Maestro de maestros y sabio de referencia de la Grecia clásica que fue el germen de nuestra cultura occidental, el de Sócrates es uno de esos nombres que se escriben con mayúsculas, por méritos propios, en la historia de la filosofía.
Si hay un hombre que ejemplifica el significado de la filosofía, ese es Sócrates. Elegido por el Oráculo de Delfos como el hombre más sabio de Grecia, la fama del pensador ateniense no tiene parangón en el mundo filosófico, siendo, probablemente, una de las figuras más veneradas y respetadas de la cultura universal. Fue, haciendo una comparación malsana, lo que Newton a las ciencias o Miguel Ángel a las artes: no el primero, pero sí, tal vez, el más grande. Los logros de los que vinieron después de él son muy dignos de mención, sin duda alguna, pero sin su existencia es muy posible que la cadena del pensamiento se hubiera roto o, quién sabe, nunca haber existido. El mundo de la filosofía no puede entenderse sin la vida y la obra de este sabio griego.
Toda una vida dedicada al pensamiento
Sócrates nació y vivió en Atenas, en el siglo V a. C. (470-399), época de mayor esplendor de la polis, en aquel momento centro cultural e intelectual donde se definieron algunas de las ideas que son hoy las piedras angulares de la cultura occidental. Allí abrió los ojos por primera vez, dentro de una familia de clase media formada por su padre, Sofronisco, cantero y escultor de profesión, y su madre, Fainarate, comadrona. Ambos aportarían, a su manera, influencias para la vida futura de su hijo.
Querofonte, buen amigo y seguidor de Sócrates, preguntó al Oráculo de Delfos: ¿era Sócrates el hombre más sabio de la polis? La respuesta amplió su certeza: era el hombre más sabio de toda Grecia
Recibió su primera educación de las manos del filósofo Arquelao, quien le instruyó en cuestiones de física y moral. También recibió nociones de literatura, música y gimnasia, que más tarde él mismo aderezó con conocimientos de retórica y dialéctica de varios sofistas (nombre dado en Grecia a quienes ejercían la enseñanza de la sabiduría profesionalmente, es decir, cobrando).
Ya desde su juventud empezó a llamar la atención de quienes le rodeaban por su gran inteligencia. Sócrates tenía un ingenio vivo y una curiosidad insaciable, a lo que unía una fina ironía que, combinada con su excepcional capacidad de análisis y razonamiento, le llevaba a tener largas conversaciones y complejas discusiones con tertulianos y gentes de todo tipo. Y es que el joven griego disfrutaba poniendo contra las cuerdas a sus interlocutores con sus enrevesadas preguntas, germen de lo que vendría a ser su futura metodología.
Antes de la filosofía
Pero no adelantemos acontecimientos. De entrada, Sócrates comenzó a trabajar con su padre, pero dicho camino terminó pronto, cuando tomó la decisión de participar como hoplita –ciudadano soldado– en la Guerra del Peloponeso (el punto y final de la hegemonía ateniense en Grecia y el ascenso de la violenta Esparta), participando con gran valentía en las batallas de Potidea, Delio y Anfípolis. En aquella época parece ser que nació su amistad con Alcibíades, estratega ateniense a quien salvó la vida.
Antes de pasar a la historia de la filosofía, Sócrates sirvió como soldado en distintas batallas de la Guerra del Peloponeso
A su regreso, Sócrates se casó con una joven de buena familia, Xantipa (o Jantipa), que ha pasado a la historia como una mujer de terrible carácter, si bien en los estudios más modernos hablan de una mujer no solo irascible y dominante, sino también tierna, piadosa y sacrificada con su familia, arrasada por las lágrimas por la pérdida de su marido. Juntos tuvieron tres hijos (Lampédocles, Sofronisco y Menexeno), ninguno de los cuales decidió seguir los filosóficos pasos de su progenitor.
Austero, humilde, siempre en busca de la sabiduría
En la Atenas de la época se decía que ningún esclavo quería que se le tratara como Sócrates se trataba a sí mismo y es que nuestro protagonista era escandalosamente austero y frugal: vestía siempre el mismo manto raído, huía de cualquier placer como de la peste y se abstenía de todo lujo. Sócrates tenía muy claras las virtudes que debía tener un hombre de bien para no caer en la infelicidad y se esforzó enormemente por desarrollarlas. Tanta fue su coherencia en este aspecto que enseguida logró la fama en la ciudad.
Una de las mayores virtudes que poseía Sócrates era su humildad, curiosamente el trampolín que habría de convertirlo en uno de los griegos más famosos de todos los tiempos. No se trataba de falta modestia, sino que dudaba realmente de sus conclusiones. Alarmado y desconcertado por su ignorancia, buscaba continuamente a hombres sabios de los que aprender, abordándolos allá donde estos estuvieran con la esperanza de resolver aquellas cuestiones que le atormentaban. El problema era, por un lado, las incisivas preguntas que hacía y, por otro, el resultado que siempre encontraba: las contradicciones en que los «sabios» terminaban cayendo. La sutileza de Sócrates, unida a su capacidad para hilar conceptos y su persistencia a la hora de llegar al fondo de los asuntos, terminaba exasperando a quienes le rodeaban hasta que tenían que concluir que no eran tan sabios como ellos mismos se creían.
A la hora de interrogar, Sócrates usaba una técnica curiosa: se hacía el tonto. Haciendo gala de esa apariencia ignorante, iba poco a poco desgranando e indagando en las respuestas de sus interlocutores, una técnica conocida como mayéutica y que era el resultado de la aplicación de la denominada «ironía socrática». Una sucesión de preguntas interminable con el fin de «dar a luz» la verdad detrás de las ideas aceptadas.
La mayéutica, el sistema creado por Sócrates, constaba de una sucesión interminable de preguntas, de manera que el interpelado pudiera descubrir por sí mismo nuevos conocimientos
Pronto la fama de Sócrates se había expandido por todo el mundo griego. Aquel hombre que vestía como un mendigo y dudaba de todo hacía gala de unos conocimientos, un autocontrol y una capacidad intelectual con la que nadie podía, al parecer, competir. Él, en su humilde opinión, solo sabía que no sabía nada, pero esa no era la impresión que dejaba en quienes le rodeaban. Por esta razón Querofonte, buen amigo y seguidor de Sócrates, decidió acudir al Oráculo de Delfos para obtener la respuesta para la pregunta que le rondaba la cabeza: ¿era Sócrates el hombre más sabio de la polis? La respuesta amplió su certeza: era el hombre más sabio de toda Grecia.
Una de las características del sabio ateniense es que no basaba su sabiduría en la acumulación de conocimientos o el dominio de múltiples disciplinas. Lo que quería era revisar aquellas certezas ya existentes, puliéndolas una y otra vez a través de un sistema inductivo, construyendo cimientos sólidos sobre los que formar sus teorías. Y ello era de suma importancia para él, pues el conocimiento –el verdadero conocimiento– es la más grande virtud a la que puede aspirar el ser humano, de la misma manera que la ignorancia es su mayor vicio. Sócrates creía firmemente que la maldad no es otra cosa que el desconocimiento de la verdad, por lo que la necesidad de alcanzarla es algo extremadamente importante no ya para uno mismo, sino para la sociedad en general. Si todos «supieran», el mundo podría convertirse en un lugar mejor para vivir.
Maestro de maestros
Una de las razones por las que Sócrates ha pasado a la historia de la filosofía es que fue uno de los mejores y más notables maestros de la Antigüedad. Muchos de sus discípulos se convertirían por derecho propio en pilares fundamentales del conocimiento, pero es probable que nunca hubieran llegado a ser quienes fueron sin la influencia de Sócrates. Entre los más brillantes estaban Platón, Antístenes, Aristipo, Jenofonte, Euclides, Fedón y un largo etcétera. Algunos de estos fundaron sus propias escuelas que, a su vez, contaron con estudiantes brillantes. Así, de Platón aprendió Aristóteles; de los cínicos (Antístenes, Diógenes, etc.) tomaron nota los estoicos y la filosofía de Epicuro muestra ciertas sinergias con la de los cirenaicos (Aristipo). Es decir, la huella de Sócrates se pierde en el universo filosófico y por ello no debería extrañarnos que se le haya tomado como ejemplo de la vida superior del sabio.
¿Cuál fue la pega? Que no podemos saber esto realmente, pues Sócrates no dejó nada escrito. Él prefería el diálogo y la discusión como medio de alcanzar la verdad, por lo que todo lo que sabemos de él se debe a otros y a leyendas más o menos creíbles. Esa es la verdadera razón por la que en ocasiones es difícil diferenciar entre el pensamiento de Sócrates y alguno de los discípulos que de él hablan.
Muchos de sus discípulos se convertirían por derecho propio en pilares fundamentales del conocimiento, pero es probable que nunca hubieran llegado a ser quienes fueron sin la influencia de Sócrates
El primer pecado de la filosofía: la muerte de Sócrates
Lamentablemente, si hay una cosa en la que el mundo no parece haber cambiado desde los tiempos de Sócrates es el precio que uno puede llegar a pagar por la fama. La de Sócrates, además de admiración y respeto, también levantó envidias, suspicacias y miedos. El hombre que dudaba de todo era muy capaz de lograr que los demás también dudaran, y eso es algo que nunca ha gustado a los poderosos: la masa que duda no cree, y a quien no cree es difícil controlarlo.
Sócrates fue acusado de ser una mala influencia para los jóvenes de Atenas, pues se esgrimía que de sus enseñanzas se podían extraer sentencias nocivas que ponían en duda la existencia de los dioses, algo que se penaba con la muerte. Pese a que la sentencia era injusta y que fácilmente podría haberse librado de la misma pidiendo perdón o valiéndose de los favores de amigos importantes, Sócrates sorprendió a todos al retar a sus jueces y aceptar su condena. ¿Por qué? Porque consideraba que las leyes, nos gusten o no, deben ser cumplidas y que por el bienestar del país todo ciudadano debía plegarse a ellas y a las sentencias que de ellas se derivaban.
«El mejor hombre, podemos decir, de los que entonces conocimos. Y de un modo muy destacado, el más inteligente y el más justo» (Fedón, Platón)
El método usado fue el envenenamiento por cicuta, que provocaba una muerte horrible: se iban paralizando progresivamente las articulaciones y los músculos del cuerpo, hasta llegar a los órganos vitales, momento en el cual la víctima moría. Una muerte que dejó profundamente afectados a sus seguidores: «Ese fue el fin, Equecrates, que tuvo nuestro amigo. El mejor hombre, podemos decir, de los que entonces conocimos y de un modo muy destacado, el más inteligente y el más justo» (Fedón, Platón).
Sócrates se erige como el pilar fundamental de la filosofía occidental por una simple razón: fue el primero que dio a la filosofía su función principal, la búsqueda interior del ser humano. Creyó sinceramente que podíamos comprender objetivamente los conceptos de justicia, amor y virtud, defendiendo la idea de que todo ser humano debía y podía conocerse a sí mismo. Combatió la ignorancia como si de una plaga se tratase, considerándola la causa de toda la maldad humana, y transmitió esas ideas a todo el que quisiera escucharlas. Siglos después, ese es tal vez su más grande legado: la creencia de que seremos justos cuando seamos capaces de entender qué es el bien.
Declaración de Sócrates en su juicio «Si, con relación a esto, me dijerais: ‘Te absolvemos, pero con esta condición: que dejes esos diálogos examinatorios y ese filosofar; si eres sorprendido practicando eso todavía, morirás’. Yo os respondería: ‘Os estimo, atenienses, pero obedeceré a los dioses antes que a vosotros y mientras tenga aliento y pueda, no cesaré de filosofar, de exhortaros y de hacer demostraciones a todo aquel de vosotros con quien tope. Pues eso es lo que ordenan los dioses’. Atenienses, tened presente que yo no puedo obrar de otro modo, ni aunque se me impongan mil penas de muerte. Absolvedme o no me absolváis».
Fuente: www.filco.es/vida-socrates
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