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Foto del escritorAndrés Cifuentes

Frankenstein, de Mary Shelley


Como norma general, siempre es un buen momento para revisitar a los clásicos pero el bicentenario de su publicación suele ser uno especialmente indicado. Ahora vendría el tema espinoso, qué es un clásico, pero sea cual sea el criterio que a uno le lleve a decidirlo, la lista quedaría un tanto coja sin un libro como Frankenstein.


He dicho revisitar y tal vez sea más correcto decir que, además de releer, lo que me dispongo a hacer es reseñar de nuevo, porque ya tuve el placer de comentar esta novela aquí hace cinco años y afortunadamente en esta ocasión puedo reafirmarme en lo dicho en aquella y detenerme en otros detalles, quizá menores o tal vez a estas alturas más relevantes. Uno nunca sabe.


También debo decir que otros compañeros han reseñado esta misma obra en Libros y literatura, lo que también es muestra de la dimensión de la obra porque con lo amplia que es la oferta que seamos varios reseñistas los que nos detenemos sobre la misma novela es cuanto menos infrecuente.


Pues bien, lo primero en lo que uno debe reafirmarse es en la sensación de que no sólo el libro es un gran desconocido, posiblemente a causa de las múltiples interpretaciones cinematográficas, televisivas o de cualquier tipo, sino que las partes mutiladas son precisamente las más interesantes. Y lo son porque convierten al monstruo en algo más que eso, porque para bien y para mal abunda en su lado humano entendiendo como tal el intelectual tanto como el sentimental. Incluso en su maldad es humano porque no es el atrabiliario asesino involuntario o impulsivo que tanto se ha representado, cuando es malo voluntariamente lo es de un modo cruel y refinado. El potencial literario y psicológico de la criatura resulta de una fuerza sorprendente aun hoy día.


También debe uno reafirmarse en que Frankenstein, el que verdaderamente se llama así, el científico, es mucho menos simpático que su criatura. Tras leerlo en aquella ocasión recuerdo que escribí un cuento llamado El crimen de Ingolstadt en el que jugaba con la idea de que en lugar de desmayarse al contemplar horrorizado el resultado de su experimento hubiese reaccionado de un modo un tanto más categórico y terminara con él en ese momento.


Naturalmente el escándalo atraía la atención de la policía que le sorprendía en mitad del baño de sangre y le detenía acusado de asesinato. Simplemente por ajustarle las cuentas a un personaje ciertamente antipático aunque con el encanto romántico propio de la época. No me llevo bien con Víctor Frankenstein, no pasa nada, todos tenemos nuestras manías, pero los motivos de mi desencuentro con él no son los que él mismo se reprocha, no son su búsqueda del conocimiento ni su desmedida ambición, que no son características especialmente negativas en un científico. El rasgo que me irrita, por otro lado tan humano, es su tendencia a esconder su egoísmo tras un discurso grandilocuente. Que uno se irrite con un personaje, que sienta la necesidad de discutir con él o de cuestionar algunos de sus actos es una prueba inequívoca de lo bien que está construido.


Y ese encanto tan de la época, la ambientación un tanto steampunk de su laboratorio pero también el estilo narrativo, es otro de los valores seguros de Frankenstein. No todas sus contemporáneas han envejecido igual de bien, pero esta se lee con tanto placer hoy como entonces, aun cuando nuestra capacidad de sorpresa sea radicalmente diferente.


No creo en las lecturas impuestas, si les dijera que hay que leer Frankenstein probablemente sonaría falso porque esta obra, como cualquier otra, debe leerse cuando es su momento, cuando apetece y se puede disfrutar. Lo que sí estoy en condiciones de asegurar es que si deciden aprovechar su bicentenario para acercarse a ella no se arrepentirán. Puede que la criatura sea un monstruo, pero es materialmente imposible terminar el libro sin comprenderle, sin ponerse por un momento en su remendada piel y sin emocionarse ante su triste y contradictorio destino.


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