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Foto del escritorAndrés Cifuentes

La curiosa historia de el Greco y Toledo

Más de cuatro siglos después de la muerte de El Greco, viajamos a Toledo en busca de esa ciudad a la que llegó un día de 1577 para formar parte de ella durante 40 años.

La luz de la meseta castellana ilumina el centro histórico de Toledo. La ciudad, cuyos orígenes son anteriores a la conquista romana, creció alrededor del Tajo. Foto: Navia

Era, muy probablemente, un día de primavera, de cielo despejado y sol benévolo, cuando El Greco llegó a Toledo. O quizá los primeros calores del verano se habían apoderado ya de la ciudad, fría y desapacible en invierno, sometida a vientos helados y húmedos que la alcanzan desde las aguas del Tajo, dispuesta como está sobre un promontorio aislado de la meseta por el curso casi circular del río.


Poco o casi nada de la vida del pintor se sabe con certeza, pero según todos los indicios fue un día de primavera de 1577 cuando El Greco, procedente de Madrid, contempló por primera vez un Toledo adusto, hermético, de calles estrechas, laberínticas y sombrías, y muros de piedra rezumantes de historia. Un espacio urbano totalmente ajeno a la frágil delicadeza de Venecia o al esplendor de la Roma papal, donde había residido durante tantos años. El único nexo de unión entre las tres ciudades y su tierra de origen era el sol generoso común a todo el Mediterráneo, una luz que recorta las sombras sin piedad. Y también el ser objeto de un mismo afán de inmortalidad entre los grandes del mundo, fueran papas, príncipes, reyes, canónigos, deanes o comerciantes enriquecidos.


La silueta se pierde tras el cobertizo de Santo Domingo, en el tejido urbano del Toledo medieval y renacentista que acogió a El Greco en 1577. Foto: Navia.

EL PODER DE LA CIUDAD DE TOLEDO


Aquella ambición de eternidad había hecho de Toledo la más poderosa sede eclesiástica del reino, mimada a su vez por reyes y nobles, dotada de una catedral soberbia y de decenas de conventos, parroquias y grandes obras civiles. Tenía todos los títulos para ser favorecida. Los visigodos habían convertido la antigua y próspe­ra Toletum romana no solo en capital del reino hispanogodo sino de la misma Iglesia, circunstancia que la marcó a fuego hacia 570 d.C. La tomaron luego los árabes y la sometieron, como a casi toda la Península, al dominio musulmán, y en el año 1085 Alfonso VI de León y Castilla, mediante una hábil negociación con el rey de la taifa que la gobernaba, la rescató para la cristian­dad, protegiendo a las importantes minorías allí establecidas: mozárabes, musulmanes y judíos.

En siglos posteriores Toledo se iría haciendo industrial y poderosa gracias a la fabricación de paños, sedas, espadas y armas en general, y a la acuñación de moneda.

Tiempos más difíciles le llegarían con los Reyes Católicos, quienes en 1492 expulsaron a los judíos, puntales de su prosperidad, aunque, a su manera, los monarcas cuidaron de la ciudad y la engrandecieron con obras arquitectónicas como el monasterio de San Juan de los Reyes.


El mayor esplendor, sin embargo, le llegó de la mano de Carlos I, quien la eligió para convertirla en capital imperial. De esa época, la primera mitad del siglo XVI, proceden algunas de las obras más notables de Toledo, como el hospital de Santa Cruz, el hospital de Afuera o de Tavera, el Alcázar, la Puerta Nueva de Bisagra, el palacio arzobispal y una larga lista de capillas, conventos, palacios y parroquias con algunas de las más exquisitas muestras del arte plateresco.


Pero nada es eterno, y mucho menos la gloria. Fue Felipe II, hijo del emperador Carlos, quien en 1561 decidió trasladar la capitalidad a Madrid, un poblacho por entonces, sí, pero situado en un espacio abierto, de fácil crecimiento urbano (no como el incómodo Toledo, encajado en un cerro rodeado de agua) y, sobre todo, más cercano al lugar donde había decidido levantar su obra más querida, El Escorial.

A este Toledo sin corte, entregado de pies y manos a la autoridad eclesiástica, envuelto aún en una atmósfera de esplendor y poderío que exhibía siglos de historia y arte monumental, llegó El Greco un día de primavera de 1577.


No era ningún desconocido. Se había hecho ya un nombre en Roma, donde gracias a los buenos servicios de su amigo, el miniaturista croata Julio Clodio, había estudiado y trabajado bajo la protección de Alejandro Farnesio. Su privilegiado contacto con el bibliotecario de esa casa, Fulvio Orsini, poseedor de una excepcional formación humanística, le permitió adquirir amplios conocimientos sobre la teoría de las artes y también algunos libros para su biblioteca, así como establecer relaciones con los manieristas romanos.

En estos restringidos círculos donde andaban unidos Iglesia y arte, El Greco conoció a don Luis de Castilla, hijo del deán de la catedral de Toledo y a su vez arcediano de la de Murcia, con quien entabló una buena amistad y quien le animó a trasladarse a Toledo, donde su padre estaba directamente implicado en la construcción de la iglesia del convento cisterciense de Santo Domingo el Antiguo. No era el primer viaje que emprendía Domenicos Theotocopoulos, quien ya era conocido como Il Greco, «el griego».


Nacido en 1541 en algún lugar de una Creta entonces veneciana, se formó como pintor de iconos al estilo bizantino, actividad en la que adquirió cierta fama. Hacia 1567 o 1568 se le localiza ya en Venecia, la metrópoli, uno de los centros pictóricos más brillantes del Cinquecento, donde conoce de cerca la obra de Tintoretto, Veronés, Tiziano, Bassano, Schiavoni y otros grandes maestros. Aprende de ellos la técnica del color, una forma de aplicar la pintura directamente sobre el lienzo, sin dibujo previo, que irá perfeccionando a lo largo de su vida. Tras dos años de inmersión veneciana pasa a Roma, y desde allí llega a Toledo dispuesto a participar en las obras de Santo Domingo el Antiguo. Y, sin duda, a alcanzar notoriedad y posición en la corte más poderosa de Europa.


El claustro gótico del monasterio de San Juan de los Reyes fue construido en época de los Reyes Católicos. Foto: Navia.

Poco se sabe de la vida en Toledo de Il Greco, cuyo apodo italiano se transforma en El Greco, desde su llegada en 1577 hasta 1614, el año de su muerte, como poco se sabe de los años anteriores. A través de los contratos firmados y de los desacuerdos y pleitos habidos en el pago de los encargos, se vislumbra su carácter fuerte, orgulloso y hasta arrogante, un gusto por la vida refinada y, muy especialmente, el singular valor que se concedía a sí mismo y a sus obras, tradu­cido en un trato altivo y en los muchos escudos en que tasaba sus cuadros. Todo indica que su comportamiento fue precursor del actual concepto de los derechos de autor, tanto morales como monetarios, algo que empezaba a darse en Venecia o en Roma pero que era totalmente ajeno al proceder toledano de la época.


Sí se sabe a ciencia cierta que el mismo año de su llegada le adjudicaron dos encargos. El primero, prometido por Luis de Castilla, consistía en la elaboración del retablo mayor y dos laterales en el convento de Santo Domingo. El segundo era un cuadro para un lugar y un tema concretos, El expolio, destinado a la sacristía de la catedral, donde se guardaba como un tesoro un supuesto fragmento de la túnica color carmín que cubrió a Jesús antes de ser despojado de sus vestiduras y clavado en la cruz.


El éxito obtenido con las dos obras, también se sabe, fue desigual. El pintor fue celebrado en Santo Domingo pero discutido en la catedral, sobre todo por motivos económicos, ya que el cabildo no estaba dispuesto a pagar el precio exigido por el autor. Lo importante es que ambos encargos dieron lugar a unos lienzos de madurez extraordinaria, donde el tratamiento de colores intensos y ácidos, la distribución de los espacios, el juego de luces y sombras y la composición de las figuras humanas, alargadas e ingrávidas, dinámicas y vivas, revelan ya a un pintor excepcional. (Sin comentarios sobre la nula visión financiera de dicho cabildo catedralicio. Hoy se darían de cabezazos si hubieran rechazado la obra.)


Pero El Greco quería triunfar como pintor de la corte, y sus esfuerzos se encaminaron a lograr un encargo de Felipe II para su gran obra de El Escorial. Finalmente, hacia 1578, le llegó una encomienda por parte del propio rey, el cuadro de El martirio de san Mauricio y la Legión Tebana, que contaba con un lugar reservado en el nuevo monasterio. El resultado no consiguió el beneplácito del monarca; en palabras de fray José de Sigüenza, consejero de Felipe II en materias artísticas y cronista de El Escorial, «no le contentó a Su Majestad, porque contenta a po­­cos… [ya que] los santos se han de pintar de modo que no quiten la gana de rezar en ellos, antes pongan devoción, pues el principal efecto y fin de la pintura ha de ser ésta».

Con la Iglesia molesta a causa de unos cientos de escudos arriba o abajo, y con el rey insatisfecho, a El Greco solo le quedaba Toledo.

Da comienzo así la etapa más enraizadamente toledana del pintor. Seguramente es entonces, hacia 1585, cuando se instala en una de las viviendas pertenecientes al marqués de Villena y entra a formar parte de los cenáculos más cultivados de la ciudad para convertirse en un renombrado retratista de las clases altas y cultas urbanas (como Diego de Covarrubias, su hermano Antonio, Rodrigo de la Fuente y una larga lista de caballeros).


Relieve de El entierro del señor de Orgaz realizado por una discípula del escultor e imaginero Martín de Vidales en el taller que el artista tiene en el barrio del Arrabal. Foto: Navia.

La gran obra de ese período es, sin duda, El entierro del señor de Orgaz, un encargo de la parroquia de Santo Tomé. El expolio Pero no solo trabajaba el cretense en retratos.


Según comenta Rafael Alonso, encargado de la restauración de

por el Museo del Prado y profundo conocedor de la obra de El Greco, cuando el cuadro quedó instalado en la capilla, «todo Toledo trataba de identificar los caballeros pintados con los reales», formando corrillos de intención más mundana que devocional.


Escenas de milagros, representaciones de santos, momentos de la vida de Jesucristo y de la Virgen: El Greco llegó a ser el pintor de la Contrarreforma en una ciudad donde la Iglesia era el poder, la lucha contra los reformistas, el objetivo, y la Inquisición, el arma más eficaz contra los veleidosos.


El taller de El Greco fue derivando (con la gran ayuda de su hijo Jorge Manuel) en una fábrica de cuadros de santos y sucesos de la historia sagrada más queridos de Toledo. Contaba además con un método novedoso: un catálogo de tablas con las miniaturas de todos los lienzos ya realizados para que el cliente pudiera escoger, solicitar modificaciones y señalar las medidas exactas de su pedido. Sus clientes eran hombres de la Iglesia, algunos de ellos judíos conversos (como la familia de los Castilla o el marqués de Villena), circunstancia que los hacía especialmente generosos en sus encargos dada la necesidad de reafirmar la sinceridad de su nueva fe. También tenía como patronos (y amigos) a cristianos viejos, como el poderoso Pedro Salazar de Mendoza, quien le encargó distintas obras para el hospital de Afuera.

El Greco fue siempre fiel a su manera de pintar, profundizando en un estilo que lo diferencia­ría del resto de sus contemporáneos.

Los cuerpos se alargan, alejándose de cualquier posible modelo real; los colores buscan los contrastes y adquieren mayor dramatismo; en los lienzos no queda un centímetro sin cubrir, aprovechando al máximo el formato vertical de los retablos, y los planos se funden sin disimular la herencia bizantina. La mejor manifestación de un pintor que siempre se quiso libre. Al mismo tiempo su tratamiento de las escenas religiosas lograba satisfacer las exigencias contrarreformistas, algo que siempre tuvo la habilidad de tener en cuenta. En 2014, cuando se celebraron los 400 años de la muerte del pintor, la exposición del Museo de Santa Cruz «El Griego de Toledo, pintor de lo visible y lo invisible» permitió aproximarse a la asombrosa productividad de El Greco y su taller. No solo. También a su manera de hacer y de concebir los retablos como grandes escenografías, a su inigualable estilo pictórico, que consigue reflejar lo terreno y lo celestial, lo visible y lo invisible.


El comisario de la exposición, Fernando Ma­­rías Franco, encabeza con sus trabajos y publicaciones una nueva manera de abordar la obra del pintor cretense. Apoyándose en materiales inéditos, como los comentarios de El Greco en los márgenes de Los diez libros de arquitectura de Vitruvio y en las Vidas de Vasari, este catedrático de Historia del Arte de la Universidad Autónoma de Madrid llega a establecer algunas certezas importantes. A la luz de sus análisis y reflexiones, El Greco se nos muestra como un buen conocedor de la arquitectura, dispuesto a ser un hombre universal, con escaso interés por la religión y un alto nivel de erudición, orgulloso de sus orígenes griegos. Capaz, eso sí, de ver (y pintar) más allá de lo estrictamente real, estableciendo en sus lienzos una conexión entre lo evidente y lo oculto, «capaz de transformar el mundo terrenal y el divino en experiencias visuales profundamente conmovedoras».

Un gran avance con respecto a interpretaciones y miradas anteriores. Porque, en realidad, tras la muerte del pintor en 1614 solo hubo silencio acerca de su obra.

Durante los siglos XVII y XVIII sus cuadros permanecieron ocultos en la oscuridad de las parroquias y capillas o en los salones más privados de algunos eclesiásticos eruditos de Toledo. Son los románticos franceses (Théophile Gautier, Delacroix y más tarde Manet) los primeros en descubrir y admirar a El Greco, ya en la segunda mitad del siglo XIX, mientras que España deberá esperar a finales de ese siglo para que un grupo de intelectuales y pintores (el marqués de la Vega-Inclán, Manuel Bartolomé Cossío, Sorolla, Zuloaga o Rusiñol) empiecen a reivindicarlo como el gran representante del misticismo español. La primera iniciativa tiene lugar en 1902, con la exposición de El Greco en el Museo del Prado. En 1908 Cossío publica la célebre monografía El Greco, en la que además de catalogar su obra, dispersa y confusa hasta entonces, expone su influyente y conocida tesis del pintor como un griego profundamente castellanizado, a quien considera la encarnación artística del misticismo español, una interpretación nacionalista que prevaleció durante todo el pasado siglo.


Fue en aquellos años cuando el marqués de la Vega-Inclán, mecenas del arte español, compró unas casas en la judería medieval de Toledo, próximas probablemente a las que había ocupado en su tiempo El Greco, y transformó una de ellas bautizándola como la Casa del Greco, un proyecto típicamente historicista muy propio de la época (hizo lo mismo con la supuesta casa de Cervantes en Valladolid). Décadas más tarde, en 1957, Gregorio Marañón publicó El Greco y Toledo, un libro en el que partiría de la tesis nacionalista de Cossío e introduciría nuevas reflexiones y matices. Y esta visión del cretense ha pervivido, con sus más y sus menos, prácticamente hasta hoy. Porque en la actualidad, materiales inéditos, investigadores altamente especializados y una metodología científica han venido a demostrar que la supuesta castellanización de El Greco, quien firmó hasta su muerte con su nombre en griego, es una leyenda del pasado. Aunque a ese pasado debamos la reivindicación del pintor y el pequeño museo que guarda una buena colección de su obra.


El Museo del Greco es un proyecto de principios del siglo XX llevado a cabo en un solar de la judería medieval toledana, cercano al lugar donde supuestamente vivió el pintor. Foto: Navia.

Entre las numerosas actividades que la Fundación El Greco 2014 programó destacaba «La Biblioteca del Greco», una interesante y curiosa exposición presentada en el Prado en la que se reunieron 39 libros que, según los dos catálogos que Jorge Manuel llevó a cabo tras la muerte de su padre, figuraban en la biblioteca del pintor. Cuatro de ellos, y esta es la gran novedad, son los volúmenes que El Greco estudió y en los que hizo anotaciones en los márgenes con su propia letra. Uno de los comisarios de la muestra, Javier Docampo, jefe del Área de Biblioteca del Museo del Prado, señala: «El Greco tenía obras religiosas, pero no eran devocionales. Eran más bien obras relacionadas con su profesión, libros de padres de la Iglesia Ortodoxa, que son justamente quienes más hincapié hacen en el problema de la imagen religiosa y en lo que implica la representación de los temas sagrados».

La ausencia de tales libros devocionales, comenta Docampo, nos lleva a suponer el escaso interés que sintió El Greco por los temas religiosos.

Nuevas interpretaciones, nuevos documentos, nuevas aproximaciones. Como la aportación de Rafael Alonso acerca del restaurado Expolio. «El Greco debía de tener muy estudiada la composición porque pinta directamente sobre el lienzo, sin un dibujo previo en la tela, a la manera de Tintoretto. Esa forma de representar es muy bizantina, en cuanto que todas las figuras están superpuestas unas a otras. Sin embargo el color es totalmente veneciano.» Alonso aporta además un dato curioso: «[El cuadro] está pinta­do sobre un lienzo de mantel, es decir, una tela adamascada que se usaba para hacer manteles de lino. La razón por la que El Greco usa estas telas tan caras, y suele utilizarlas en todos los cuadros grandes de retablos, es porque la trama es muy uniforme, es una tela de mucha calidad y sobre todo son las telas más anchas que se fabrican en telares y que no tienen costuras».


Hoy, más de 400 años después de su muerte, las investigaciones basadas en nuevos documentos analizados a la luz de una perspectiva científica permiten revisar el planteamiento artístico y el pensamiento de El Greco, así como su relación con Toledo. Y reescribir la historia de aquel pintor de iconos bizantinos formado en el universalismo y la estética veneciana, conocedor del manierismo romano y fogueado en los círculos eclesiásticos de la ciudad papal. De carácter no precisamente fácil y sentimientos poco religiosos, sirvió en su obra pictórica a los intereses de la Contrarreforma y a los eclesiásticos cultivados de Toledo, al tiempo que se sirvió de ellos en sus cuadros y a través de sus ducados. Formó parte de la ciudad durante casi 40 años pero mantuvo siempre muy alta la honra de ser griego.


Una familia posa junto al cuadro El expolio, uno de los primeros encargos que El Greco recibió en Toledo, que se exhibe en la sacristía de la catedral tras su reciente restauración. Foto: Navia.

Calles zigzagueantes y sombrías, parroquias, capillas y mansiones. El Toledo de hoy mantiene oculto entre piedras, ladrillo, rejas, muros de mampostería y alguna fachada plateresca el pálpito secreto de 1577. No se muestra a primera vista. Hay que apartarse del ruido inevitable de los numerosos grupos de visitantes, del ba­­rullo de las tiendas de recuerdos, de las muchas tabernas y de los establecimientos de comida rápida. También hay que introducirse por callejuelas estrechas y silenciosas, subir empinadas cuestas de cantos rodados, dar vueltas y revueltas por la travesía de la Cruz, las calles de San Clemente, San Esteban Illán, Tendillas y la plaza Padilla y acercarse por fin a descansar en la iglesia de Santo Domingo el Antiguo, junto a los retablos donde sigue vivo alguno de los cuadros que pintó El Greco nada más llegar a Toledo.


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