritual de Julio II y sus 17 cardenales cuando en 1512 pudieron admirar por primera vez el resultado final de la bóveda. El actual pontífice destacó el valor litúrgico del trabajo de Miguel Ángel, de esa “sinfonía de figuras que cobran vida, en sentido espiritual y estético”.
La divinización de Miguel Ángel –no como persona, pero sí de sus dotes artísticas– fue un fenómeno casi inmediato. A ello contribuyeron la biografía de un contemporáneo, Giorgio Vasari, y los escritos del humanista portugués Francisco de Holanda. “Miguel Ángel, de hecho, es algo más celestial que terrenal”, sentenció Vasari.
Medio milenio después, en su estudio del Trastevere romano, Rodolfo Papa insiste en que para comprender a Miguel Ángel, su relación “de encuentro y desencuentro” con Julio II y su capacidad para imponer su voluntad, es fundamental tener en cuenta el sentimiento religioso del hombre renacentista y su concepción de la excelencia artística como regalo de Dios. Rodolfo Papa es un émulo moderno de Miguel Ángel. Además de pintor, escultor y profesor de Historia del Arte, también realiza obras para iglesias. Uno de sus últimos trabajos fue en la nueva catedral de Karaganda, en Kazajistán.
“Miguel Ángel es aquel que hace ver los milagros; tiene tantos dones que se le perdona todo”, enfatiza Papa. La experiencia de Miguel Ángel fue posible, en su opinión, porque tanto él como sus contemporáneos creían que la belleza era la expresión más íntima de Dios, algo profundamente ligado a la santidad, y que el artista debía estar al servicio de los dones que el Creador le había concedido.
“Un hombre que tiene dotes particulares y conciencia de ello, ¿a quién debe servidumbre, a su señor o a Dios, que se las ha otorgado? –se pregunta Papa–. La grandeza del Renacimiento está en que el arte se convirtió en una de las guías del mundo, junto a la filosofía y la teología. Si no comprendemos eso, no entenderemos por qué Miguel Ángel desobedeció a un Papa, huyó, se peleó con él. ¿Cómo pudo permitírselo? Por la profunda conciencia que tenía de la dignidad y del papel del artista. Hoy, un artista que maltrata a su mecenas no encuentra trabajo en ningún rincón. Los pontífices, los príncipes y los reyes toleraban las intemperancias y el carácter difícil de Miguel Ángel; se lo perdonan todo porque sin ella Capilla Sixtinano se hubiera hecho”.
“La grandeza de Miguel Ángel es que, por la vía del arte, parece que está por encima de todas las leyes –prosigue Papa–. Es un héroe haga lo que haga, un poco como el boxeador Cassius Clay en los años 60 en Estados Unidos. Le perdonaron que no fuera a la guerra de Vietnam, que se convirtiera al islam”. Como contrapunto a Miguel Ángel, Papa cita las enormes dificultades que tuvo Antoni Gaudí para construir la Sagrada Família, “para hacer comprender a un mundo ya burgués que aquello tenía sentido”. “En el siglo XVI bastaba decirlo y la catedral se hacía –agrega–. Gaudí comprende que la belleza está ligada a la santidad, pero muchos no le entendieron e incluso le tildaron de loco”.
El director de los Museos Vaticanos, donde se ubica hoy la Capilla Sixtina, el profesor Antonio Paolucci, coincide en que al artista florentino se le reconocieron muy pronto facultades sobrehumanas. “El nacimiento de Miguel Ángel no es un nacimiento humano ordinario, sino una epifanía, una manifestación de la divinidad”, constata Paolucci. “El suyo fue una especie de duelo, de cuerpo a cuerpo, con esta inmensa bóveda que debía cubrir con 300 figuras”, afirma Paolucci en una conversación con Magazine en la misma capilla. “Es como estar dentro de un manual de la gran historia del arte italiana y europea del Renacimiento; toda la teología dela Iglesia católica está aquí”, continúa el director.
Recuerda los sufrimientos físicos del artista para pintar1.100 metros cuadrados de techo, un calvario acentuado por su compleja personalidad. “Miguel Ángel era un hombre que no toleraba colaboradores; era, en el ámbito humano, terrible, un misántropo, colérico, siempre insatisfecho”, explica Paolucci. Era un ser asceta y frugal. Se dice que comía sólo peras y queso.
El entorno histórico en el que se realizaron los frescos dela Capilla Sixtina fue el papado de Giuliano Della Rovere, Julio II. Llegó a la silla de Pedro ya anciano, pero con ganas de dejar un legado. Era un hombre impetuoso y prepotente, irascible e impaciente, un líder ocupado en luchas políticas y campañas militares que se marcó el objetivo de reconstruir Roma, adecentarla y ponerla a la altura que merecía como centro de la cristiandad. La ciudad había pasado mucho tiempo abandonada, sin que los papas –refugiados en Viterbo– la pisaran.
Era un lugar peligroso e insalubre donde los monumentos antiguos habían sido sistemáticamente saqueados. Las piedras arrancadas servían para construir casas. Hasta los mármoles del Coliseo se cocieron para obtener cal. Julio II quería construir un modelo de ciudad cristiana que debía expandirse por el mundo. Fue este Papa quien ordenó construir la actual basílica de San Pedro.
Miguel Ángel se hallaba trabajando con los Medici en Florencia cuando recibió el encargo de Julio II de construir su monumental tumba. El artista lo dejó todo y se fue a las canteras de Carrara, donde estuvo escogiendo mármoles durante ocho meses. El pontífice, mientras, cambió de opinión. Ya no quería el mausoleo. Tenía otros problemas urgentes, como la guerra contra Bolonia y Perugia, las tensiones internas en la curia y entre las familias nobles romanas. Miguel Ángel, al ver cancelado el proyecto, se enfureció y huyó sin permiso a Florencia, lo que desató un conflicto diplomático entre el papado y los Medici. Julio II amenazó con la excomunión. Miguel Ángel no cedió. Fueron necesarias varias misivas de Julio II para que se rompiera el hielo. Finalmente hubo una reconciliación, con el encuentro entre el Papa y el artista en Bolonia.
El choque entre las dos personalidades volvió a producirse cuando el Papa, en parte para resarcir a Miguel Ángel de la decepción del mausoleo, le propuso que pintara el techo de la Capilla Sixtina. Al principio fue un auténtico y verdadero rechazo, rayano en el desprecio, motivado también por tener que abandonar su relación tan estrecha con el mármol”, asegura Pina Ragionieri, directora de la Casa Buonarrotide Florencia. Miguel Ángel, al contrario que Leonardo Da Vinci, estaba convencido de que la escultura era un arte superior a la pintura. Se veía como escultor, no como pintor. Finalmente, se dejó persuadir por el Papa y aceptó, no sin antes volver a Florencia para aprender de otros artistas la técnica del fresco.
Los trabajos se iniciaron en 1508, después de diseñar el propio Miguel Ángel una plataforma móvil sobre una compleja estructura de andamios. Sin embargo, pronto se apercibió de que lo que estaba pintando –los doce apóstoles– no le gustaba. Otra vez la discusión con Julio II, a quien el tiempo apremiaba; había gastado ya mucho dinero en el proyecto. Sólo conseguir los colores precisos para los frescos costaba una fortuna. Había que traerlos, en algunos casos, de lugares muy lejanos. Se usaba también el oro. Pero Miguel Ángel se mantuvo firme y ganó la partida otra vez. Destruyó lo ya pintado y comenzó de nuevo, con un contenido teológico que acabaría convenciendo al pontífice. Cuando la corte papal entró en la capilla, el 31 de octubre de 1512, quedó extasiada. Y el pueblo y los peregrinos pronto pudieron disfrutar de las pinturas, pues la Capilla Sixtina albergó las principales ceremonias mientras se construía la basílica de San Pedro.
En 1536, casi cinco lustros después de la finalización de la bóveda, un Miguel Ángel de 61 años fue llamado otra vez a Roma para su segunda labor en la Capilla Sixtina, pintar el Juicio Final en la pared de detrás del altar. Se lo encargó Clemente VII y, al fallecer este, lo confirmó Pablo III. En la inmensa escena, los cuerpos musculosos flotan en el aire y los ángeles aparecen sin alas. El artista violó muchos elementos de la iconografía tradicional de los juicios universales. Inspirado en la La divina comedia , incluyó la barca de Caronte, el mitológico transportador de almas.
Una particularidad interesante del Juicio Final en la Capilla Sixtina es que, a diferencia de otras representaciones, la de Miguel Ángel está situada detrás del altar y no en la pared opuesta. La intención era que, después de haber asistido a las ceremonias, los fieles, al salir, se encontraran frente a la escena y vieran los castigos previstos si violaban la ley divina. En la Capilla Sixtina sucede lo contrario. El celebrante y los fieles se ven forzados a ver el Juicio Final mientras oran. No se sabe si la estructura de la capilla impuso esta solución o si fue por voluntad del artista. Hay quien cree que fue una señal hacia los cardenales y hacia el propio Papa. En la Roma corrupta de aquella época, traumatizada por la Reforma protestante, Miguel Ángel formaba parte de un círculo al que algunos han atribuido simpatías luteranas. Sea como fuere, resulta verosímil que quisiera impulsar una recuperación del impulso evangélico para purificarla Iglesia.
Un episodio anecdótico durante la realización del Juicio Final ilustra el carácter indomable de Miguel Ángel. El maestro de ceremonias de Pablo III, Biagio Da Cesena, visitó la Capilla Sixtina mientras el artista pintaba. El ayudante papal cometió la imprudencia de criticar a Miguel Ángel; le dijo que el fresco, por los numerosos desnudos, parecía más idóneo para unos baños termales que para una capilla. El artista, ofendido, se vengó con crueldad. Se inspiró en el rostro de Da Cesena al pintar, en el infierno, la figura de Minos, con orejas de asno y una serpiente enroscada al cuerpo que le muerde los testículos. Da Cesena, al enterarse, protestó airadamente ante Pablo III. Este le preguntó: “¿Dónde os ha colocado?”. “En el infierno”, contestó el maestro de ceremonias. “Si os hubiese pintado en el purgatorio, habría algún remedio, pero en el infierno no hay redención posible”, zanjó el diálogo, con ironía, Pablo III.
Cuando se inauguró la obra, el 1 de noviembre de 1541, ya en pleno ambiente de Contrarreforma, hubo un gran desconcierto y numerosas críticas por las transgresiones a la ortodoxia y las figuras desnudas. La obra corrió el peligro de la destrucción total, pero la fama ya sobrehumana de Miguel Ángel lo evitó. El conflicto se solventó cubriendo los desnudos y cambiando algunas figuras. El artista se ahorró la humillación. Fue Daniele Da Volterra, alumno y amigo de Miguel Ángel, quien asumió la delicada tarea de enmendar al maestro. Era 1565, apenas un año después de la muerte del artista.
En su estudio, Rodolfo Papa rinde homenaje a Miguel Ángel como “modelo aún no superado, no sólo como artista sino por su actitud con los mecenas”. “Él nunca se plegó –concluye–. Necesitaríamos mecenas como aquellos, volver a adquirir el coraje de la belleza como inutilidad. Si la belleza es la representación de la santidad, no es importante lo que cuesta. Una aguja de Gaudí, a cien metros de altura, ¿quién la ve? La ve Dios. Por eso tiene que ser perfecta. Esa es la gran diferencia entre la cultura medieval y renacentista y la moderna. En la modernidad, lo que no es funcional o visible es inútil; lo que no es propaganda inmediata, no sirve. Más que la necesidad de un nuevo Miguel Ángel, necesitaríamos nuevos mecenas. Ojalá los grandes emprendedores y banqueros fueran como los Medici o Julio II”.
Fuente: www.lavanguardia.com
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