Narváez y Campos, Ramón María. Espadón de Loja. Duque de Valencia (I). Loja (Granada), 5.VIII.1799 – Madrid, 23.IV.1868. Militar y político, jefe del Partido Moderado en el reinado de Isabel II.
Segundón de una noble familia de Loja (Granada), hijo de José Narváez y Porcel, maestrante de Granada, y de Ramona de Campos y Mateos. Ramón María Narváez abrazó la carrera de las armas en 1815 ingresando en el regimientos de Guardias Valonas, y fue oficial de la Guardia Real en 1821, precisamente cuando la Ley Constitutiva del Ejército acababa de configurar a las fuerzas armadas no sólo como garantes de la libertad del país frente a la amenaza exterior, sino también como valedoras de la soberanía nacional y del régimen de libertades reimplantado en 1820.
En la jornada del 7 de julio de 1822, que presenció el pronunciamiento de los guardias reales contra el sistema constitucional, el joven Narváez, enfrentándose con sus camaradas, se batió en las calles de Madrid junto a las fuerzas liberales de las que era nervio la milicia nacional. Consecuente con esta actitud, se distinguiría luego, a las órdenes de Espoz y Mina, en la brillante campaña desarrollada por éste en el Pirineo contra las partidas que actuaban a favor de la llamada Regencia de Urgel. Al producirse la invasión de los Cien Mil Hijos de San Luis, Narváez siguió la suerte del general guerrillero, y quedó internado en Francia tras el derrumbamiento de la resistencia liberal.
Reintegrado a España, tras un acuerdo hispano-francés, en 1824, permaneció Narváez en el retiro de Loja hasta el final de la llamada Década Ominosa. Su digna actitud durante esta época contrasta con el oportunismo del que luego sería su gran rival político, Espartero, quien se sometió al obligado juramento de fidelidad al realismo restaurado, para integrarse en la oficialidad del nuevo Ejército depurado desde 1824.
La carrera militar de Narváez no habría de reanudarse hasta 1834 —el año anterior había ascendido a capitán—, cuando, definitivamente liquidado el absolutismo fernandino, se abrió con la Primera Guerra Carlista el capítulo decisivo para el afianzamiento del régimen liberal.
En la batalla de Mendigorría (julio de 1834), uno de los grandes hitos de la campaña en el País Vasco, coincidieron Luis Fernández de Córdova y Narváez; aquél, como general en jefe, y ascendido éste a teniente coronel en premio a su arrojo temerario. Desde entonces, aparecen cada vez más estrechamente unidos los dos personajes; la camaradería de las armas forjó una amistad que selló su identificación ideológica. Fernández de Córdova había sido en 1822 alma de la conspiración de la Guardia Real, pero se hallaba, ya entonces, muy lejos de un planteamiento absolutista. Buscaba una solución liberal moderada, superadora de los radicalismos del trienio, y se afirmó en esta postura al poner su espada al servicio de la Reina en 1833. Por su parte, Narváez, liberal convencido, se sentía cada vez más en desacuerdo con las estridencias progresistas: su amistad con Fernández de Córdova sería decisiva para situarle en el “justo medio”.
En la batalla de Arlabán (1836) volvió a distinguirse por su arrojo, siendo herido en la cabeza. Ascendido a brigadier, en calidad de tal y destinado al frente de Aragón, derrotó a las huestes de Cabrera en Pobleta de Morella, dispersándolas. Cuando en 1837 se produjo el desbordamiento revolucionario impulsado por la sargentada de La Granja, Córdova —hasta entonces el jefe más destacado en el campo liberal— prefirió alejarse del país. Narváez comenzó a convertirse en esperanza de los moderados, en los momentos en que el progresismo exaltaba la figura de Espartero, vencedor en Luchana y elevado a la jefatura del ejército del Norte.
En las elecciones de 22 de septiembre de 1837, Narváez fue elegido diputado por la provincia de Cádiz con 1.894 votos, más de la mitad de los 3.481 emitidos. La designación del caudillo de Loja como jefe y organizador de un proyectado Ejército de Reserva, encerraba, sin duda, en el propósito de los moderados —por entonces en el poder—, un intento de contrarrestar la temible plataforma militar que estaba convirtiendo a Espartero en árbitro de la situación. La rivalidad Espartero-Narváez jugó todavía en el contexto más amplio de la rivalidad Córdova-Espartero. Fue este último —flamante conde de Luchana— quien impuso la anulación del nombramiento de Narváez —ya mariscal de campo— como general en jefe del proyectado ejército de Reserva. Y también fue él —o el círculo progresista que le utilizó ya como ariete— el beneficiario de la oscura trama de Sevilla (1838), episodio en que Narváez y Córdova se verían envueltos bajo la acusación de haber intentado un pronunciamiento; acusación sin fundamento claro, pero que serviría para eliminarlos, de momento, de la escena política.
Narváez buscó refugio en Gibraltar, y Córdova acabó por marchar a Lisboa, donde murió dos años más tarde. El primero permaneció en el exilio durante toda la etapa en que, concluida la guerra civil, Espartero, ya duque de la Victoria, fue elevado a la dignidad de Regente —tras la renuncia de la Reina gobernadora— y tradujo en un personalismo dictatorial el progresismo del que se decía valedor entusiasta.
La ocasión —el desquite— de Narváez llegó en 1843, a través de un nuevo pronunciamiento en que se fundieron, bajo la fórmula de la Unión Sagrada, el progresismo enfrentado con la conducta dictatorial de Espartero y el moderantismo desplazado desde 1840. Narváez, que se había casado en París el 21 de marzo de 1843 con Marie Alexandrine Tascher de La Pagerie —hija del par de Francia, conde de Tascher y dama de la Orden de María Luisa, con quien no tendría sucesión—, desembarcó en Valencia y decidió el enfrentamiento en la acción de Torrejón de Ardoz, en que derrotó al esparterista Seoane: este triunfo le abrió las puertas de Madrid. Ascendido a teniente general el 22 de julio —“atendiendo al distinguido mérito y relevantes servicios [...] y singularmente al que ha prestado a la causa nacional en los campos de Torrejón de Ardoz en la feliz jornada de este día”— se le confió la Capitanía General de Castilla la Nueva y fue nombrado senador por la provincia de Cádiz el 27 de octubre siguiente.
El 9 de noviembre se le concedió, como recompensa de sus servicios militares, la Cruz de Carlos III, a la que prefirió renunciar, “para continuar desembarazadamente concurriendo a las sesiones [del Senado]”. Pero la debilidad de la Unión Sagrada se pondría de manifiesto en 1844 cuando, ya declarada la mayoría de edad de Isabel II, Salustiano Olózaga trató de reconducir lo que era una difícil concentración de la izquierda y de la derecha, hacia una situación estrictamente progresista. Fracasado el intento y desterrado Olózaga, fueron los moderados los que se hicieron con el poder, y ellos convertirían en presidente del Gobierno a su “hombre fuerte”, Narváez, ya de hecho jefe del partido.
Por espacio de diez años —la llamada Década Moderada—, el general Narváez, duque de Valencia, en el poder o fuera del poder, fue el eje indiscutible de la política española. La obra de “reconstrucción del Estado” que el moderantismo llevó entonces a cabo fue el gran legado histórico de la época isabelina, forjadora de la organización administrativa —con matiz muy centralizado— que ha llegado prácticamente hasta nuestros días. Desde el punto de vista político e ideológico, Narváez trató de cimentar la pacificación definitiva del país, mediante una aproximación a la España vencida en la guerra civil, así como el progresismo se había afirmado en la ruptura tajante con aquélla.
Su primer Gobierno —cuyo Consejo de Ministros presidió desde el 3 de mayo de 1844 hasta el 11 de febrero de 1846— culminó en la Constitución típicamente doctrinaria (modificación restrictiva de la de 1837) de 1845, y entonces también se pusieron las bases de lo que sería el Concordato de 1851, clave para cerrar el grave desgarramiento provocado en la sociedad española por la desamortización eclesiástica. Lo que no se logró fue una absorción del carlismo, ahora encabezado por el conde de Montemolín, y de nuevo vencido tras su intentona subsiguiente a las bodas de Isabel II y de su hermana Luisa Fernanda (1846).
El tercer Gobierno —el llamado “gran gobierno” de Narváez (del 4 de octubre de 1847 al 10 de enero de 1851)—, reforzó el prestigio internacional de aquél con su triunfo sobre la versión española de los movimientos revolucionarios europeos de 1848 —encarnados en nuestro país por el ala democrática del progresismo, y estimulados desde Londres por la diplomacia británica—. Por entonces, Fernando de Lesseps —embajador de Francia en Madrid en el crítico año 1848—, describió así a Narváez: “Espíritu audaz y práctico [...]. Gran facilidad de entendimiento. Gran poder de imaginación. Rapidez para intuir y observar. Vigor en la ejecución. Facilidad de palabra. Deseo y hábito de lucha. Todas estas cualidades de espíritu están limitadas por los defectos inherentes a la energía de su carácter [...]. Tiene pocos amigos y muchos partidarios”. El 26 de noviembre de 1847 había sido titulado duque de Valencia con Grandeza de España.
Por espacio de cinco años, a partir de 1851, el duque de Valencia permaneció alejado del poder. Aunque encabezó la reacción parlamentaria contra el “autoritarismo civil” de Bravo Murillo, evitando sus proyectos involucionistas, no se sumó al nuevo pronunciamiento de O’Donnell (la Vicalvarada), pronunciamiento inspirado por el deseo de dar mayor autenticidad al liberalismo de base moderada, muy desprestigiado por las inmoralidades administrativas del conde de San Luis. Sólo en 1856, después del paréntesis progresista abierto en sus últimas consecuencias por la Vicalvarada, volvió Narváez al poder —presidió el Consejo de Ministros durante un año: del 12 de octubre de 1856 al 15 de octubre de 1857—, encarnando una derecha muy definida — sin connotación centrista— como alternativa de la Unión Liberal (un centro izquierda estructurado por O’Donnell e inspirado por el joven Cánovas del Castillo).
La década de 1860 contempló, como contrapartida, la ruptura del progresismo —ahora conducido por Prim— con el régimen, embarcado en un proceso cada vez más restrictivo con respecto a las libertades públicas, precisamente cuando la “nueva democracia” empezaba a movilizar a las masas. El gobierno Narváez de 1864 (del 16 de septiembre de ese año al 21 de junio de 1865) implicó, muy significativamente, una grave ruptura con los medios universitarios (sucesos de la noche de San Daniel). Luego, el declive hacia la pura reacción se produjo en la última etapa del reinado de Isabel II. Fue entonces cuando, lanzado a la conspiración el progresismo, y retraído O’Donnell después de su última experiencia de gobierno, el Partido Moderado se convirtió, al monopolizar el poder, en único valedor del trono: momento crepuscular de Narváez (del 10 de julio de 1866 al 23 de abril de 1868) durante el cual éste intentó todavía, inútilmente, captar a Prim para reconstruir un turno capaz de normalizar la vida parlamentaria ya reducida a pura ficción.
La muerte del duque de Valencia, el 23 de abril de 1868 a las siete y media de la mañana, anunciaría la liquidación de la Monarquía isabelina; el moderantismo, sin su caudillo, carecía, bajo la férula de González Bravo, de fuerza alguna para sobreponerse a la gran revolución incubada mediante el acuerdo de todas las fuerzas políticas desplazadas o marginadas por aquél, y unidas contra los llamados “obstáculos tradicionales”.
El 27 de abril de 1847 fue elegido caballero de la Insigne Orden del Toisón de Oro, y, aunque se le autorizó a ponerse el Collar por sí mismo en París, donde residía entonces, el 17 de mayo siguiente fue investido formalmente. Era, además, comendador mayor (1864) y clavero de la Orden de Alcántara, maestrante de Granada y tenía las Grandes Cruces de las Órdenes de Carlos III, Isabel la Católica, San Fernando y San Hermenegildo.
La actuación política de Narváez ofrece, pues, un contraste entre dos etapas: una primera constructiva, eficaz, basada en el empeño integrador inspirado por la idea del “justo medio”; y una segunda en que el Partido Moderado, desplazado de su antigua vocación centrista por la Unión Liberal, y acentuadas sus divergencias con respecto al progresismo, se convierte en instrumento de pura reacción. Ahora bien, conviene no confundir el talante ideológico de Narváez con el de su sucesor en el poder, González Bravo. El duque de Valencia nunca desmintió su liberalismo, por el que había derramado su sangre; siempre trató de conciliarlo con el orden, que era una de sus preocupaciones máximas; buscaba, pues, un equilibrio entre las doctrinas en que el credo liberal rompía su inicial unidad.
Pero los grandes principios —las grandes ideas en que podría convertirse en sistema su obra de gobierno— las recibía de otros: Córdova, Balmes, Donoso... y más concretamente, Pidal. La historia documentada permite estimarlo, con todos sus defectos, muy por encima de los otros “espadones” isabelinos —Espartero, O’Donnell, Serrano— con cualidades de gobernante sólo superadas por Prim. Enérgico hasta la dureza, pero capaz de generosidad y comprensión para sus adversarios, con un gran talento organizador y un alto sentido de la dignidad del Estado que encarnaba, nadie como Galdós supo definir las luces y las sombras de esta compleja personalidad: “Es un gran corazón y una gran inteligencia; pero inteligencia y corazón no se manifiestan más que con arranques, prontitudes, explosiones. Si mantuviera sus facultades en un medio constante de potencia afectiva y reflexiva, no habría hombre de Estado que se le igualara”.
Fuente: http://dbe.rah.es/biografias
コメント