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  • Foto del escritorAndrés Cifuentes

María Antonieta - El desorbitado estilismo de la reina

Actualizado: 14 mar 2021

María Antonieta no solo fue reina de Francia: también lo fue de la moda de su tiempo. Sus gustos dictaminaron las tendencias tanto en Versalles como en el resto de Europa


María Antonieta en un retrato realizado por Élisabeth Vigée Le Brun en 1778. Dominio público

En 1787, el emperador José II de Austria comentó que el complicadísimo tocado que lucía su hermana, María Antonieta de Francia, era “demasiado ligero para sostener una corona”. No se equivocaba. Pocos años después, la monarquía francesa sucumbía al ímpetu de la revolución, y la soberana, convertida en “la viuda Capeto”, hubo de cambiar las plumas y cintas de su tocado por la sencilla cofia que, camino de la guillotina, cubría su pelo cano.


Tampoco se había equivocado su madre, la emperatriz María Teresa de Austria, cuando, muchos años antes, tras recibir una miniatura en la que María Antonieta aparecía vestida de pastora, le escribió en una de sus frecuentes misivas: “Recuerda que eres una reina, no una comediante”. Lo cierto es que cada aparición de María Antonieta en la corte tenía algo de mise en scène.


La soberana dedicaba más de tres horas a su aseo personal, y, siempre de acuerdo con su modista Rose Bertin, escogía cuidadosamente su atavío de acuerdo con la ocasión. Luego se presentaba ante la corte luciendo un look cada vez más sofisticado que jamás repetía. Si excepcionalmente lo hacía, era después de haber ordenado algún retoque que modificara el modelo original.


Un vestidor bien surtido

En su vestidor se recibían a la semana dieciocho pares de guantes perfumados con violetas y cuatro pares de zapatos, mientras que para cada temporada encargaba a madame Bertin la confección de doce vestidos de corte destinados a las grandes ocasiones, otros doce de mañana y una docena más adecuados a las veladas de tarde o las cenas íntimas.


Solía llevarlos en sus juegos pastoriles en el Petit Trianon mientras cubría su cabeza con una pamela de paja

Estos últimos eran, por lo general, los denominados bata, con una sobrefalda abierta por delante y unos amplios pliegues sujetos al escote de la espalda que se abrían a modo de capa y formaban una pequeña cola. También reservaba para la tarde los llamados à la polonaise, algo más cortos, de cuerpo ceñido y falda abullonada, ya que podía fruncirse mediante un cordón.


Ambos resultaban más cómodos de llevar que los trajes de corte, por cuanto estos, con sus exagerados paniers –unos armazones atados a la cintura que desplazaban el volumen de la falda hacia las caderas–, resultaban extremadamente pesados y dificultaban cualquier movimiento. A tan nutrido vestuario se añadían aquellos trajes para situaciones determinadas, como los propios para los embarazos o para practicar la caza.


También los llamados à l’anglaise, o en chemise, menos voluminosos, elaborados con tejidos ligeros y vaporosos, que se abrochaban en la espalda con cintas y estaban confeccionados de una sola pieza. María Antonieta solía llevarlos para sus juegos pastoriles en el Petit Trianon mientras cubría su cabeza con una pamela de paja.


María Antonieta alrededor de 1767-1768. Dominio público

La ligereza de tal vestimenta en comparación con los ostentosos trajes de corte escandalizó a las almas biempensantes de la corte, que no consideraron oportuno que la reina se mostrara tan sencilla y, a su criterio, ligera de ropa como aparece en el óleo que Élisabeth Vigée Le Brun pintó en 1783. Sin embargo, una vez más, Versalles optó por la hipocresía, y las mismas damas que criticaban a la reina por mostrarse de tal forma se hicieron de inmediato con atuendos parecidos.


En cualquier caso, con robe à la polonaise o à l’anglaise, la reina y su modista, Rose Bertin, como las influencers actuales, marcaron la moda cortesana. Tras cada aparición pública de María Antonieta, las damas de la corte, con mayor o menor disimulo, se aprestaban a copiar el estilo de la reina, porque, como bien dice su biógrafa Hélène Delalex, “la reina no seguía la moda, ‘era’ la moda”.


La dictadura estilística del tándem formado por la soberana y su modista fue indiscutible. Rose Bertin creó unas muñecas ataviadas con modelos de su creación que, bien se coleccionaban, bien servían para enviarlas a otras cortes europeas, donde, a modo de figurines, permitían a las damas estar al corriente de la moda francesa y vestir prendas similares. Eso sí, siempre debían enviarse al menos unas semanas después de que la reina hubiera lucido el modelo original, puesto que solo ella podía estrenar las creaciones de madame Bertin.


La moda de los poufs

El presupuesto de gastos de vestuario de María Antonieta alcanzaba la espectacular cifra de 1.250 livres anuales. Sin embargo, frecuentemente se duplicaba tal cantidad. Buena parte del presupuesto se lo llevaban las artificiosas pelucas que le confeccionaba su peluquero, monsieur Léonard. Algunas de estas pelucas llegaron a alcanzar el metro de altura, y se adornaban con múltiples plumas, lazos, piedras preciosas e incluso miniaturas.


La reina prohibió que las damas de la corte llevaran más plumas que ella en las pelucas

Las plumas, concretamente, se convirtieron en una auténtica obsesión para la reina. Prohibió que las damas de la corte llevaran mayor número de plumas que ella y estipuló que podrían adornarse con un máximo de diez. Los poufs, como se denominaban tan artificiosos postizos, se elaboraban sobre un armazón con rellenos de crin u otros materiales, y se ornamentaban con las mayores extravagancias.


Se denominaban entonces coiffure au sentiment, puesto que la decoración debía tener un significado especial para su portadora, lo que implicaba que podían llegar a coronarse con disparates como una jaula con un pájaro o la reproducción de una casa de campo. María Antonieta fue una abanderada de la moda de los poufs, si bien lo hizo empleando para su ornato perlas, piedras preciosas o pequeños objetos manufacturados con metales preciosos.


Una afición, la de las joyas, que la hizo presa fácil de quienes pretendían lograr su favor. Ese podía haber sido el caso del cardenal de Rohan, protagonista involuntario del “caso del collar”. La trama, orquestada por una aventurera llamada Jeanne Valois de la Motte, pretendió involucrar a la reina en la compra de un carísimo collar de brillantes por el que nunca se había interesado y que, por otra parte, jamás llegó a su poder.


A favor de la reina hay que decir que tanto lujo y ostentación no eran patrimonio exclusivo suyo. En primer lugar, porque, con su carísima indumentaria, María Antonieta pretendía refrendar el papel institucional de la Corona, marcando distancias con la siempre díscola aristocracia.


La reina Maria Antonieta retratada por Lebrun en 1783. Dominio público

En segundo lugar, aunque vivió de espaldas a la realidad social que la rodeaba, consagrando muchas horas del día a su complicadísima indumentaria o a entretenerse con juegos y diversiones, lo hizo en un Versalles que era el paradigma de la superficialidad, un hermoso artificio tras el que se escondían intrigas políticas y vicios privados. La corte en pleno vivía atrincherada tras los muros y fastos palaciegos en un intento suicida de ignorar la evolución de los tiempos.


Sedas, terciopelos y damascos competían en los salones con vistosas joyas de valor incalculable, diseñando una hermosa escenografía cuya tramoya estaba definitivamente roída por la carcoma. No obstante, las manufacturas reales dieron lugar a una pujante industria sedera en Lyon, mientras los avances técnicos y los progresos en el ámbito de los tintes favorecieron la iniciativa privada y la consiguiente creación de numerosas fábricas de medias, sombreros y lencería.


Una industria que acabaría por hacer de Francia, y concretamente de París, el corazón de la moda europea a lo largo de los siglos XIX y XX. A ojos del pueblo, la cabeza visible del despilfarro cortesano era la soberana, de ahí que acabara por ser calificada de “Madame Déficit”. Los panfletos que en 1789 forraban las fachadas parisinas no dudaban en presentarla como una gallina presumida y estúpida, “la poule autrichienne” (la gallina austríaca), al tiempo que la responsabilizaban de la bancarrota del erario público y de la miseria que reinaba más allá de Versalles.


María Antonieta en 1788, poco antes de su derrocamiento. Dominio público

La última reina de la Francia del Antiguo Régimen fue para su pueblo una mujer ególatra y superficial. No siempre había sido así. Cuando María Antonieta llegó a Francia no era más que una adolescente educada en los estrictos principios de la opulenta pero sobria corte austríaca de sus padres, María Teresa de Austria y Francisco de Lorena. La todopoderosa emperatriz había impuesto en su numerosa familia un ritmo de vida que tenía mucho de burgués y poco de frívolo.


María Antonieta creció en un ambiente en el que la defensa de la fe, la implantación de la justicia y el fomento de la cultura eran prioritarios. Dada su juventud, no es de extrañar que, a su llegada a Versalles, se sintiera fascinada por la espiral de entretenimiento que reinaba en los salones de palacio. A ello, posiblemente, contribuyó la escasa conexión emocional con su esposo, un joven que desde el principio se mostró tímido y retraído.


En tales circunstancias, María Antonieta optó por llenar sus días de juegos y diversiones que compartía con sus damas, amigos y cuñados, especialmente con el joven conde de Artois, tan mundano y superficial como ella, que cada día le preparaba mascaradas, conciertos, bailes o distracciones que, invariablemente, tenían lugar en el Petit Trianon, el cenáculo privado de la reina. La espiral de trivialidad acabó por engullirla.


La reina Maria Antonieta es conducida a la guillotina Dominio público

Con el paso de los años, las críticas hacia ella fueron en aumento en el pueblo, pero también la corte contribuyó a incentivar la animadversión hacia la soberana, cuando dejó que se filtrara su supuesta relación con un atractivo militar sueco llamado Axel de Fersen. Lo que sucedió después es de todos conocido.


En apenas dos años se reestructuró el sistema político y legislativo y surgió una nueva Francia. El reconocimiento de la libertad de prensa derribó todas las barreras que pudieran proteger el buen nombre de la soberana, y cobraron fuerza las denuncias por su afición al lujo y sus enormes dispendios en ropa y alhajas.


Tras la proclamación de la república y el encarcelamiento de la familia real en el Temple, Luis XVI fue ejecutado en enero de 1793. María Antonieta subió al cadalso nueve meses después, tras soportar un simulacro de juicio en el que no se le ahorraron insultos ni vejaciones y donde se exageró hasta el paroxismo su vida disipada y su presunta prodigalidad.


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